El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona y La última partida, de Gerardo Piña

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De la primera oración o el primer párrafo suele depender que un lector siga las huellas de la escritura. Una anécdota, una remembranza, la descripción de un lugar, un hecho sobrenatural, un crimen o un cadáver, todo puede servir para comenzar una historia; a partir de aquí puede despegar o despeñarse. “Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector”, escribió Amos Oz. En este sentido, El animal sobre la piedra, la primera novela de Daniela Tarazona (ciudad de México, 1975), ofrece desde su primer párrafo las claves esenciales para su lectura: “Mi casa fue el territorio de un suceso extraordinario. Después de la muerte de mi madre un gato de color gris entró a mi cuarto y orinó bajo mi cama.” Con estas simples palabras Tarazona nos introduce de golpe en una atmósfera extraordinaria –con uno de los animales de mayor simbolismo en la tradición literaria fantástica, el gato, el cual parece reconocer la verdadera condición de la protagonista– y en una narrativa que oscilará sutilmente entre la realidad y la fantasía, los sueños y el delirio.

La protagonista y narradora de esta ficción, Irma, es una joven mujer que luego de la muerte de su madre decide buscar alivio en un lugar alejado, en la playa, para guarecerse del dolor y la angustia. Apenas llega al lugar, comienza a sentir una agradable vitalidad y, al mismo tiempo, a padecer una extraña transformación en su cuerpo, de la que serán testigos un hombre y su rara mascota, un oso hormiguero. Una tarde, al despertar de una siesta, descubre sorprendida el contorno de su cuerpo a un lado de la cama, un “pellejo fino” que tal vez represente su pasado, del cual se desprende cuidadosamente.

Con esta muda de piel empieza una larga metamorfosis (en los párpados, pupilas, orejas, extremidades, vísceras y hasta en las facultades mentales) de la narradora, que evoca inevitablemente la creada por Kafka y el simbolismo animal que nutre gran parte de la literatura fantástica. Sin embargo, mientras que el relato de Kafka comienza cuando el protagonista, Gregorio Samsa, está ya convertido en un bicho monstruoso y doliente, El animal sobre la piedra es el testimonio minucioso de una mutación en reptil, narrado en forma de diario, en primera persona, y con una escritura fragmentada que no oculta la influencia de Clarice Lispector y trastoca los tiempos. En la ficción de Tarazona la metamorfosis puede leerse como el reverso de la de Kafka: no una pesadilla sino un escape de la “fragilidad emocional” de los humanos. Asumir una piel más dura, animal, es acomodarse un caparazón que nos resguarda; una metáfora de la supervivencia ante una realidad, tanto interior como exterior, que nos embiste.

La historia de El animal sobre la piedra, narrada con una prosa obsesivamente cuidada, a veces poética, no concede al lector ninguna certeza para saber si los hechos (si es que lo son) transcurren en un plano real, onírico o delirante; por el contrario, lo abandona en su perplejidad y lo deja vagando entre símbolos como la muerte, la maternidad, el útero y, por supuesto, lo humano-animal.

“Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo”, anotó Clarice Lispector. La novela que nos entrega Daniela Tarazona quiere ser precisamente eso, lo es a su modo. No una gran obra: una buena novela.

 

 

Otro caso es el del narrador Gerardo Piña (ciudad de México, 1975) y su primera novela, La última partida.

Aunque los propósitos de esta novela son ambiciosos, su argumento puede resumirse así: un hombre encuentra en su casa unas extrañas cartas amarillas, fechadas treinta años atrás y firmadas por un antiguo amigo, Joseph Banner, desde la ciudad de Rhada. Pese a que el hombre ignora si este último aún reside en dicho lugar, incluso si está vivo, la repentina y turbadora intromisión del pasado lo impulsa a viajar en busca de esa misteriosa ciudad.

Apenas entra en la inhóspita ciudad, el protagonista y narrador en primera persona sufre un ataque violento por parte de una fantasmagórica mujer, de olor fétido. Durante la agresión la mujer clava un cuchillo en el pecho del hombre. Dibuja un círculo y perfora. De ahí extrae, además de la carne que estorba, a un hombre en miniatura idéntico al protagonista (su doble). Una vez fuera, el hombrecillo comienza a soñar con un mundo medieval y maravilloso (reinos, caballeros, castillos, dragones, tesoros) que en México ya ha sido narrado, ejemplarmente, en Luces y sombras y La ruta del Aqueronte, por otro escritor nacido en los setenta, Eduardo Rojas Rebolledo. Terminado el sueño, la mujer reintegra la miniatura al pecho del hombre.

Cada una de las páginas de La última partida nos revela a un buen estilista, un prosista preciso y muy hábil para la descripción. Hay momentos de poderosa imaginación fantástica, también uno que otro destello de poesía. Se agradece la elocuencia de la oración breve, bien escrita –cosa que comparte con la misma Tarazona o, para mencionar a otro escritor nacido en los setenta, David Miklos. Es un admirable trabajo de redacción, finalmente. Sin embargo, se cuenta una historia en la que no pasa nada que merezca verdaderamente la atención, por lo menos durante las primeras setenta páginas. Es un viaje que da pocas emociones al lector, una novela de aventuras sin acción. Eso sí: hay muchas reflexiones (escritas con oficio, pero a veces con el tono pedante de la cátedra) que obstruyen el desarrollo de la trama. El protagonista, pudiendo haberse consolidado como personaje ante la adversidad que nos promete la novela, resulta al final anodino, con más aire que tripas. Y él mismo nos ofrece su perfil con exactitud: “Simplemente soy alguien que después de muchos años decidió hacer un viaje para conocer una ciudad lejana.”

La publicidad, en forma de entrevistas o reseñas, ha dicho que La última partida es una novela sobre la violencia. Alguna que otra escena –como, por ejemplo, la de un grupo defensor de los animales que veja y tortura a la población de la ciudad– muestra que el libro pudo haberlo sido así, pero no lo fue. Cuando narra esto Piña logra una descripción cruda y sensible, sólo que se apaga rápido, como si temiera ensuciarse las manos.

Al final nos quedamos con una precisa redacción literaria, pero una novela fallida, de grandes pretensiones y magros resultados. La última partida, para decirlo con las palabras de uno de sus personajes, “me parece de una complejidad forzada”. ~

 

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