Una luz en ‘El fondo de la noche’

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Javier Sicilia

El fondo de la noche

México, Mondadori, 2012, 208 pp.

 

¿Qué mueve a un hombre a dar su vida para salvar la vida de otro, a intercambiar su propia existencia para morir en el lugar del otro? En el caso de Maximiliano Kolbe, que intercambió la suya por la del sargento polaco Franciszek Gajowniczek en el campo nazi de Auschwitz, habría que empezar por considerar su propia explicación, la que tuvo oportunidad de expresar al oficial alemán Karl Fritsch, que aquella noche de 1941 seleccionaba entre los prisioneros a los diez que habrían de morir por sed y hambre para pagar con su vida la fuga de uno de sus compañeros de cautiverio: “Soy un sacerdote católico, y estoy ya viejo.” Pero Javier Sicilia no se conforma con esas palabras, pues de ser así muchos sacerdotes católicos habrían dado la vida, en la Alemania nazi y en las naciones ocupadas, por alguno de los millones de condenados y esto definitivamente no sucedió: frente al sacrificio del padre Kolbe podemos oponer, por ejemplo, la imagen de otro sacerdote católico al que se refiere Albert Camus en sus Cartas a un amigo alemán, que mientras acompaña a un grupo de miembros de la resistencia francesa al paredón con la supuesta misión de dar consuelo a los condenados, alerta a los verdugos de la fuga del más joven para que puedan capturarlo con germana eficacia para arrancarle finalmente la vida. Antes de delatar al muchacho, el capellán alemán que señala Camus lo había invitado a confesarse asegurándole que como era cristiano nada tenía que temer pues le aguardaban, tras el fusilamiento, la paz y la vida eterna.

Si por un lado el polaco Maximiliano Kolbe salvó la vida de un semejante en nombre de Cristo, por el otro el capellán alemán pensaba que era ese mismo Dios el que guiaba a Alemania y que los asesinos contaban con su consentimiento. Por eso Javier Sicilia no se conforma con la respuesta de Kolbe y en El fondo de la noche se adentra en la vida de este sacerdote que en 1982 fue canonizado por el papa Juan Pablo II, pues en el martirio de Kolbe observa algunos de los enigmas de la fe, la ética y el mal.

El Kolbe de esta novela no está descrito en función de las necesidades canónicas, es decir como un alegato a favor de su canonización, como argumentación probatoria de sus méritos para alcanzar el altar de los santos, sino en relación a su humanidad, a su carnalidad incluso, a sus dudas morales y a sus circunstancias históricas. Por eso El fondo de la noche no es una hagiografía, aunque se trate de la vida de un santo, sino una novela histórica: el personaje central ocupa un lugar en el tiempo y su construcción literaria constata su presencia y sacrificio en un momento especialmente trágico de la humanidad. Además, como señaló Enrique Krauze, se trata de una novela de ideas, porque el padre Kolbe le presta a Javier Sicilia la oportunidad de expresar algunas de las grandes preguntas del ser humano después de Auschwitz, por ejemplo la que interroga sobre la verdadera naturaleza del mal.

