Diderot. Una biografía intelectual de Raymond Trousson

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Denis Diderot (Langre, 1713-París, 1784) es el autor de varias obras filosóficas y literarias de gran agudeza e innovación, pero también el alma (y la infatigable pluma) de la Enciclopedia, ese ADN de la Ilustración. No fue el gran literato de su tiempo, aunque El sobrino de Rameau es una obra de valor y son memorables muchas de sus cartas, como las enviadas a su amante Sophie Volland (Acantilado, 2010). Tampoco hay que olvidar que fue el primer gran crítico de arte. Cuando se habla de la modernidad de los ilustrados franceses no hay que olvidar a ciertos filósofos ingleses de finales del xvii y del xviii, como John Locke y David Hume, a los cuales el gran Diderot debe muchas ideas, expuestas, por ejemplo, en su famoso Coloquio entre D’Alembert y Diderot, pero también hay que decir que partiendo de ellas en muchas ocasiones se aparta para pensar por su cuenta y riesgo. Hay vínculos, que no equivalen a igualdad, entre el empirismo inglés y el materialismo francés. Raymond Trousson ha desarrollado una imagen muy completa del gran escritor francés. Trousson no ha escrito una gran biografía, tampoco ha sabido o pretendido pesar las aportaciones intelectuales y literarias del autor de Jacques el fatalista; quizás le falta un toque de ensayista y de novelista, necesarios, creo, para ser un buen biógrafo, pero es, sin embargo, un libro que se lee con provecho y resulta una buena introducción a su vida y obra.

Diderot estudió con los jesuitas y se ganó la vida de joven traduciendo y escribiendo panfletos. Por su poco piadosa Carta a los ciegos (1749) fue encarcelado en Vincennes, adonde fue a conocerlo un desconocido Jean-Jacques Rousseau, iniciando una amistad que llegó a convertirse (nada raro tratándose del autor de Las confesiones) en una enemistad no exenta de precauciones. Diderot fue un hombre apasionado y quizás podamos decir que tuvo dos pasiones, la Enciclopedia y la culta señora Volland, que al parecer nunca perdió la cabeza. Fue director y el principal redactor de la célebre Enciclopedia, que le llevó veinte años de su vida, desde 1751 a 1771. Compuso para dicha empresa cultural numerosos artículos de filosofía, estética, historia y artes aplicadas, no en vano era hijo de la pequeña burguesía artesana. La emperatriz de Rusia, Catarina II, admiradora de nuestro filósofo –aunque no estaba dispuesta a seguirlo en sus ideas políticas ni en su ateísmo– se convirtió en su protectora, y en 1773 Diderot hizo un controvertido viaje a San Petersburgo; allí pasó muchas tardes ilustrando a la emperatriz y la dama confesó que el filósofo, tan impulsivo y poco protocolario, le estaba dejando los muslos llenos de moretones.

En su obra personal, a veces inacabada y editada la mayor parte tras su muerte, hay una presencia viva del mundo de los salones de su tiempo, pero también de la política y de las letras más altas: Madame d’Épinay, el Barón D’Holbach, Rousseau, Helvétius, Voltaire… Con el autor de Cándido tuvo una relación alimentada por la admiración mutua, más intensa por parte de Diderot. Voltaire llegó a colaborar en el proyecto enciclopédico con unos cincuenta artículos, casi todos sobre literatura. Sin llegar a una verdadera amistad, se escribieron y se brindaron apoyo. Voltaire era rico, y andaba casi siempre en la frontera con Suiza, Diderot trabajaba denodadamente para un librero. Voltaire era refinado y algo complicado en su gustos; Diderot, sencillo y directo. Ambos abarcan la cultura de su tiempo y ambos son sensibles a una nueva actitud, la del intelectual, es decir: el pensador que se hace cargo de los problemas sociales y morales de su época. La actitud de Voltaire ante el caso Calas acentuó la admiración de Diderot. A diferencia de Rousseau, huraño y de temperamento paranoico, Voltaire y Diderot son sociales y profesan una gran curiosidad por el otro. El alguna ocasión (y fueron muchas) en la que Diderot se sintió en peligro a causa de sus ideas, Voltaire le ofreció refugio en Ferney, pero lo rehusó quedándose en París y siguiendo con su provocativa labor.

