De la vanguardia errante

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Rafael Rojas

La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio

México, FCE, 2013, 228 pp.

Digamos, sin demasiado preámbulo, que en la última década Rafael Rojas se ha convertido en el más reconocido de los ensayistas cubanos, tanto de la isla como del exilio, y que su industrioso ritmo de producción (casi un libro por año) ha ido configurando un imprescindible proyecto de historia intelectual, centrada en el papel de la intelligentsia republicana y revolucionaria, sus diálogos y traiciones, su péndulo entre el mito y la historia.

A su formación de filósofo e historiador, Rojas agrega en sus últimos libros los empeños del crítico literario, dedicado a corregir carencias y desplantes de la versión oficial –es decir, castrista– de la historia literaria cubana. Entre sus contemporáneos, Rafael es reconocido, respetado y, por supuesto, criticado. Pero incluso esas críticas parten de una evidencia incontestable: estamos ante un ensayista con el mérito de abrir nuevos territorios y plantear preguntas originales, más allá de la lista de filias y fobias.

Este último libro suyo está dedicado a una aparente paradoja: a simple vista hay algo que no encaja en la idea de una vanguardia cubana exiliada. Como bien explica Rojas, la Revolución de 1959 capitalizó simbólicamente el proyecto vanguardista y sus impulsos renovadores en una estética inicial (la del célebre suplemento Lunes, como ejemplo) que ha opacado las aventuras posteriores de varios escritores exiliados. Nivaria Tejera, Calvert Casey, Severo Sarduy, Lorenzo García Vega son algunos de esos escritores cuya condición de disidentes o desencantados de la Revolución les impidió posicionarse con naturalidad en la ola intelectual de las izquierdas de aquella época; al mismo tiempo, su interés en la vanguardia los obligó a relaciones complejas con la tradición insular, que otra parte del exilio literario cubano prefirió idealizar desde una perspectiva nostálgica.

Grosso modo, este es el panorama literario dibujado por Rojas, que tiene su mejor demostración en el primer “caso” analizado en el libro: la escritora Nivaria Tejera, cuyo exilio parisino muestra la agonía de quien trata de ser consecuente con una estética rupturista “políticamente capitalizada por el Estado socialista”. Está muy bien retratado en estas páginas el drama de Nivaria, reconocida por la crítica francesa pero evitada por Cortázar, y muy bien exploradas las pistas de este peculiar trayecto literario desde su primera colaboración en la revista Orígenes hasta sus memorias, publicadas en Miami en 2002. La metáfora de la espiral –y el gesto de huir de la espiral, que da título a uno de los libros más importantes de Tejera– es interpretada con particular agudeza, no solo como la suma de posibles alegorías del exilio, sino como proceso de reconstrucción vital y estética característico de las vanguardias, que buscó también escapar a cualquier instrumentación política.

Ya luego, en las páginas y casos que siguen, esta noción de vanguardia se desdibuja un poco. Corresponde, en efecto, a las escrituras de Sarduy y García Vega, y a una zona de la poesía de José Kozer, pero sirve menos para caracterizar las obras de Calvert Casey (¿basta insistir en la muerte y el sexo para ser vanguardista?) o Julieta Campos, cuya inicial fascinación por el nouveau roman dejó paso a otra prosa más clásica e integradora.

Más que ajustarse fielmente a los términos del guion inicial, los casos analizados por Rojas exhiben contrapuntos variables de esos rasgos (vanguardia, exilio, tradición), hasta el punto de incluir en su análisis a un escritor no exiliado –ni vanguardista–, Antón Arrufat, que aquí aparece no solo como depositario de méritos congénitos (heredero de Piñera como Sarduy se declarase de Lezama; fundador de una “prole de Virgilio” donde se cuestiona la tradición), sino como una suerte de héroe secreto de su generación.

Ese recuento de la “prole de Virgilio” es el momento más flojo del volumen: está pintado con brocha gorda. La historia del revival de Virgilio Piñera a finales de los ochenta y principios de los noventa merecía un estudio más detallado. En otras ocasiones, la tendencia académica de Rojas al name dropping le tiende trampas y sume al lector en perplejidades: ¿cómo se coló, por ejemplo, Eudora Welty en la lista de “los neovanguardistas estadounidenses”, junto al poeta George Oppen, “pasando desde luego por Wallace Stevens o Paul Celan”? ¿Y qué necesidad hay de echar a perder el inteligente análisis de la obra de Kozer y su sugerente metáfora del “catafalco vacío” para exhibir arsenal teórico y emparentarlo con Le pli, la teorización de Deleuze sobre Leibniz y el barroco?

Del otro lado, entre los grandes aciertos de este libro, están el ensayo sobre García Vega, “Formas de lo siniestro cubano”, con su sutil equilibrio entre lo político y lo literario y entre lo textual y lo biográfico; el acto de justicia que representa su magnífico ensayo sobre Julieta Campos, habitualmente leída y juzgada como escritora mexicana a pesar de su origen y de sus temas; o el ensayo final, “El mar de los desterrados”, que va mucho más allá de la generación analizada para rastrear dos metáforas enfrentadas, la tierra como centro gravitacional de una tradición y el mar como escenario liberador, transgresivo. De los libros que Rojas ha dedicado a la crítica literaria, este me parece el más afinado, el que muestra lecturas más profundas, y revela un espectro de sensibilidad más amplio que el criterio sociológico.

El tema del exilio resulta ser la maldición de la literatura cubana contemporánea. Quizá sea, incluso, nuestro rasgo distintivo dentro de la literatura latinoamericana. Ningún otro país de la región tiene –a mi juicio– una literatura tan marcada por el exilio, por el adentro/afuera, de forma tan intensa y prolongada. No resulta sencillo, entonces, desarrollar una hermenéutica que aparte al exilio de una tradición nacionalista, incluso en estos autores aquí analizados que, a diferencia de otros más conocidos (Lydia Cabrera, Gastón Baquero, Labrador Ruiz), evitaron el camino de la nostalgia o la idealización de la criollez perdida. ¿Acaso Arrufat, por ejemplo, no cita a Santo Tomás de Aquino para enlistar “pruebas de existencia de la cubanidad”? ¿Y no hay nostalgia nacionalista en Kozer o en esa gran novela genealógica de Julieta Campos que es La forza del destino? En muchos de estos escritores, sin embargo, el exilio trasciende lo anecdótico para convertirse en una suerte de condición existencial. Más que un peregrinaje (lo señalaba el propio Rafael Rojas durante la presentación del libro en Princeton), palabra que lleva consigo demasiadas connotaciones religiosas, se trata aquí de una particular errancia, una diáspora cuyo lugar en el canon literario cubano aparece ahora mucho mejor iluminado gracias a este libro necesario. ~

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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