Algunos de los momentos centrales que estructuran la narrativa de El fondo de la noche son diálogos de orden filosófico donde los personajes, a la manera de los textos de Platón, expresan visiones del mundo diferentes y se confrontan de una forma dialéctica respondiendo a cada tesis con su antítesis. Diálogos morales que representan también expresiones sociales, colectivas e históricas. Uno de los diálogos torales de la novela es con el oficial nazi Krott, relativamente culto y refinado, que desea debatir por curiosidad intelectual con el sacerdote, quien acepta la tragedia sin oponer casi resistencia y se deja someter por la maquinaria de muerte como si fuera incluso parte de un designio divino que el hombre piadoso no cuestiona. El debate con Krott versa sobre el Cristo en la cruz como imagen extrema de la fragilidad, la entrega y el sometimiento, versus la iglesia de Roma, el Vaticano, que convierte al cristianismo en un poder con ambiciones absolutas, que quema a sus herejes como los nazis harían con judíos, comunistas y gitanos, y extiende su dominio por el planeta entero en nombre de Cristo pero se comporta como César. Krott intenta convencer a Kolbe, como lo haría Nietzsche en La genealogía de la moral, de lo estúpido que le parece su aceptación del sacrificio, su opción en favor de los esclavos, mientras en aquellos tiempos el mismo Vaticano aún dudaba entre rechazar al nazismo o sumársele, como ya habían hecho las iglesias católicas de España, Italia y Alemania. Los diálogos entre el nazi Krott y el católico Kolbe describen tanto la sacralización del poder y la fuerza que exalta el nazi, como la defensa de un humanismo que asume la compasión –es decir, la capacidad humana de sentir en carne propia lo que siente el otro– y abraza el dolor y la desgracia ajena como columna vertebral de la moral cristiana. Pero lo que mueve a Krott a dialogar con Kolbe no es su amor por los condenados, por esa carne sin nombre que su poder aplasta con lustradas botas militares, sino su capacidad para asimilar el castigo, su fuerza para no ser presa del hambre y el dolor y vencer la desesperación y la desesperanza. El Krott de la novela observa en esa fuerza la imagen en negativo del ideal nazi del guerrero, y reconoce en el sacerdote una voluntad digna de mejores causas, como es la suya. El padre (o Sicilia a través de Kolbe), por el contrario, reconoce en los argumentos de Krott una verdad dolorosa: la de que el modelo de poder absoluto que en su momento padeció media Europa tuvo su antecedente en su propia Iglesia, y que los tormentos del campo eran la instrumentación industrial de la piras donde habían ardido los herejes, así como los ss y la Gestapo eran los herederos aventajados del Santo Oficio. “Usted pertenece –le dice categórico el nazi al sacerdote católico– a una institución sin la cual nosotros no habríamos sido posibles.”

El otro diálogo central del la novela lo constituyen las conversaciones entre Kolbe y Claussner. Este último es, como Maximiliano, un padre católico, pero a diferencia del que fue santificado, había optado por esconder su condición de sacerdote y resistir a la muerte con las artes de la astucia y la negociación; para ello había tenido que convertirse en un kapo, esos presos que hacían algunas tareas de control y organización al servicio de la maquinaria nazi, pero que gracias a los relativos privilegios que adquirían dentro del campo también era capaz de favorecer a ciertos presos e incluso de salvarles la vida a algunos. Los diálogos con Claussner son desgarradores: mientras Kolbe defiende la moral de cada uno de sus actos como la última e irreductible forma de defender a la civilización frente al mal absoluto, Claussner le reprocha que con sus actos lo único que hace es acompañar a los condenados al cadalso, en tanto que él, por el contrario, y a pesar de su aparente servidumbre a los tiranos, era el único que salvaba vidas y mantenía en pie cierta forma de resistencia y organización dentro del infierno:

… hemos llegado a una época –le dice Claussner a Kolbe– en la que, ausente Dios o muerto (otra referencia a Nietzsche), qué importa, solo traicionando se puede amar y salvar el honor, la patria y la vida de los otros. Este tiempo, por desgracia, es el fracaso del hombre racional: el fracaso del registro ético y de la integridad privada; una época en la que debemos pagar la responsabilidad de asumir el mal y su noche para salvar a los otros y, cuando sea posible, tomar revancha. De lo contrario, la noche será absoluta.

El debate entre Claussner y Kolbe describe una discusión ética fundamental: hasta qué punto es necesario parecerse al mal para vencerlo, cuánto veneno debe contener el antídoto para salvarnos de la mordedura de la serpiente. En los tiempos que describe Sicilia, y quizá aún en este, esta reflexión es pertinente: aquellos fueron los años del pacto entre Hitler y Stalin que sacrificaría media Europa pero que más tarde –así se justificarían los estrategas soviéticos– permitiría al Ejército Rojo derrotar a las tropas alemanas; son los años en que frente al fascismo y el nazismo los comunistas construían estructuras ideológicas, políticas y militares, siamesas a las fuerzas que estaban llamadas a combatir.