Este hombre genialoide penetró en la ciencia (la meditación sobre la Naturaleza era una verdadera afición en los pensadores de su tiempo) de manera realmente moderna, especialmente en todo lo que se refiere a una idea que se extendería a comienzos del siglo xix (Lamarck, principalmente) y que desembocaría en un genio completo, Darwin; me refiero al transformismo, a la idea de que las especies no son estables: “Todos los seres circulan los unos en los otros –escribió–, por consiguiente todas las especies están en perpetuo flujo. […] No hay nada de preciso en la naturaleza. […] No hay más que un solo gran individuo, que es el todo.” “Diríase que la naturaleza se ha complacido en variar el mismo mecanismo de una infinidad de maneras distintas.” En el Coloquio entre D’Alembert y Diderot, el filósofo francés habla de un paso de la materia inerte a la viva, naturalmente de manera confusa, pero esa es precisamente una transición que algunos biólogos moleculares actuales han señalado en su reflexión sobre el origen de la vida. Diderot habla de la plural organización de la materia cuya diferencia en las especies es solo de grado. Notable.

Diderot fue lo contrario de un racionalista frío: intelectual materialista, profesó sobre todo un saber apasionado y sensible. No por casualidad fue un gran defensor de la genialidad de Shakespeare en un tiempo, el del clasicismo, que, salvo excepciones, no supo leerlo. Devoto padre de familia, pero marido infiel, Diderot fue un gran defensor de la sexualidad desconectada de toda moral religiosa y vinculada alegremente al placer.

Ahí están, entre otros textos, algunos pasajes de La religiosa, verdadero alegato contra el ascetismo. De los cuatro hijos que tuvo, solo la conocida como Madame de Vandeul superó la infancia, y de hecho murió septuagenaria, legándonos numerosos testimonios y documentos sobre su padre. El cuanto al amor por Louise Henriette Volland, duró toda su vida, según confiesa la hija de Diderot, pero es algo que podemos comprobar en su correspondencia, aunque matizando algo.

Se conocieron en 1755, y ella tenía tres años menos que el filósofo. Han quedado las cartas de Diderot, celosamente guardas por su destinataria, pero no las de Volland, de las que solo se conoce su letra en su testamento, en el que le lega a Diderot una edición de Los ensayos de Montaigne y una sortija: el diálogo y la unión, la búsqueda y el acuerdo. Culta y tal vez hermosa, usaba lentes. Diderot la visitaba en su casa, en el Palais-Royal. “Mi Sophie es hombre y mujer cuando le place”, dijo de ella su amante un poco a lo Ortega y Gasset, que pensó que el pensamiento era masculino. Al final de sus vidas, la pasión se tornó amistad. Murieron a pocos meses de distancia. Los retratos físicos eran habituales en la literatura antes de la fotografía. Cervantes nos legó, a la pasada, su autorretrato en un prólogo, y no hay ninguna pintura o dibujo de él. Sí hay diversos retratos de Diderot, que no le satisficieron (salvo el que le hizo Garand), y así nos habló de cómo era su aspecto y su carácter: “Yo tenía en un mismo día cien caras distintas, dependiendo de lo que me afectara. Estaba sereno, triste, pensativo, tierno, agresivo, apasionado, entusiasta. […] Tenía una gran frente, unos ojos muy vivos, rasgos bastante grandes, la cabeza que se hubiera dicho la de un orador antiguo, una expresión bondadosa rayana en la necedad, en la rusticidad de los tiempos antiguos.” Alguien a quien nos hubiera gustado conocer. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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