El año que votamos peligrosamente

Para alguien que haya crecido en los noventa es fácil pensar que está en un paradigma distinto, y bastante peor.
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“Un orden liberal que parecía haber emergido después de la Segunda Guerra Mundial parece desvanecerse de nuestra memoria”, ha escrito John Gray en un artículo titulado “El cierre de la mente liberal”. El lenguaje sentencioso puede ser más útil para ganar elecciones que para describir el mundo, pero 2016 es un año desconcertante: el referéndum del Brexit, los problemas para alcanzar un acuerdo entre la Unión Europea y Canadá, las intervenciones de Rusia en el extranjero, el ascenso de la derecha xenófoba en numerosos países europeos y la incorporación de su discurso a las fuerzas mainstream. “De pronto -dice Gray- la locura de las masas ha sustituido a la sabiduría de la multitud como el tema dominante del discurso educado.”

Para alguien que haya crecido en los noventa es fácil pensar que está en un paradigma distinto, y bastante peor. Muchos de mis recuerdos políticos tienen que ver con un mundo que se hacía más pequeño y con sociedades que se volvían más interconectadas y diversas. El paréntesis de la historia solo se produce si miras a otro lado y el paso del tiempo hace que el pasado nos parezca más sencillo y menos contradictorio, pero era fácil dar por sentados los procesos de integración, los beneficios de la diversidad y de las identidades múltiples. Hasta los miembros de los movimientos antiglobalización pertenecían a una comunidad global. Ese conjunto de ideas se ha desgastado -algunas, como el intervencionismo liberal, han sufrido un descrédito que parece irredimible-, pero en cierta manera la llegada al poder de Barack Obama, y su presidencia culta y calmada encarnaban el triunfo de muchas de esas convicciones progresistas.

La victoria de Donald Trump es grotesca: un millonario que se presenta como enemigo de las élites, que presume de su ignorancia y de no pagar impuestos, que emplea el racismo y enfrenta a unas comunidades con otras, que defiende la tortura, calumnia, propone medidas inconcretas, imposibles o incompatibles entre sí. Tiene tan poco control de sus impulsos que su equipo decidió impedirle que utilizara Twitter. Pierde los debates, reclama que un gobierno extranjero ataque informáticamente a su competidor electoral, se mofa de mujeres, veteranos y discapacitados, recibe acusaciones de acoso sexual, insinúa que su derrota implicaría un fraude y amenaza con meter a su rival en la cárcel. Frente a él tenía a una candidata que representaba el establishment. Pero que también tenía más preparación y experiencia que ningún candidato anterior. Era la primera mujer con opciones de llegar a la presidencia. Su campaña tenía mucho más dinero. Trump consiguió muchos minutos de televisión gratis gracias a sus exabruptos, pero la prensa ha desvelado muchos escándalos del presidente electo.

En los próximos días entenderemos mejor cómo se ha producido una victoria que pocos esperaban: desde los periódicos y los analistas hasta, parece, el propio Trump, cuyo triunfo han celebrado líderes populistas y autoritarios. Se han señalado factores como la ansiedad económica, el tribalismo partidista y la diferencia entre campo y ciudad. Antes de las elecciones Paul Berman señalaba la crisis institucional y la debilidad de los periódicos de referencia, y Douglas Massey hablaba del pánico de los blancos a perder la hegemonía: esta sería una lucha contra la demografía. Mariano Gistaín ha escrito: “El voto a personajes delirantes, peligrosos, fuera de control, hay que considerarlo una impugnación al sistema. El voto populista es un atentado legal contra algo que se considera que no tiene remedio (y que, encima, insiste en que ya se ha remediado)”.

Jorge Galindo apuntaba hoy que “Clinton no logró sacar a votar a tantos de entre sus bases como debería (no se pasaba por Wisconsin desde abril), mientras que la campaña de Trump hizo los deberes allá donde tenía que hacerlos, aunando una porción suficiente del voto de la clase obrera blanca a la coalición conservadora”. A partir de datos de encuestas a pie de urna, María Ramos señalaba la diferencia entre el voto rural y el urbano, que también fue un factor en el Brexit. Manuel Alejandro Hidalgo ha hablado de la polarización y el estrés económico. Máriam Martínez-Bascuñán ha escrito sobre quienes aspiran a impulsar las contradicciones del sistema, y de la actitud narcisista de quien se niega a votar lo bueno o menos malo porque solo quiere lo mejor. Entre los llamados perdedores de la globalización, quizá la percepción de la situación económica cuente más que su realidad.