Se trata, finalmente, del debate entre la pureza del santo y la fragilidad humana del pecador; pero en El fondo de la noche existen dos diálogos entre Kolbe y Claussner, y, si en el primero sentimos que la argumentación se inclina a favor de Kolbe, en el segundo, cuando se acerca el final de ambos y por una breve noche coinciden en la clínica donde agonizaría finalmente Claussner, Kolbe reconsidera:

Usted tenía razón. En el fondo Cristo fue un gran traidor. Había tocado el fondo profundo de las cosas y traicionado a su patria, el profundo y milenario sistema de fórmulas y conductas que Dios había dictado a su pueblo, y moría como un traidor, como un apestado de Dios y de los hombres, suspendido en el vacío de la cruz. Pagaba la responsabilidad de haber asumido el mal para salvarnos (…) Lo que quiero decirle es que usted, por las razones que hayan sido, y en esto está su acto de amor, terminó por tocarlo (a Cristo). Yo, en cambio, he querido preservar intacta la doctrina, salvarla en toda su pureza (y) he tenido miedo de traicionar, de ensuciarme las manos como usted lo ha hecho, de llenarme de mundo.

Al final de la novela, mientras Claussner agoniza tras ser golpeado, pues alguna de sus minúsculas acciones de resistencia ha sido descubierta, Kolbe sueña y en su sueño, que es también el delirio de un hombre extenuado de hambre y sed, aparece Dios en medio de una peregrinación de almas humanas que se hacen preguntas acerca del sentido de la vida y que se responden entre sí sin que Dios tome jamás la palabra. El Señor, como dicen los creyentes, tiene la apariencia, para el Kolbe de Sicilia, de un viejo que vive en una choza humilde y que en medio de la noche cuida la tenue llama de una vela que apenas ilumina, pero cuya luz nos permite ver, en medio del dolor y el desconcierto de la humanidad, la indescifrable sonrisa de sus labios.

Finalmente Sicilia narra la muerte de Kolbe, cuando este le pide a un oficial nazi intercambiar su vida por la de un padre de familia que ante la proximidad de la muerte llora por su mujer y por sus hijos. En este episodio imagina a Kolbe abrazando a los que van a morir con él y lo describe diciéndoles a sus compañeros de desgracia que él ha querido morir a su lado porque ellos son ahora el cuerpo de Cristo, porque a ellos, como al mismo Jesús en la cruz, el padre los ha dejado solos ante la muerte, pero que la presencia de Dios se revela justamente en su no presencia, en su silencio, en su abandono.

Pocos días después del asesinato de Juan Francisco Sicilia fui a Cuernavaca para acompañar a Javier, que en la plaza central había levantado un campamento que no era otra cosa que una lona atada con mecates, unas cuantas veladoras encendidas y las fotos de los rostros de muchachos y muchachas asesinados, como su hijo, en cualquier rincón de México, ya sea por criminales, policías o militares. Javier leía, sin contener por momentos las lágrimas, “Piedra de sol”:

rostro de llamas, rostro devorado,

adolescente rostro perseguido

años fantasmas, días circulares

que dan al mismo patio, al mismo muro,

arde un instante y son un solo rostro

los sucesivos rostros de la llama,

todos los nombres son un solo nombre…

Poco después de terminar de leer los versos de Octavio Paz, Javier inició una conversación con algunas personas que se acercaban a abrazarlo y alguien le preguntó si Dios estaba a su lado en el trabajo que había emprendido por la justicia y la paz; Javier respondió que Dios era el amor, pero que el amor carece de poder, que el amor es un Cristo, tratado como criminal, en la cruz, impotente ante el dolor de los hombres y ante el poder del mal. De entonces a la fecha he visto a Sicilia abrazar a cientos de víctimas, hacer suyo el sufrimiento de una nación apuñalada en todos sus costados; imposible no pensar, tras la lectura de su novela, que lo que Javier Sicilia ha hecho por la paz y por las víctimas de la guerra y la violencia inició con el asesinato de su hijo, pero también con el punto final a El fondo de la noche: el poeta pasó de la escritura al duelo y del duelo a unir su dolor al dolor de los otros, y sin proponérselo, por esos oscuros vaticinios poéticos, su novela sirve también para nombrar la naturaleza del mal que padece México y que el escritor ha tenido que sufrir en la carne de su hijo –que duele más que la carne propia–, pero también para señalar esa llama, esa extraña luz sin la cual las tinieblas serían absolutas. ~

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(ciudad de México, 1962) es promotor cultural, editor y poeta. Es director del Museo de Historia Natural y de Cultura Ambiental.


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