Las encías de la azafata, de José Israel Carranza y Papeles falsos, de Valeria Luiselli

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Si ponemos entre paréntesis por un momento la ociosidad de agrupar autores en generaciones, es sin duda de notar el auge que el ensayo ha tenido en escritores nacidos después de 1970. Más allá de críticos jóvenes, conocidos dentro del medio, que alternan entre el ensayo y la narrativa (Geney Beltrán Félix, Heriberto Yépez), la literatura mexicana ha producido un interesante espectro de autores que empiezan a encontrar en el ensayo un lenguaje particular de expresión que los aleja de la predominancia que la narrativa y la poesía han disfrutado desde casi siempre en nuestras letras. Encontramos así un rango que va desde la exploración literaria (José Mariano Leyva) hasta el desenfadado culturalismo (Fausto Alzati Fernández), desde el ensayo personalísimo y subjetivo (Paola Velasco) hasta el ensayo cargado por iguales partes de teoría y afectividad (Jezreel Salazar). En cualquier caso, los autores que discuto en estas breves líneas, José Israel Carranza y Valeria Luiselli, pertenecen a una amplia constelación emergente donde el ensayo parece encontrar gradualmente un nuevo rol en la configuración tanto de la digresión literaria como de la libertad de pensamiento.

Las encías de la azafata y Papeles falsos comparten un mismo origen genealógico: las misceláneas ensayísticas de Alfonso Reyes. Aunque el género ciertamente ha tenido practicantes de consideración (vienen a la mente Adolfo Castañón y José de la Colina), en realidad se trata de una tradición dejada de lado. Aunque la definición estricta de la miscelánea implica la coexistencia de varios temas y estilos, en realidad se pueden encontrar tanto en su variante alfonsina como en la presentada por los textos de Carranza y Luiselli ciertos elementos precisos: una vocación por la memoria personal filtrada por un archivo cultural (pienso en el archivo desplegado por Reyes en sus Memorias de cocina y bodega o por el Joseph Brodsky que estructura el paseo de Luiselli por el cementerio); un tono humoroso y desenfadado que, desde los títulos, establece una noción de ludismo y tentatividad (lo hacen claramente el aleatorio sarcasmo de un título como Las encías de la azafata, la ironía autocuestionadora de Papeles falsos, o títulos alfonsinos como Al yunque o El suicida); la construcción de un mundo que es una mezcla de dosis personales y literarias, estableciendo una cartografía de la experiencia cuyo factor escritural es tanto o más importante que sus referentes (como queda claro en los ensayos de Carranza sobre la mujer iracunda o su “amigo Owen”, o como hizo Reyes en sus exploraciones sobre el concepto de sonrisa o sus lecturas de Fray Servando en la provincia castellana).

Una comparación entre los dos libros deja ver algunas diferencias importantes entre dos talentosos practicantes del mismo género. Ciertamente, Carranza (Guadalajara, 1972) es un escritor más hecho y más experimentado (es, oh veleidad de las generaciones, diez años mayor que Luiselli), y se nota en el admirable trabajo prosístico de su libro. Carranza es autor de frases precisas y lúdicas en igual medida: “Siempre conviene ampararse en los ilustres cuando se está a punto de declarar lo que inevitablemente será tomado como una insensatez”; “Esto quiere decir que para la absoluta libertad, en la obra, sólo hay una oportunidad: la que llega cuando es preciso nombrar, titular, aquello que se creó”. Como se ve en ambos ejemplos, el libro de Carranza acusa a un autor cómodo y en pleno dominio de su canon literario personal, dándonos un texto en la raigambre de los libros de la primera madurez alfonsina (pienso en los textos de los años treinta), sólidos, casi clásicos, donde todo está en su lugar y bien contenido.

Pese al título desenfadado y el afán de juego, Carranza es un ensayista profundamente clásico, y en él la desenvoltura y naturalidad son máscaras de la precisión y el control estilístico.

En cambio, Luiselli (ciudad de México, 1983) ofrece un libro gozosamente inmaduro, con una voz joven deslumbrada por su propia cultura y con un afán amplio de demostrarla al mundo. “Después de buscar la tumba de Brodsky durante varias horas y no haber encontrado siquiera la de Stravinsky, estuve a punto de tirar la toalla.” En esta frase, donde Brodsky viene al caso y Stravinsky sobra, se nota, sin embargo, la virtud principal del libro de Luiselli: su talento es tal que estos detalles, en vez de sonar irritantes, son parte de lo que hace al libro entrañable. Como los jóvenes ateneístas, Luiselli es una joven escritora cuyos entusiasmos radican en la posesión de una cultura letrada capaz de articular el sinsentido de la modernidad: desde las bicicletas y los mapas hasta las zonas de obras. Si Reyes habita el género de los textos de Luiselli, Walter Benjamin claramente puebla su espíritu: una cultura literaria cuidadosamente adquirida y demostrada desde lo pertinente hasta lo desesperado como único lenguaje capaz de dar sentido a una vida que desborda a su voz narrativa.

Pese a las diferencias de edad y tono, no deja de llamar la atención que, en el fondo, ambos libros son profunda y radicalmente nostálgicos. Si a nivel mundial el ensayo es cada vez más, en todos sus registros, un estudio del malestar producido por la interminable proliferación de culturas, subculturas y contraculturas (vienen a la mente Slavoj Žižek en la filosofía, Eloy Fernández Porta en el ensayo hispano, Chuck Klosterman en la cultura popular de Estados Unidos o el brillante Inmanencia viral de Fausto Alzati Fernández en México), tanto Carranza como Luiselli apelan al ensayo como la última posibilidad de preservar una cultura en que la literatura ocupa un lugar innegable de privilegio epistémico y afectivo. Por ejemplo, Luiselli se embarca, a contracorriente del caos de la ciudad de México, en una reflexión sobre los mapas y rastrea las primeras cartografías de la región para sentenciar: “La ciudad de entonces se parecía a algo.” Por su parte, Carranza, en un ensayo titulado “Ojalá”, recrea a la compañera de la escuela que se entusiasmaba por el día de San Valentín como icono de un mundo afectivo perdido y lamentado pese al despectivo tono de la voz ensayística. El ensayo concluye: “Ojalá alguien me ayude a recordar cómo se llamaba.”

El punto aquí es que estos dos libros muestran de manera ejemplar las dos paradojas del “ensayo joven”, del escritor in medias res existencial que, sin embargo, articula la voz de la experiencia: un género que requiere madurez vital practicado por autores necesariamente inmaduros y en formación y, quizá más importante, un género de libertad y juego que, sin embargo, refugia a los autores jóvenes de la tormenta cultural que se avecina. No sé si dicha nostalgia sea una instancia de resistencia necesaria ante el caos de la contemporaneidad o un anacronismo irremediablemente sentenciado a la desaparición. Lo que sí sé es que tanto Las encías de la azafata como Papeles falsos son dos de los mejores libros de la literatura mexicana reciente y que, en medio de sus respectivas nostalgias, han vuelto a encontrar una belleza y un sentido de la literatura que, en lo personal, alfonsino empedernido como soy, creía perdido. ~

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Es profesor asociado de literatura mexicana y estudios latinoamericanos en Washington University in Saint Louis. Su libro más reciente es Screening Neoliberalism. TransformingMexicanCinema (1988-2010)


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