Mantra, de Rodrigo Fresán

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Rodrigo Fresán, Mantra, Mondadori, Madrid, 2002, 539 pp.

NOVELAGanar leyendo

Es curioso que dos de las mejores novelas sobre México de los últimos años hayan sido escritas por un chileno (Roberto Bolaño, Los detectives salvajes) y ahora por un argentino. Es aún más curioso que ambas sean, si no novelas de iniciación propiamente dichas, sí manifiestos de dos generaciones contiguas, la del sesenta y ocho y la de los noventa. Y aún más asombroso que las dos hagan un corte transversal de la cultura mexicana; la primera a través de la crónica casi fidedigna de sus fiestas, y Mantra sobre todo en la segunda parte de la novela, que está construida como un gran diccionario que nos recuerda al mejor David Guterson. Las diferencias, huelga apuntarlo, son también muchas: la ambición de Bolaño no es similar a la perpetua parodia de Fresán, quien no se amedrenta ante la perspectiva de escribir una especie de novela uroboros, que termina por morderse la cola y por presentarse a sí misma como una propuesta inacabada para la reconstrucción del lector —uno de sus principales méritos pese a la desigualdad de las secciones que forman Mantra. Ambas son igualmente frescas y significan una bocanada de aire puro en la novela urbana sobre la ciudad de México, un género con una ya muy particular genealogía y con una tradición nada despreciable.
     En la primera parte de la novela, Fresán —con una mirada más maliciosa a la infancia, que parece ser su tema predilecto, y con una acidez mayor que en Esperanto— repasa el encuentro del narrador con el mexicano Martín Mantra, hijo de dos actores de telenovela que viajan por América Latina haciendo del género una forma de vida que será el final del propio Mantra, quien quiere hacer una telenovela total —un filme total donde su propia familia, en un reality show, viva y sea filmada hasta la apoteosis y la ruina (su destrucción en la mansión El Cielito Lindo, en el terremoto que hace del df la NTT, la Nueva Tenochtitlan del Temblor, en la que todos están muertos y en la que: "Sonamos para hacer silencio. Cantamos para callar").
     Pero Mantra no es sólo un conjunto de ocurrencias —la novela diccionario lo permite, y el ingenio de Fresán lo posibilita con creces en algunas entradas francamente geniales—, sino un fresco melodramático de indiscutible y perturbador vigor literario. Y voy a lo último, ¿por qué Mantra, particularmente en su primera parte, perturba tanto?
     Creo que el sueño de Martín Mantra, filmar una telenovela en tiempo real, se convierte en una metáfora —no una alegoría como El disparo de Argón de Villoro o El dedo de oro de Sheridan, en las que los símbolos tejen una red de significados precisa— de la condición mexicana, si existe: "Ya no recordaremos nuestro pasado como si fuera una película, porque nuestro pasado será una película de la que seremos primero protagonistas, para poder ser espectadores después", dice Mantra. Toda telenovela cuenta, como las novelas del XIX, una tragedia familiar. Podría haberse llamado, como en Hugo Claus, La pena de México, la historia de esta nuestra tragedia familiar, la de un clan llamado Mantra o México (no es gratuito que el narrador se implique en esa trama familiar y se enamore de la prima francesa María-Marie Mantra, a quien se dirige en la segunda parte de la novela, la construida en forma de diccionario, cuando se halle ya dentro del peculiar Tiempo Mexicano, el Times y sus sueños de paraguas cerrado que cantaba Dylan).
     La última sección es una parodia, no siempre bien lograda pero sí de humor negro, de Pedro Páramo, y es el regreso cíclico al Mictlán con el que inició la novela y el narrador como Juan Preciado, buscando a Martín Mantra hasta encontrarse con un montón de piedras que es un montón de ruinas para disparar la última y única bala de su pistola a una lejana estrella. Acaso sea la sección en la que Fresán abusa más de su propia sintaxis, llegando al extremo de que la parodia sea a ratos una sucesión de chistes (una parodia que, además, necesita forzosamente al modelo aunque no lo justifique, como en la puntada de que la madre del narrador-Juan Preciado sea una computadora y que el otro interlocutor sea P.P. Mac@rio, quien lo lleva a la Comala defeña de la novela hasta la resurrección final en el Día de los Vivos).
     Vital pero desencantada, Mantra nos devuelve un rostro siniestro. El propio narrador (aquejado de un tumor —palabra curiosamente ausente del diccionario donde María-Marie establece su magnífica teoría de las piscinas— Sea Monkey que lo dejará al fin vegetal) lo sabe cuando afirma: "La magia secreta de un libro ajeno —un libro escrito por alguien que no somos nosotros y que, incluso, es un libro que ni siquiera nos pertenece— reside en que enseguida se vuelve nuestro y propio y nos obliga a pensar que uno […] tiene algo que ganar leyendo", especie de credo de la propia novela mexicana (o defeña, por qué no) escrita por un argentino: desde la inmortalidad de la infancia a la inmortalidad del regreso el día de la muerte. ~

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