Cigarrillos (sanguijuelas)

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Desde hace unas semanas la ley francesa dispone que al frente del paquete de cigarrillos aparezca en grandes letras el mensaje “Fumar mata”, y en la trasera “Los fumadores mueren prematuramente”. En el cartouche que contiene cien cigarrillos dice: este producto fastidia sus coronarias, jode sus erecciones, pervierte su gañote y magulla su cerebro. Y así sucesivamente. De acuerdo, más allá de que vivir también mata, y de que pocos consideran que se mueren a tiempo, dejemos de fumar. Y comencemos a mentir.
     Y comencemos a mentir. Nunca nadie miente tanto como un fumador en proceso de enmendarse. Esto produce un injusto desequilibrio entre los buenos propósitos de la higiene y el palpable deterioro de los propósitos morales. Como a la larga ni va a poder dejar de fumar, y hasta fumará con mayor fruición, tanto su higiene como su moral quedarán en un estado lamentable. Pocas historias más conmovedoras que la de Zeno y su conciencia, contada por Italo Svevo. Como se sabe, Zeno vive tan empeñado en no fumar como en fumar, por lo que no tarda en convertirse en un mentiroso elaboradamente creativo. Cuando es apenas un adolescente, su padre lo atrapa hurgando las bolsas de su saco en pos de un Virginia. En una brillante salida motivada por el carácter apremiante del vicio, Zeno se justifica con una de esas mentiras que resultan inobjetables a fuerza de dulzura: “le dije que de pronto había sentido la enorme curiosidad de contar los botones de su saco”.
     Una vez logré dejar de fumar durante siete semanas. Más allá de un orgullo justificado y de una indiscutible mejoría física, dejar de fumar fue horrible. Cuando lo retomé, lo que más me molestaba —más incluso que la acusación de mentiroso que me hacía todo mundo— era pensar en la cantidad de deliciosos cigarrillos que me pude haber fumado durante esas siete semanas abominables. Hoy, con el quinto del día en los labios, pienso que más allá del mandoble de la nicotina, del satisfactor oral y del gusto del aroma, fumar en realidad es horrible.
     He gastado en manuales y libros para dejar de fumar casi tanto como en tabaco. Uno sostenía como un argumento incontestable que a los animales no les gusta y que un elefante odia para siempre a quien le hace aspirar su aroma. Para el autor del libro, que sólo a los humanos les guste fumar califica como argumento. Esto no deja de ser enormemente halagador. Un ansioso trago de humo me produce desde entonces el placer ancilar de saber que, en definitiva, no soy un tapir. Al artículo lo acompaña una foto que muestra a una sanguijuela aferrada al brazo de un fumador. En el momento en el que comienza a fumar, la sanguijuela se muere. ¿Cómo saber que esa sanguijuela no padecía una enfermedad incurable que, por puro azar, culminó durante el experimento? Los argumentos puristas que garantizan salud perpetua son más mentirosos que un fumador. No fumar, no comer comida enlatada y correr cinco kilómetros diarios sólo conduce a morir (prematuramente) en perfecto estado de salud. Por mi parte, prefiero ser nocivo para las sanguijuelas, porque no fuman, que su víctima, porque sí fumo yo. Las imágenes que muestran el estado desastroso de unos pulmones ennegrecidos no me hacen nada; si estuvieran rozagantes y sonrosados me darían el mismo asco, como todo lo que está allá adentro.
     Cuando dejé de fumar, lo hice entre otras razones porque el tabaco me impedía correr ya no digamos cinco kilómetros, sino quinientos metros. El deleite del cigarrillo, cuando volví, trajo aparejada la conciencia de que no tengo motivo alguno para correr. Es mejor caminar el medio kilómetro fumando con algún amigo que correrlo solo y sólo para llegar a un sitio en el que no hay cigarrillos. Recordemos la última vez que alguien dijo, vanagloriándose ante nosotros, “Yo no fumo”. La declaración está lejos de producir envidia: en la mayoría de los casos, los resultados que esa persona exhibe no logran revelar actividades más redituables que ocupen el lugar de la que no se practicó.
     Escribir sin fumar es terrible. Uno de mis manuales recomendaba sorber agua de un vaso. Lo hacía. Después le sacaba punta a mi lápiz. Luego miraba por la ventana a los pájaros carpinteros. Una hora más tarde no había escrito una línea y estaba sorbiendo mi lápiz, sacándole punta a un pájaro carpintero y mirando un vaso de agua. Veía llegar el viernes, que es el día de entregar, con el terror con el que un pompeyano habrá visto acercarse la lava. La hoja en blanco parecía mirarme desde su oprobiosa blancura y no logré escribir una palabra. Dejar de fumar es un trabajo de tiempo completo: no se puede hacer nada que no sea no fumar. Ese primer cigarro me hizo un daño atroz, luego de la abstinencia. De haberlo sabido, hubiera empezado por el segundo. Por lo pronto confieso que me siento mejor con la culpa de fumar que con la beatitud de no hacerlo.
     Y ahora sólo me resta, recordando a Zeno, encender el primer último cigarro de mi vida de esta tarde. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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