“¿Por qué soy Borges?”

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Participé en Cosmópolis, festival que aspira a condensar las aventuras de la palabra al modo de un aleph. En mi mesa, el tema volvió a ser Borges. Glosé como pude el espléndido ensayo de Alan Pauls, “Segunda mano”, donde recuerda al oscuro Ramón Doll, quien describió a Borges como un ensayista parasitario, capaz de repetir textos ajenos como si nunca hubieran sido publicados. Esta descalificación abrió el paso al creador de ficciones: “Borges no rechaza la condena de Doll sino que la convierte —la revierte— en un programa artístico propio”, escribe Pauls. Cinco años después de recibir ese ataque, publica su primer cuento, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Ahí, la reiteración se convierte en principio creativo por obra del contexto; no es lo mismo concebir un libro en el Siglo de Oro que recuperarlo línea por línea en el presente como un virtuoso anacronismo.
     En 1933 Borges recibió de su adversario el impecable puñal de su defensa. En la Nochebuena de 1938 perdió el conocimiento a causa de un golpe en la cabeza y trató de escribir algo distinto para no deprimirse en exceso de sus posibles daños cerebrales si fracasaba con un poema o un ensayo, géneros que dominaba por entonces. Aunque había escrito una imaginaria reseña de libros, “El acercamiento a Almotásim”, y había trastocado datos de biografías reales en Historia universal de la infamia, “Pierre Menard” significó el decisivo debut como cuentista y la consolidación de una estética donde la originalidad es derivada, dependiente de un modelo. No es extraño que el duelo, ya sea entre cuchilleros o en forma de discusión teórica, forme parte esencial del repertorio borgeano, ni que las categorías de víctima y verdugo o héroe y traidor sean a menudo intercambiables.
     Fui la segunda voz de Alan Pauls hasta llegar a las preguntas. Un hombre de unos ochenta años salió de su aparente letargo: “¿Por qué soy Borges?”, preguntó. Creímos no haber entendido. Él insistió; se apellidaba Borges, había visto su nombre en una biblioteca, pero no sabía qué pudiera tener de excepcional. “¿Quién es él?”, dijo, tocándose la corbata púrpura. “Un chiflado”, me dijo al oído mi vecino de mesa. Las urgencias del festival y el despiste de aquel señor hicieron que el diálogo se interrumpiera. Le sugerí entonces que viéramos la exposición “Borges y Buenos Aires”, que se exhibía ahí mismo.
     El hombre llevaba una bolsa de tela, en apariencia pesada, pero no me dejó cargarla. Vio varias veces su reloj, como si quisiera cerciorarse de que el tiempo avanzaba. Le pregunté de dónde eran sus padres. “De Mondoñedo, ¡¿de dónde van a ser?!”, me miró con sorpresa. Le dije que allí nació Cunqueiro. Él no lo sabía o no le interesaba.
     La exposición contaba con un dispositivo óptico fascinante. Todo estaba a oscuras y las vitrinas sólo permitían enfocar un manuscrito a la vez (lo demás se sumía en inmediata ceguera). Dos textos llamaron la atención de Borges, “La postulación de la realidad” y “Penúltima versión de la realidad”. “Se repite”, sonrió, como si descubriera un defecto. Minutos después le recordé aquellos títulos paralelos. Los había olvidado.
     Ignoro lo que mi acompañante registró en la visita. Vio a Borges en un documental, un rostro parlante que ocupaba una casilla en un tablero de ajedrez y desaparecía para resurgir en otra casilla. En una pared había una frase sobre el texto definitivo, atributo de la religión o del cansancio. “Me duelen las piernas”, dijo Borges.
     Me pidió que lo acompañara a su casa. Dio su dirección sin problemas al taxista, hizo algún comentario sobre la iluminación navideña, me preguntó si me gustaba el pulpo a feira. Un anciano sin otra singularidad que la de ignorar la relación de un escritor con su apellido.
     Vivía en la parte baja del Ensanche, no muy lejos de donde nos habíamos encontrado; sin embargo, parecía extenuado por el trayecto. Aun así, impidió que lo ayudara con la bolsa de tela. Subimos al piso principal. Nos abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años fornidos. El olor de un guiso mejoraba el ambiente. La mujer me trató con naturalidad, como si fuera común que su patrón llegara ahí con desconocidos. Me pidió que pasara “a la salita”. Lo que vi me dejó perplejo: seis o siete ejemplares de las Obras completas, publicadas por Emecé, numerosos volúmenes sueltos, todos de Borges, recortes de periódico de la juventud en Ginebra y las famosos fotos del ciego sonriente. “Se olvida de todo pero no del aceite”, dijo la mujer, muy contenta. Sacó tres frascos de la bolsa de tela. El aceite de oliva se llamaba Borges.
     Cada tanto tiempo, me explicó la mujer, su patrón llegaba con datos de su tocayo. Pero había sufrido un golpe en la cabeza y no podía fijar recuerdos recientes. Cuando volvía a salir, ignoraba quién era Borges. Estaba ante la contrafigura de Funes el memorioso, una copia vacía, siempre a punto de ocurrir, un borrador al que no llegaba la intención de la segunda mano.
     El encuentro ocurrió, palabra por palabra, tal como lo refiero, y sin embargo regresa a mí con la irritante sensación de algo leído y recordado con intensidad y descuido. La realidad, que ignora lo verosímil, calca en forma burda los procedimientos borgeanos. La descripción literal de este episodio parece una falsificación o un pastiche. “Los años multiplican sin cansarse las figuras del parásito”, comenta Alan Pauls. Eso, y no otra cosa, es la cosmópolis posterior a Borges: un caos de dobles que buscan su original en un texto. ~

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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