Meterse entre ríos

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Veinte años no es nada, dice el tango; sobre todo cuando se trata de un libro que, a la vista de los caminos recorridos por la narrativa española desde la fecha de su publicación, continúa siendo, con mucha diferencia, la novela más arriesgada e innovadora de cuantas se han publicado en las últimas décadas. Hablar de una posible relectura de Larva, como promete el encabezamiento de esta sección, casi resulta inadecuado, pues este libro invita a una lectura tan múltiple que leerlo una sola vez es no haberlo leído. Por ese mismo motivo, no caeré en la tentación de resumirlo: Presentar la primera parte de Larva de otro modo que como un viaje alucinante por la lengua española hasta el punto de incluir lo que hay de ella en otras lenguas y lo que de otras hay en ella, sería un esfuerzo inútil que no haría justicia a su extraordinaria envergadura. En lugar de ello, me limitaré a expresar lo que creo se merece en su aniversario: Su enorme vigencia e interés para las nuevas generaciones de lectores, junto con mi deseo de ver pronto publicada su continuación.
     Larva, como cualquier trabajo artístico de calidad, es una obra compleja, con innumerables facetas. Para empezar, los dos personajes principales, un Don Juan y una Bella Durmiente que festejan la noche de San Juan en un Londres que recuerda al País de las Maravillas, se toman por dos personajes de novela, Babelle y Milalias, mediatizados por un narrador, Herr Narrator, que comenta en notas numeradas la vida que escriben o la ficción que viven: en palabras del autor, que “escriviven peligrosamente”.
     La complejidad de su estructura y la riqueza y creatividad de su léxico no significan que la lectura de Larva sea más “difícil” que la de cualquier otra buena novela (más “imposible” de leer de lo que cualquier libro de verdad es, creo que decía Borges, “imposible” de leer). Si, cuando se pregunta a su autor sobre cómo debe el lector enfrentarse a la complejidad de la obra, aquél responde con metáforas pictóricas (“Por ejemplo, cuando miras las pinturas del maestro flamenco Brueghel o las del meticuloso pintor victoriano Richard Dadd, las ves primero desde la distancia, como para abarcar su alcance panorámico, y después te aproximas para mirar de cerca todos los detalles que no puedes apreciar desde lejos. Creo que los lectores deben hacer lo mismo”2), no es sólo porque se trate de uno de los novelistas españoles con mayor interés por la cultura visual (como lo demuestra su colaboración con pintores contemporáneos como Kitaj o Saura, autor este último de la serigrafía que sirve de portada a la primera edición de Larva), sino porque, en realidad, la novela ha sido construida como una superficie que es un espacio en sí misma: Se trata de una narración multidimensional que, en mi opinión, pretende capturar no tanto la precisión del detalle en sí como el modo en el que cambian los detalles. Es precisamente durante ese movimiento de aproximación o alejamiento, ese cambio de enfoque sucesivo del paisaje al detalle y viceversa, donde puede apreciarse y disfrutarse la maravillosa textura de la novela.
     En una ficción bidimensional tradicional, el conocimiento que tenemos de los personajes y los hechos es, principalmente, secuencial; esto es, cada momento de la novela se encuentra referido a lo que se ha leído en las páginas previas. Cada instante narrativo se encuentra causalmente determinado por lo anterior; aun en el caso, como en una novela de misterio, de no conocer parte de lo sucedido hasta alcanzar las páginas finales. Básicamente, la secuencia temporal puede ser alterada mediante saltos o flashbacks, pero la secuencia espacial transcurre en una sola dirección. Una novela multidimensional, en cambio, rompe también las secuencias espaciales, de tal modo que cada instante es esencial en sí mismo porque delimita un microespacio de metamorfosis, una larva en transición hacia otros instantes que pueden ocupar cualquier lugar y cualquier tiempo, no necesariamente el párrafo siguiente. Cada vez que nos fijamos en un detalle, el paisaje narrativo en el que está incluido se enriquece y se expande.
     La disposición de los textos en Larva (notas en la página izquierda, texto principal en la derecha; más notas al final), así como la presencia de numerosas ilustraciones y un álbum fotográfico adjunto (el álbum de Babelle), llaman inmediatamente la atención nada más hojear el libro. Si bien en los últimos años la inclusión de notas como recurso narrativo ha comenzado a ser relativamente habitual (autores como David Foster Wallace, Mark Danielewski o, en España, Eloy Fernández Porta, suelen hacerlo) y el uso de ilustraciones y variantes tipográficas se ha generalizado, a muchos lectores, a pesar de haber crecido acostumbrados a recibir de forma simultánea estímulos visuales, sonoros y textuales a través de medios electrónicos (cine subtitulado, Internet), todavía les resulta sorprendente encontrarse con una novela de curso no lineal.
