La Casa Gris, de Josefina Aldecoa

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“Cincuenta y dos años después, me resulta difícil creer que un viaje a Londres pudiese significar tanto para mí y para los que me rodeaban. Hoy no podría imaginar un viaje que sorprendiese más”, escribe Josefina Aldecoa en su libro de memorias En la distancia (2004), donde la escritora recoge el episodio de su vida que dará pie a esta novela, La Casa Gris, y que no es otro que el largo verano de 1950 vivido en Crosby Hall, una famosa residencia de mujeres universitarias postgraduadas y profesionales de distintas especialidades, fundada en 1927 y situada en el aristocrático y muy literario barrio de Chelsea. En aquella histórica mansión, Josefina Aldecoa trabajó de mayo a octubre, sustituyendo al personal de la residencia en tareas no cualificadas, como ayudar en los turnos de comedor, de cocina o de habitaciones, durante las vacaciones veraniegas de las empleadas fijas. Para la joven española, aquél fue un viaje a la libertad y a la cultura, y un viaje a una ciudad soñada desde la adolescencia, tras haber leído La ciudad de la niebla, de Pío Baroja.
     La Casa Gris fue escrita en aquel tiempo, pero permaneció inédita hasta hoy. Es una novela que se ajusta bastante a las premisas del neorrealismo que por entonces suscribía una buena parte de los novelistas españoles de la generación del Medio Siglo, a la que pertenece Josefina Aldecoa (y cuyos nombres están en la mente de todos). Es decir, hay una presentación muy directa de la realidad y las vidas recortadas debido al predominio del showing frente al telling, lo que se traduce en una abundancia de escenas dialogadas y en la reducción de la figura del narrador, cuya función está delimitada de forma muy precisa. En toda la novela —organizada a base de secuencias no muy extensas— se emplea la tercera persona salvo en aquellos tramos centrados en Teresa —la joven española que reinterpreta la experiencia autobiográfica de la autora—, donde se emplea la primera persona. Ahora bien, al margen de las voces narrativas empleadas, el punto de vista del narrador se acopla muy a menudo a la visión de los personajes y tales desplazamientos, además de a la inmediatez de los primeros planos, proporcionan a estas páginas la profundidad y la nitidez que cautivan al lector, junto con la riqueza de contrastes y matices.
     La Casa Gris se lee maravillosamente. Es novela de una fluidez y de una naturalidad exquisitas, y en nada se nota la distancia del tiempo que va desde el presente en que transcurre la historia y el momento en que fue escrita a esta hora del lector, que ve desplegarse ante sus ojos un variado y curioso retablo de figuras y de vidas. Por un lado está el personal de la Casa Gris, que ya de por sí ofrece interesantes contrastes, pues poco o nada tiene que ver la severa y elevada Directora, la rígida y disciplinada Gobernanta, la Secretaria tan clasista o la Doctora Rupa, con el portero de noche Polish —uno de los escasos personajes masculinos que está y actúa en estas páginas— o con el resto de las trabajadoras, también perfectamente singularizadas y contrastadas entre sí, por la edad, la personal circiunstancia o la propia vida. Justamente, el interés del lector aumenta cuando percibe cómo poco a poco, tras la estampa o visión cotidiana y simple del día a día, va aflorando el fondo privado e íntimo de estas criaturas, su situación familiar, sus emociones y afectos, sus graves conflictos o sus pequeños problemas… Y en todas ellas, siempre queda reflejada la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, que una de estas mujeres vivió en los frentes de batalla pero que la mayoría pasó en la ciudad bombardeada, que en aquel año de 1950 aún no había sido enteramente reconstruída: “Me sobrecoge una calle muerta, destrozada en la guerra. A ambos lados de la calzada, las aceras levantadas, las casas desaparecidas, los jardines convertidos en selva. Es imposible, parece imposible que la guerra tan cercana haya sido cubierta por este florecer del césped, el musgo, las flores. Parece una calle muerta hace siglos, callada. Ni una casa está siendo reconstruída. Ni un jardín explorado. Hay camas partidas en dos, despedidas en el estallido repentino de las paredes, disparadas, apoyadas ahora en el árbol, podado violentamente por los cascotes, que ya tiene nuevas ramas…”.
     Es otra de las líneas que cautivan al lector de La Casa Gris, la exploración de la ciudad que lleva a cabo la joven Teresa en sus salidas y vagabundeos. Pero este elemento tiene su medida justa (no hay aquí la fácil tentación del extravío turístico en que incurren otros escritores) y está dotado de sentido: por un lado sirve para ampliar y contrastar el mundo cerrado de la Casa y a la vez sirve para trazar esta experiencia de aprendizaje y formación que en Londres vive Teresa, factor al que igualmente contribuye el círculo familiar de Mrs. Loridge, donde la joven pasa algunos sábados.
     Entre las mujeres residentes, lógicamente, la pluralidad y versatilidad son aún mayores. Poco o nada tienen que ver entre sí una antropóloga uruguaya, Delia Soto, la decoradora Helen Hutkins, la joven profesora canadiense Marjorie Dewey, la enigmática (y falsa) periodista suiza Isoline Katz o la estadounidense Joan Brackley, una mujer sola, alcohólica y a la deriva. Todas ellas tienen además su historia personal, cuya evolución y despliegue anima y dinamiza unas páginas que muestran y cuentan unas vidas que Josefina Aldecoa rescata ahora y salva para el lector de hoy. –

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