Una historia económica de la desigualdad

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Thomas Piketty

El capital en el siglo XXI

Traducción de Eliane Cazenave-Tapie Isoard

México, FCE, 2014, 680 pp.

A John Maynard Keynes, ese discutido y célebre economista británico de la primera mitad del siglo XX, se atribuye la expresión aquella de que el economista maestro debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo. Keynes –que escribió lo anterior en un artículo con motivo de la muerte de su maestro Alfred Marshall– asentó palabras más adelante que el aspirante a oficiar en el abstruso campo de los fenómenos económicos debía también “contemplar lo particular en términos de lo general y […] estudiar el presente a la luz del pasado para los propósitos del futuro”. No abundan desde el autor de Tratado sobre el dinero –pese al premio instituido por el Comité Nobel en 1968– los economistas que se ajusten a tan exigente listado de virtudes, de modo que la presunta aparición de uno que sea capaz de articular en tesis sugerentes y claras la barahúnda que prima en el entorno económico mundial es cosa digna de causar revuelo.

Así podría explicarse, de entrada, la excepcional acogida que ha tenido entre distintos círculos intelectuales y académicos del mundo la publicación de El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty. ¿Qué hace del libro de este profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, de París, un título que ha conseguido captar la atención de muchos investigadores de la desigualdad económica y la distribución de la riqueza en el mundo, de una gran cantidad de críticos y comentaristas, así como de miles de lectores provenientes de ambos lados del Atlántico? Sin duda, en primer lugar, el hecho de que esta obra ofrece una respuesta razonablemente convincente a la pregunta de por qué hoy en el mundo, en los albores del siglo XXI, los ricos se hacen más ricos, mientras que una gran mayoría padece los efectos sistemáticamente empobrecedores de las coyunturas económico-financieras por las que atraviesa el actual entorno internacional. Y la explicación de Piketty (Clichy, 1971) es, en su sencillez, casi previsible: los ricos se hacen más ricos porque el capital tiene, históricamente, una tasa de rendimiento mayor al del trabajo, rendimiento que se exacerba en épocas de escaso crecimiento económico (r>g, en la notación algebraica utilizada en el libro).

Una segunda razón de la amplia receptividad que han encontrado las tesis de Piketty tiene que ver con el horizonte temporal y geográfico de la evidencia histórica y estadística contenida a lo largo de casi setecientas páginas. Nadie, desde los tiempos de Thomas Robert Malthus y su Ensayo sobre el principio de la población, pasando por teóricos de la talla de David Ricardo, Karl Marx y Simon Kuznets –a quienes Piketty reconoce como antecedentes indiscutibles de sus concepciones en torno a la distribución de la riqueza desde que esta comenzó a ser motivo de arduas disquisiciones en el siglo xix–, ha conseguido conjuntar tantos datos sobre la razón capital-ingreso, la tasa de retorno del capital y la participación del capital en una buena cantidad de ingresos nacionales como este, hasta hace poco, desconocido especialista. El estudio comprende, así, un registro apreciablemente riguroso de lo ocurrido en alrededor de veinte países, entre los que destacan Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Canadá y Japón, pero también en naciones como Argentina, España, Portugal, Alemania, India y China. Basado en reportes de cuentas nacionales, en registros de impuestos que se remontan a décadas atrás –incluso a siglos, como en el caso de Francia, donde el autor logró acceder a información que data de los años de la Revolución de 1789– y en bases de datos multianuales sobre ingresos acumulados por actividades laborales y por inversiones en capital, el libro ofrece el panorama más completo, hasta ahora elaborado, sobre la distribución de la riqueza y el ingreso en un contexto histórico e internacional.

