Ojos que no ven, de José Ángel González Sainz

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En estas mismas páginas tuve la oportunidad de ocuparme de la anterior –y excelente– novela de González Sainz, Volver al mundo (2004), en la que el autor reconstruía la vida de tres jóvenes provincianos que, al filo de los años setenta, abandonaron, negándolo, su mundo familiar, social y hasta paisajístico para salir “al mundo ancho y abierto donde todas las posibilidades se extendían múltiples y sugestivas”. Ahora, en Ojos que no ven, González Sainz retoma parte de aquella historia, centrándose en la figura de un padre, Felipe Díaz Carrión, que se ve obligado a emigrar a una población industrial del norte de España a raíz de la quiebra de la vieja imprenta local donde había trabajado durante media vida, y dado que la huerta que cultiva sólo da para comer.

En torno a esta figura del padre reaparecen elementos muy característicos de la narrativa de González Sainz, singularmente la creación de un espacio natural que, como antes El Valle, enmarca y determina la vida del personaje, así como sus ideas y su visión del mundo: “De ahí, mucho más quizá que de ningún otro sitio, le venía esa especie de callada fuerza tan suya y esa rara sabiduría taciturna y melancólica, reflexiva a más no poder y al mismo tiempo resolutiva y enérgica, que algunos achacaban, por achacarlo a algo, a sus lecturas”. De ahí el valor simbólico de algunos elementos –los alimoches– y el leitmotif del camino, otro poderoso símbolo que además de marcar ese vínculo de pertenencia a un paisaje o a una tierra, articula la trama narrativa: “no eran mucho más allá de los cuatro kilómetros por un camino que, mucho más que un simple camino para él o un simple enlace entre dos puntos, era en realidad su carácter y su temple en la vida, la índole de su inclinación hacia el mundo y de su renuncia o desaparición de él”. Al cabo de los años, este hombre emprenderá el regreso a ese mundo natural propio, dejando atrás el desarraigo, la extrañeza y la humillación; dejando atrás al hombre de cuneta o de arcén en que se había convertido. Asimismo encontramos en esta nueva novela de González Sainz su habitual meditación sobre el lenguaje y el poder de las palabras, reflexiones de índole existencial y, sobre todo –y esto sí es nuevo– un continuo discurso al servicio de una tesis. Y es sabido que las tesis se llevan mal con las novelas, y peor aún con una nouvelle como Ojos que no ven, donde a menudo el relato queda sofocado por un discurso demasiado raso: “Pero hay que tratar de distinguir siempre todo allí donde se presente y en la forma que lo haga, y que distinguir sin partido tomado ya de antemano, sin absolutismos ni atolondramientos ni retóricas, y sin querer escurrir el bulto, porque de la confusión –o de los partidos tomados a ultranza– no se suele sacar nada bueno ni en limpio…”

Desde el punto de vista narrativo, lo que peor se lleva es que al servicio de tal tesis se urde una intriga demasiado simplista y previsible, con elementos muy manidos, y se perfilan unos personajes planos, aquejados de maniqueísmo. Veamos.

Además de la experiencia alienante del nuevo medio o entorno en que vive –un barrio de bloques de pisos todos iguales al suyo– y del trabajo en la fábrica, Felipe Díaz Carrión afronta el desprecio, la petulancia, el asco y la repulsión de su hijo mayor, además de las maneras bruscas y coléricas de su esposa Asun, antes de carácter dulce y cariñoso y luego dedicada a “ofenderle con las indirectas y reproches que no cesaba de lanzarle”, y que acabará abandonándolo. Todo esto está exento del necesario desarrollo narrativo que una evolución de tales características y consecuencias requeriría para resultar convincente. La hostilidad de los vecinos, “toda la variada geografía lingüística de la amenaza y la intimidación en frases” y una violenta paliza completan la estampa de la vida cotidiana de este hombre que sólo encuentra alivio en la compañía de su hijo pequeño. Por ello, tras el secuestro del empresario dueño de la fábrica y la posterior venta de ésta a una multinacional, Felipe Díaz Carrión se acoge a un plan de prejubilaciones y regresa a su lugar natal. Una vez allí se enterará de que su hijo mayor es un etarra con delitos de sangre, pero aún así decidirá ir a visitarlo a la cárcel para hablarle. Sin embargo, la tremebunda experiencia –“¡Total por un madero de mierda!, empezó a gritar puesto en pie, ¡por un maestrillo de mierda o un cagatintas tan mierdoso como tú, calzonazos de mierda, don nadie…”– y el horror que allí presencia, lo hunden en un sentimiento de culpa que lo lleva al borde del suicidio, del que lo salva en el último instante el hijo pequeño.

Lo tópico de algunas situaciones, el maniqueísmo extremo que separa tajantemente a los buenos de los malos-malísimos y el abuso de la falacia patética enfrían considerablemente el entusiasmo de esta lectora. ~

 

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