En Monkey Cage sacaban cinco lecciones: las primeras previsiones eran correctas (y no las últimas), la importancia de la lealtad al partido, los candidatos y las campañas han parecido importar menos de lo esperado, la política identitaria puede ayudar a cualquiera de los dos bandos, el carácter cíclico de la política.

Manuel Arias Maldonado -que acaba de publicar un excelente ensayo, La democracia sentimental (Página Indómita), donde aparecen muchas claves para fenómenos como este- ha destacado elementos como la importancia del lenguaje, la herencia de la contracultura y el tremendismo. “Si repetimos que el sistema está podrido, prestigiamos al insurrecto y despreciamos al reformista”, ha escrito. El intelectualismo, el conocimiento de los problemas o la conciencia de la inevitabilidad de las renuncias y los compromisos se convierten en elementos aburridos o directamente sospechosos.

Para Donald Trump cumplir su programa va a resultar imposible y obligatorio. Una de sus características es la imprevisibilidad: ha cambiado tanto de posición que, con toda la complejidad y análisis, es más sencillo saber lo que simboliza que las políticas que se plantea.

Bradford De Long se preguntaba si Trump sería una especie de Schwarzenegger (un famoso inteligente e indisciplinado, que intentaría gobernar pero no lo lograría y conduciría a una parálisis), un Berlusconi (alguien que saquee el país, beneficie a sus amigos con políticas que oscilen entre la arbitrariedad y la búsqueda del beneficio propio: el resultado son diez años de parálisis económica) o un Mussolini (la posibilidad menos probable pero, como recordaba De Long, el próposito inicial del político italiano no era ser un dictador fascista terrible).

Federico Steinberg aventuraba que la administración será “proteccionista en materia comercial y expansiva en materia fiscal”. Tyler Cowen ha escrito: “creo que su instinto natural será buscar victorias rápidas para satisfacer a sus partidarios y la búsqueda de la popularidad de masas con muchas ayudas gubernamentales, deuda y la idea de que las cosas salen gratis. No creo que su presidencia sea especialmente conservadora o derechista”. Cowen imaginaba una pérdida comercial, pero -como Anne Applebaum- pensaba que los mayores riesgos eran en política internacional: su presidencia podría inaugurar una “era de inestabilidad en el Pacífico, los países bálticos, y quizá en otros lugares. Eso dañaría el orden económico mundial y volvería Estados Unidos hacia sí mismo, dañaría la libertad global y perjudicaría a la república estadounidense”.

En su artículo, discutible en muchos puntos pero muy interesante, John Gray reprocha una ceguera al liberalismo partidario de la globalización.

Una sociedad posliberal es una en la que la libertad y la tolerancia reciben la protección de un Estado fuerte. En términos económicos, esto entraña descartar la noción de que el principal objetivo del gobierno es el avance de la globalización. En el futuro, los gobiernos tendrán éxito o fracasarán según su capacidad de producir prosperidad y gestionar al mismo tiempo la disrupción social que produce la globalización. Obviamente, será un equilibrio complicado. Hay un riesgo de que la desglobalización sea demasiado potente y pierda el control. Nuevas tecnologías perturbarán patrones establecidos de trabajo y vida, al margen de lo que hagan los gobiernos. Las demandas populares no pueden afrontarse por completo, pero los partidos que no dobleguen el mercado siguiendo los intereses de la cohesión social están condenándose al agujero de la memoria. El tipo de globalización que se ha desarrollado a lo largo de las últimas décadas no es políticamente sostenible.

Según Gray, sus defensores no solo sienten que el orden liberal se funde, sino que desaparece su propio lugar en la historia. Esos liberales son incapaces de renunciar o matizar sus proyectos y para ellos, “lo que se necesita es más de lo mismo: una infusión más fuerte de idealismo, una inflexible determinación a prolongar los proyectos del pasado”.

Vivimos en una era reaccionaria, ha escrito Mark Lilla, que señala que “la esperanza puede verse decepcionada. La nostalgia es irrefutable”. Las noticias sobre el fin del mundo tal como lo conocíamos pueden ser exageradas, pero según Gray, en este momento, “lo único que queda del liberalismo es el miedo al futuro”.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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