Conversaciones con Al Pacino, de Lawrence Grobel

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Diré por qué seduce este libro: porque habla del nacimiento, desarrollo y evolución de dos profesionales, de dos profesiones, la del actor y la del periodista y, especialmente, de una amistad. Pero algo más. Porque para leerlo no hace falta un agudo interés por un icono que deslumbró encarnando al mayor capo de la mafia que haya dado el cine, Michael Corleone –aunque después de hacerlo uno termina deseando volver a ver los tres Padrinos, Serpico, Scarface o, por primera vez, a Al Pacino en teatro–, sino simplemente una ligera inquietud por Shakespeare, por la industria del cine y por el arte de la entrevista; un ligero interés por el ser humano, por su capacidad de desdoblamiento, de interpretación y de invención.

Cuando Pacino leyó una mítica conversación de Lawrence Grobel con Marlon Brando, el actor neoyorkino, reticente a las entrevistas (no había concedido ninguna a sus 39 años, pese a cargar a sus espaldas con cinco nominaciones al Oscar, nueve películas y veinte obras de teatro; tampoco Brando nunca antes había sido entrevistado), obsesionado por la culpa y el perdón (y por tanto, por Shakespeare, a quien no deja de recitar en el transcurso de todas sus conversaciones y a quien le dedicó su primera película como director, Looking for Richard, en una especie de vis-à-vis con el autor inglés), accedió a que la revista Playboy hablara con él –especialmente le habían gustado estas palabras de Brando: “La culpa es una emoción inútil”. Lo hizo con una sola condición: que la entrevista la hiciera el mismo que se la había hecho a Brando.

Aquel interés de Pacino generó para él una de las amistades más enriquecedoras desde entonces, casi tres décadas durante las cuales Grobel y el actor hablaron y grabaron cientos de horas de conversaciones. En ellas, gracias a la habilidad del primero para preguntar y persuadir, y del segundo para responder (incluso para cuestionar al periodista: “A veces haces preguntas tan generales, tan poco específicas, que me parece que te has relajado demasiado”), se perfila la vida de un actor brillante, pero más importante: su propia evolución como persona, como profesional, con sus dudas y sus miedos, con sus fracasos y éxitos, con sus necesidades de adaptación a la industria y al dinero, sin dejar de ser quien era: un chico del Bronx que fue portero, repartidor de correo, vendedor de zapatos, frutero, cajero de supermercado y acomodador de cine…, un hombre de Nueva York; en otras palabras, la evolución de un ser humano cuyas crisis, cuyos amores y dolores son precisamente lo que lo han hecho humano, más que actor.

Pero como todas las buenas historias, incluso muchas amistades, algunos romances, ésta comienza con mal pie. En su primer encuentro, en un piso cuyo salón Grobel definió como “el escenario de una producción de tercera categoría sobre un vagabundo urbano”, tras sentirse “acorralado”, Pacino le refuta al periodista el tono con el que está conduciendo la conversación. Le dice: “Voy a ponerme de pie para hablarle. Voy a caminar un poco. ¿Hay algo de competencia en una entrevista? ¿Se convierte en batalla de alguna manera? ¿Hay un cierto enfrentamiento entre usted y yo? Yo haré esta entrevista, pero no será como usted la quiera. Ni como yo la quiero. Causaré algunas explosiones; trataré de que juguemos al gato y al ratón. Pero quizá sea imposible que baje las defensas”. Observador, el actor se da cuenta de una clave mayor sobre las buenas entrevistas: una conversación es un duelo, pero también un juego, una forma de seducir al contrincante, de desvestirlo, de hacerlo hablar sobre lo que no quiere, hasta convencerlo de que en realidad lo quiere, pero eso es sólo posible con personas que a mitad de una entrevista citan Hamlet, o sin artificio contestan con la elocuencia de la sabiduría urbana a la pregunta de si es feliz actuando: “La felicidad no existe, sólo la concentración. Cuando estás concentrado, eres feliz. También eres feliz cuando no estás pensando demasiado en ti mismo”.

A veces nihilista, a veces un simple bromista, Pacino cuenta en este libro su vida como actor, su trabajo en el escenario y los platós, sus relaciones amistosas, familiares y amorosas, y pasa del usted al tú con Grobel con el transcurso del tiempo y la confianza, lo que muestra a un hombre de carne y hueso y no sólo al mito que se merece un pedestal en la historia del cine.

Y ése es el mérito de este libro, la manera en la que uno a otro, actor y periodista, se desvisten, se contagian de entusiasmo e incluso se confiesan, pero también, la forma en la que ofrece luz sobre esa profesión misteriosa que es la de la actuación, la de la verdadera actuación, la de un hombre genial sobre el escenario y fuera de él; un libro que es una lección sobre el esfuerzo. ~

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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