Esto conduce, en consecuencia, a la tercera razón de que El capital en el siglo XXI sea considerado en lo sucesivo como un referente ineludible cuando, en el nuevo siglo, se trate de abordar la compleja polarización entre ricos y pobres. Con tanta evidencia estadística e histórica cuidadosamente construida, es preciso prestar atención a las conclusiones que se derivan de un análisis que ha llegado a encontrar –como en su momento lo hicieron los de Marx y Ricardo en el siglo xix– nuevas e inesperadas contradicciones en la acumulación de capital. La más importante conclusión del estudio de Piketty apunta a la existencia de un conjunto de dinámicas que favorecen la concentración de la riqueza en pocas manos, debido a la mayor rentabilidad del capital y a la disminución mundial de las expectativas de crecimiento económico. Tal concentración –eventualmente semejante a la que imperó en las primeras décadas de la Europa decimonónica– puede llegar a ser de tal magnitud en los próximos años que las bases de las modernas sociedades democráticas fincadas en el mérito y en la igualdad de oportunidades podrían verse de verdad amenazadas. Aparecen, conforme a esta serie de razonamientos, las nociones de fuerzas convergentes –aquellas que posibilitan la distribución más igualitaria de recursos– y fuerzas divergentes –las que conducen de manera irremediable a la profundización de las disparidades–. Entre las primeras, la educación, la formación de habilidades y el entrenamiento constante constituyen los mejores medios igualadores para la mayoritaria población asalariada; entre las segundas, la facilidad con que las élites rentistas establecen barreras casi inexpugnables para la protección de su riqueza, así como las fortunas heredadas de una generación a otra, son apenas dos de las causas que contribuyen a perpetuar el abismo entre las clases pudientes y las menos favorecidas.

¿Qué propone Piketty después de su inmersión tan prolongada en las aguas de la desigualdad? Sus respuestas no dejan de ser provocadoras y polémicas pues, partiendo de un desdén justificado por la economía como disciplina presuntamente científica –Hazel Henderson, la autora inglesa de Ethical markets: Growing the green economy, ha escrito que la economía, con su intrincado ropaje matemático, “es una forma de daño cerebral”–, postulan la necesidad de abandonar la obsesión aséptica por los modelos matemáticos para concentrarse en los problemas que atañen al mundo contemporáneo. Desde su visión, normativa y política, contrapuesta a la que suelen sostener los scholars que pueblan los campus universitarios del primer mundo, habría que empezar por poner un freno al capital. “La solución correcta –escribe Piketty– es un impuesto progresivo anual sobre el capital; así sería posible evitar la interminable espiral de desigualdad y preservar las fuerzas de la competencia y los incentivos para que no deje de haber acumulaciones originarias.” ¿Gravar a las herencias, redistribuir a fuerza de mermar a las grandes fortunas? John Stuart Mill, en sus Principios de economía política, advirtió en 1848 de la naturaleza política de la distribución de la riqueza, una vez producida, así que, si las propuestas de Piketty tienen alguna oportunidad de prosperar, la tendrán a partir de vencer políticamente a la hasta ahora infranqueable oposición rentista de los dueños del dinero.

Al libro de Piketty se le podrían señalar algunas omisiones. Algunos críticos han señalado (según puede leerse en el artículo “Why is Thomas Piketty’s 700-page book a bestseller?” publicado en The Guardian), en principio, que su diagnóstico de la desigualdad es demasiado simplista y que esa simplicidad acaba por reducir la división entre capitalistas y no capitalistas a un asunto de dotación de capital inicial (de ahí, afirman, su interés en acotar los capitales patrimoniales). Tampoco hay en la obra mayores referencias a los otros modos que tiene el capitalismo de potenciar las disparidades. El control del sistema monetario por parte de instituciones como el Banco Mundial y la Reserva Federal de Estados Unidos, el robo legal que suponen las deudas fiscales que transfieren millones y millones de los ciudadanos a las élites financieras y gubernamentales, o la ausencia de una educación financiera que haga posible la formación de capitales de emprendimiento entre la población no capitalista no figuran entre las causas estructurales que explica el modelo de Piketty.

Con todo, el resultado del estudio contenido en El capital en el siglo XXI no es, en modo alguno, menor. Cuando, en 1924, Keynes suscribió su breve relación de las virtudes capitales del economista maestro no pudo haber previsto lo que la historia, en el naciente siglo XXI, le tenía reservado al mundo. Un joven economista de la vieja Francia ha atestiguado la llegada del milenio y ha hurgado en la historia contemporánea para arrojar a gobernantes y gobernados un tramo considerable de lo ocurrido con la riqueza y su distribución. A los ojos de los detractores de las teorías económicas, ello podría hablar de que Keynes, después de todo, no se equivocaba al creer que la economía –y los economistas maestros– podría verdaderamente comenzar a servir de algo. ~

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