La mano del tahúr

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Juan Villoro, La casa pierde, Alfaguara, México, 1999.

  Quien tenga la dudosa afición por enterarse de cuanto se dice de sus escritores preferidos, habrá escuchado ya la misma vieja canción respecto a Juan Villoro: que ha llegado a la deseada madurez después de algunos escarceos juveniles demasiado prolongados; que su obra muestra, por fin, síntomas incuestionables de haber dejado atrás la estación adolescente de la literatura mexicana. La categorización perentoria, estrecha, está peleada a muerte con la condición cambiante de la literatura que realmente vale la pena. Menos sujeta a molestas revisiones en las aduanas de la academia, lejos de los retenes donde se exige cartilla de identidad y más atractivamente apta para la aventura, es la tribu literaria que Enrique Vila-Matas ha proclamado como la verdadera casa de Juan Villoro: una caravana internacional de narradores sin pasaporte, artistas de alma nómada y enemigos de los viajes obligados.
     Lo dice Gombrowicz en algún lado: “Cuando escribo no soy chino ni polaco”. No veo por qué el lector esté obligado, él también, a ser tailandés o mayor de 28 años al abandonarse a los agrados de lo narrativo. Además de los asombros que provoca la buena prosa, yo he encontrado en los libros de Juan Villoro un valeroso recuento de fracturas íntimas, felicidades y descalabros igualmente formidables. Más que un expediente literario, algunos lectores hemos descubierto en los cuentos y novelas que publica Villoro una extensión personalísima de los afanes y las emociones propias, un cúmulo de imágenes y atmósferas perdurables en el indeleble testimonio de los personajes que pueblan su obra narrativa y cuyos destinos se cumplen siempre y solamente en forma accidentada, esos seres que recuerdan a Scott Fitzgerald gritando aterrado ante una ciudad que se deslizaba cada vez más lejana y difusa, cada día menos prometedora: “he perdido mi espléndido espejismo”.
     Precisamente ahí, en la destrucción de un pasado que obliga, es donde Nacho Barrientos encuentra su propia ruina. En “Campeón ligero”, relato con el que Juan Villoro abre La casa pierde, el boxeador que liquidaba a sus contrincantes a fuerza de masacrar a un viejo fantasma es noqueado por su propia sombra: el amigo de la infancia que luego, hecho periodista, se convirtió hasta el final en su cronista más fiel. Como en otras historias de Villoro —pienso sobre todo en “Espejo retrovisor” y “Pegaso de neón”, ambas de su libro Albercas—, el fracaso como experiencia límite otorga siempre una nueva, última esperanza. El ejecutor del campeón, un tránsfuga de la droga y las mesas de redacción de un tabloide deportivo, decide sacarse del cuerpo algunos golpes demasiado duraderos y empieza su relato junto a una ventana en la que los pájaros se estrellan irremediablemente como salvaje metáfora de un destino intransferible, pero en el que la salvación también está a la mano.
     “El extremo fantasma” es otro cuento de tema deportivo en La casa pierde. Esta vez la figura de un entrenador le sirve a Villoro para consagrar a la derrota como una forma personal del triunfo. Después de recorrer una temporada exitosa con su equipo de futbol en el fin del mundo, el técnico Irigoyen vuelve a enfrentarse, fuera del área chica, con esa barrera infranqueable que llegan a ser las demasiadas lesiones y los marcadores desfavorables.
     Una tensión gemela anima “Corrección”, un relato sobre las costumbres, usos y taras de la fauna literaria, pero también una visión a contraluz de las fibras más recónditas y los engranajes más finos que mueven a un individuo hacia su particular forma de decadencia. Quien busque en este cuento material para documentar sus fobias en contra de los escritores u otros materiales que sirvan para armar una exacta comparación del gremio con ciertas mafias y cuerpos policiacos, se llevará una sorpresa: el gran tema de este cuento es la compasión, lo mismo hacia las desavenencias personales que ante el infortunio de los otros; eso, más la prosa precisa de Villoro (“la mano de Laura duraba muy poco en la suya, sus miradas apenas se cruzaban, ella empezaba a sobrarle y él a seguir una estrella que arruinaría su vida”).
     Queda al lector hacer el recorrido completo por las diez entradas de La casa pierde. Refiero por último el que me parece uno de los cuentos más logrados e inquietantes del volumen: “La estatua descubierta”. El relato es una defensa de la verdad a medias como método de supervivencia, un alegato contra quienes creen que en una relación, del tipo que sea, hay que decirlo todo y no quedarse con nada en la chistera. Esa es, precisamente, la apuesta narrativa que estos relatos ponen en juego; esta es también, qué duda cabe, la mejor mano del tahúr. –

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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