Dueños de nuestro propio ahora

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—Bueno, está bien, es mejor que lo sepas, jamás llegarás al final.
     En los días de mi más extrema juventud, en años franquistas, todo era obligatorio y debía hacerse con un gran orden. Las cosas, por ejemplo, comenzaban por el principio y acababan por el final. Por eso fueron una gran sorpresa para mí, y no la he olvidado nunca, unas declaraciones de Jean Luc Godard en las que decía que le gustaba entrar en las salas de cine sin saber a qué hora había empezado la película, entrando al azar en cualquier secuencia, y también le gustaba marcharse antes de que la película hubiera terminado. Pasados los primeros momentos de sorpresa, que llegaron acompañados de la sensación de haberme liberado de un pesado fardo, lo primero que pensé fue que a Godard no debían interesarle los argumentos de las películas.
     No está nada claro que nuestras vidas tengan argumento, un principio y un final. He vuelto a pensar en esto leyendo el magnífico último libro de Ray Loriga, El hombre que inventó Manhattan, novela construida con relatos de ficción súbita que acaban abruptamente, o simplemente no acaban. El punto y aparte es algo intrínseco a la literatura, pero no a la novela de nuestra vida. “Cuando escribes, fuerzas el destino hacia unos objetivos determinados. La literatura consiste en dar a la trama de la vida una lógica que no tiene”, ha dicho Loriga en una reciente entrevista. La vida no tiene trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura. El viaje ha sido siempre la trama ideal, porque aparentemente tiene un comienzo y un final. Por eso, la Odisea es un libro fundacional. Cualquier persona que sale de viaje puede repetir la experiencia de Ulises. En el momento de salir el avión, siempre se pone en marcha una historia. Pero, ¿en qué momento realmente empezó esa historia? ¿Fue al facturar la maleta o bien cuando paramos un taxi para ir al aeropuerto o cuando la azafata nos sonrió al darnos los periódicos o cuando, diez años antes, comenzamos a soñar con ese viaje o bien cuando nos dormimos durante el vuelo y soñamos que no volábamos?
     Todos sabemos que el famoso happy end de las películas de Hollywood es un disparate. ¿Quién puede creer que existen finales felices? Y, por otra parte, ¿por dónde debe empezar una película o una novela? No he ocultado nunca la fascinación que me produjo ver, no hace mucho, Viaggio in Italia, la película que rodó Rosellini en 1953 y a la que Jacques Rivette, cuando se estrenó, le dedicó en su crítica una hermosa frase: “Ha hecho envejecer diez años al resto del cine.” Las películas del gran Antonioni, que tendría en Wim Wenders a su mejor discípulo (el mismo que no se ha cansado de decir que las historias no tienen nunca final), fueron posibles gracias a las de Rosellini. Aparte de su extraordinaria modernidad, lo que más me llamó la atención de Viaggio in Italia fue que Rosellini, con la primera secuencia, crea en los espectadores la impresión de que han entrado en la sala con la película ya comenzada. Con esa primera secuencia, yo creo que Rosellini era consciente de que, dado que la vida es un tejido continuo y dado que cualquier principio es arbitrario, una narración puede empezar en un momento cualquiera, por la mitad de un diálogo, por ejemplo, tal como se atrevieron a hacer Tolstoi o Maupassant.
     Viaggio in Italia comienza irrumpiendo en medio de una trivial discusión —que se nota que debió comenzar ya hace rato y no tuvo seguramente un arranque bien definido— de una pareja que viaja en coche por el sur de Italia. Y es curioso porque entramos en algo que no sabemos cómo ha empezado y que, sin embargo, entendemos inmediatamente. Me hizo recordar algo que escribiera Sánchez Ferlosio acerca de la reacción de su hija de tres años el día en que, yendo con ella por el parque del Retiro de Madrid, oyeron, de pronto, las voces de un teatro de títeres. Se acercaron y la pieza debía de ir, más o menos, por la mitad. La niña nunca había visto marionetas, pero, para enorme sorpresa del padre, ella entró instantáneamente en la función, como si se tratase de algo ya sobradamente conocido desde su nacimiento, riéndose ya con la primera frase. De pronto, el padre descubrió que la niña no sabía lo que era un argumento, que no tenía ni idea de que una obra de teatro se suponía que era una serie de hechos enlazados que se sucedían en el tiempo. Para ella no existía tal sucesión. “Para ella”, escribe Ferlosio, “cada instante era puro y pleno presente, sustentado en sí mismo, completamente dueño de su propio ahora, ajeno a cualquier antes y después, acabado y entero de por sí”. Comprendió entonces Ferlosio que lo que la niña estaba viendo no era nada que pasara u ocurriera en el tiempo, sino “un puro manifestarse en el ahora”.
     Entiende Ferlosio que las personas que estamos inmersas en la temporalidad no concebimos dos o más ahoras más que alineados en una sucesión. Este pensamiento me remite instantáneamente a “El Aleph” de Borges, donde se nos dice que la percepción simultánea de diversas dimensiones del universo sobrepasa nuestra condición humana. A lo más que llegamos, diría yo ahora, es a entrar instantáneamente en la función de marionetas y a vivir completamente dueños de nuestro propio ahora. A nadie debe sorprenderle, por tanto, que una particularidad del Talmud de Babilonia sea que le falta la primera página a cada uno de los tratados que lo componen, pues, como explicara en su momento el rabí Leví Yitzhak de Berdichev, “por muchas páginas que lea el estudioso, nunca debe olvidar que no ha alcanzado aún la mismísima primera página”. ~

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