     Esto sucede particularmente en España, debido a que la mayoría de los novelistas de las últimas décadas han renunciado a utilizar una gran parte de su vocabulario y de los recursos expresivos del lenguaje —así como las numerosas posibilidades, apenas exploradas por los escritores en lengua española, del libro como “dispositivo”— en favor de la comercialidad o de una supuesta “cualidad coloquial” de sus escritos. Tanto se ignora o se desprecia la necesidad de plantearse estas cuestiones, que la preferencia de un autor relativamente joven por este libro en particular continúa provocando un cierto asombro entre sus colegas; como si, en lugar de suponer, tal y como yo lo veo, la oportunidad de un cambio radical de paradigma en la literatura española reciente (y la recuperación modernizada de tradiciones tan autóctonas como la cervantina o la picaresca), Babel de una noche de San Juan representase un concepto quizás antiguo, quizás pasajero, de la novela; un experimento fallido en lugar de uno de los mejores ejemplos de la literatura que viene, no por un capricho de la moda, sino debido a la necesidad de construir relatos acordes al complejo mundo que nos rodea, a las complejas representaciones que construimos para observarlo y a las complejas hipótesis que proponemos para entenderlo.
     En Larva, por ejemplo, cada nota supone una pausa en la lectura del texto principal (¿pero puede ser denominado “texto principal”, cuando la propia disposición de las notas las exime totalmente de su habitual “marginalidad”?) y, a la vez, una mirilla hacia un “exterior lingüístico/literario” de la novela en el que se establecen nuevas e inusitadas asociaciones. Este modo de organizar el texto establece una pauta de lectura muy distinta a la que se consigue utilizando simplemente la puntuación y el espaciado, haciendo que las notas sean tan “explicativas” como “implicativas”. Prepárense para leer de un modo diferente, de un modo en el que las palabras se relacionan entre sí no sólo por su valor semántico o sintáctico, por su sonido o según el ritmo del texto “principal”, sino que, de acuerdo a semejanzas no incluidas en los diccionarios ni en las gramáticas, se inventan etimologías, sufren sus propios lapsus y, como se especifica en el título de un libro posterior del mismo autor, establecen relaciones sexuales entre sí; se gustan o se detestan, se persiguen y, todo el tiempo, se transforman unas en otras… Prepárense para un carnaval de palabras enmascaradas.
     Todo gran escritor inventa un idioma propio a partir de su lengua (cada vez más a partir de sus lenguas, pues la maternidad idiomática en nuestra sociedad felizmente babélica comienza a ser tan dudosa como la maternidad biológica en esta era de biotecnologías reproductivas), pero lo que convierte a una obra en símbolo imborrable de su tiempo —y así, imperecedera— es el modo en que refleja las metamorfosis del idioma en ese instante preciso de su historia, como en su momento lo hiciesen Cervantes, James Joyce, Raymond Roussel o los escritores del grupo Oulipo. Julián Ríos, desde la primera página del libro, se plantea la pregunta: ¿Qué es el español hoy? (Yo soy el que es hoy, se define Milalias.) Interrogante que, si bien ha sido relativamente común entre los novelistas anglosajones e hispanoamericanos, parecen desear eludir continuamente la mayoría de los escritores españoles de la actualidad que, sin duda, prefieren no meterse en Ríos.
     La cuestión permanece abierta, claro, pues tratándose de un proceso siempre en curso, ninguna respuesta podría ser definitiva; pero lo que convierte a Larva en una obra de carácter universal es su capacidad para transmitir el eco de esa pregunta que, reverberando de lengua en lengua, acaba por convertirse en ¿Qué es un idioma? La misma, por cierto, que se hace Joyce en el Finnegan’s Wake. La misma que se hacen Wittgenstein, Heidegger, Freud, Lacan, Derrida, Deleuze, los científicos cognitivos, los teóricos de la informática y hasta los técnicos de marketing. Al plantear esa pregunta de un modo narrativo e indicar algunos posibles modos de responderla, Larva no sólo constituye el inicio de una nueva forma de escribir, un experimento hipertextual de la era predigital y un sólido argumento frente a la conclusión de la novela y la obsolescencia del libro como objeto, sino que anticipa la gran controversia conceptual acerca de la “comunicación” y la “lengua” —entre aquellos que entienden el lenguaje como un sistema de procesamiento de información (codificación y descodificación) y quienes lo entienden como un sistema dinámico en el que cada uno de sus elementos está continuamente interactuando y cambiando con respecto a los otros3— que comienza a manifestarse en nuestros días y durará mucho tiempo, porque muchas de nuestras tecnologías y casi todas nuestras ideas van a depender de ello. ~

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