El asombroso viaje de Pomponio Flato, de Eduardo Mendoza

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Estaba claro desde que corrió la noticia y provocó (me consta, me incluyo) regocijo histérico y curiosidad eufórica entre sus seguidores que –del mismo modo en que La verdad sobre el caso Savolta no es “otro thriller histórico”, La isla inaudita no es “otra de Venecia”, Sin noticias de Gurb no es “otra de extraterrestres”, Mauricio o las elecciones primarias no es “otra de política”, la trilogía iniciada con El misterio de la cripta embrujada no son “otros policiales con detective loco” y La ciudad de los prodigios no es “otra de una Barcelona cambiante y convulsionada por obras magnas como telón de fondo donde proyectar el ascenso de un hombre titánico pero torturado”– El asombroso viaje de Pomponio Flato no iba a ser, simplemente, “otra de romanos”.

El asombroso viaje de Pomponio Flato –porque también estaría firmada por Eduardo Mendoza, alguien que nunca se ha conformado con ser apenas “otro escritor español”– sería, tenía que ser, una de romanos.

Y digo una porque, seguro, El asombroso viaje de Pomponio Flato comenzaría aprovechándose, como las más arriba citadas, de las ventajas de un determinado género para acabar siendo –en el mejor sentido del adjetivo– una novela degenerada y única.

En resumen: una –otra– de Mendoza.

Así El asombroso viaje de Pomponio Flato es “una de romanos” como no hubo, no hay y –a menos que Mendoza insista, en alguna futura entrega, en las peripecias de este patricio con brutales problemas de incontinencia y meteorismo y aerofagia ya desde su nombre– no habrá otra.

Bienvenidos entonces a las desventuras y aventuras de un filosófico “ciudadano romano, del orden ecuestre” quien no pasa por una buena época de su vida y, en busca de unas aguas milagrosas que lo recompongan y le proporcionen la sabiduría absoluta, llega a la Nazaret del siglo I. Y ahí, en la página 28, luego de unos cuantos tropiezos, Pomponio Flato es partícipe y Eduardo Mendoza nos hace participar de un prodigio de ésos a los que sólo se atreve en este mundo alguien como este escritor de Barcelona: humillado por unas cabras, revolcándose por el suelo, famélico y sin una moneda encima, Pomponio Flato es contratado por un niño para que esclarezca el crimen por el que su padre, injustamente, está a punto de ser crucificado. El nombre del niño en cuestión –conviene aclararlo– no es otro que el de Jesús. Y este niño llamado Jesús es, sí, ese niño Jesús.

“Levántate, Pomponio”, ordena el niño. Y Pomponio se levanta y anda y lo que sigue tiene un poco de Astérix (la breve épica de ese inmenso pero reducido legionario llamado Quadrato), un tanto de Monty Python (las sucesivas cruces que el carpintero José construye para su propia crucifixión), una pizca de la maliciosa curiosidad por siempre extranjera y primorosamente xenófoba de Hergé (en ocasiones Jesús funciona como una especie de Tintín y Pomponio Flato como su Haddock, o viceversa)… pero, sobre todo y por suerte, tiene muchísimo de Mendoza y de su pasmosa elegancia para el humor. Mendoza es aquí especialmente fino para introducir guiños al Satiricón, a los evangelios apócrifos, a los manuscritos de Qumrán, a Ben-Hur, a las fábulas de Esopo, al Nuevo Testamento (es realmente admirable el modo en que el autor se divierte manipulando las figuras en un alucinado belén de una inesperadamente politizada pero santa María, de un resignado José, de una Magdalena en potencia, de un Lázaro ya tocado por los prodigios, de un Barrabás que todavía es un tal Teo Balas y de un infantil Jesús quien ya parece intuir lo que se le viene encima) sin por ello nunca perder de vista que lo que está haciendo y ofreciendo aquí es una novela de intriga que produce y da intriga y en cuyo centro se alza el eterno delito de la especulación inmobiliaria.

No he leído (lo aclaro por las dudas) esos policiales antiguos y romanos firmados por Lindsey Davis, sí he disfrutado de los de Robert Harris (más de Imperium que de Pompeya); y quizá sea pertinente apuntar aquí que el efecto que busca y encuentra Mendoza es diferente y no es consecuencia de una saturación documental de la época y del paisaje –aunque todo está en su sitio y en su momento– sino por el modo en que se pensaba entonces. El asombroso viaje de Pomponio Flato está más cerca, me parece, de El reino de los réprobos de Anthony Burgess o del Creación de Gore Vidal. Y lo que le interesa ser y hacer pasa más por la novela de ideas –de muy buenas ideas– que por la novela histórica. Un muy serio divertimento que apenas esconde un tractat sobre el modo en que la materia tangible y permanente de los mitos resulta ser el nutriente principal del cambiante e incorpóreo intelecto terreno de los hombres y una juguetona explicación del modo en que los más lógicos razonamientos de los mortales no podrían haber florecido sin el auxilio de la celestial irracionalidad de los inmortales. De ahí que sean impagables las conversaciones entre Jesús y Pomponio Flato quien, mientras corren por las calles de Nazaret, sin aliento y empujado por el niño, le advierte: “Cuando seas mayor, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro”.

Dicho y precisado lo anterior, diré que comencé a leer El asombroso viaje de Pomponio Flato luego de almorzar y que para la hora de la cena ya estaba lamentando el haberlo terminado tan pronto sin que mi tristeza me impidiera disfrutar del recuerdo fresquísimo de una larga tarde de felicidad y carcajadas y sonrisas admiradas. Porque El asombroso viaje de Pomponio Flato es también, claro, un libro muy divertido pero, por encima de todo, gracioso. Es decir: es un libro tocado por la gracia de los dioses y, también, por la gracia de un Mendoza en estado de gracia.

En menos de doscientas páginas El asombroso viaje de Pomponio Flato se las arregla para ser muchas cosas: un policial que homenajea a la vez que se ríe de muchas de las coordenadas clásicas del asunto (el detective arrastrado a un enigma por fuerzas que lo superan, el mayordomo sospechoso, la mujer fatal pero sensible, y el crimen en habitación cerrada o “in biblioteca cum porta conclusa”, la explicación final del investigador frente a los involucrados en el caso), un didáctico “libro de viajes” y –desde su inicio y, finalmente, acaso lo más importante– una virtual y literaria crítica de la sinrazón pura o, si se prefiere, del pensamiento religioso en una época lejana en el tiempo pero curiosamente parecida en sus postulados a la nuestra, donde la fe ya no mueve montañas sino que prefiere hacerlas volar por los aires y se lucha en la tierra invocando a la voluntad de las alturas.

Bien resuelto el enigma, Mendoza nos depara una última sorpresa que –teniendo en cuenta su talento– no debería sorprendernos, pero aún así…: una despedida emocionante que incluye a un milagro, la presencia de un antiguo dios “fuera de su territorio” y reducido en sus poderes que ya se dispone a dar el relevo, y a un brevísimo pero profundo diálogo acerca de los mitos y la realidad entre el magistral aprendiz y el maestro súbitamente deslumbrado. Y ahí, despidiéndose y dándole la bienvenida al olvido de la Historia, a un repuesto de sus dolencias y más sabio Pomponio Flato –pero con su compulsión viajera y su curiosidad acuática intactas– quien, cuando se le pregunta si todavía cree que hay algo nuevo bajo el sol, responde sin dudar:

“Sí. Yo”.

Y leído y disfrutado su asombroso viaje en esta asombrosa novela de Eduardo Mendoza, está claro que Pomponio Flato no miente.

Y que tiene razón. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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