La campaña de la guerra contra Iraq

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La política exterior siempre es difícil en las democracias. La democracia exige apertura, pero la política exterior requiere de cierto grado de reserva que la exime de supervisión y permite que cometa algún abuso. En consecuencia, los republicanos y los demócratas desde hace mucho tiempo han sostenido que los servicios secretos —las instituciones más clandestinas de la política exterior— deben estar al margen de toda interferencia política, igual que los niveles más altos de la magistratura. Como advirtió la Comisión Tower, establecida para investigar el escándalo Irán-contra, en noviembre de 1987: “La manipulación de los servicios secretos para influir en las decisiones de los funcionarios electos y del público subvierte los procesos democráticos.”
     Si acaso, este principio ha cobrado más importancia desde el 11 de septiembre de 2001. La guerra de Iraq ofreció a Estados Unidos un nuevo modelo de defensa: la guerra preventiva, que se emprende en reacción con el pronóstico de un próximo ataque contra este país o sus aliados. Tal clase de política de seguridad requiere que el público base su apoyo u oposición en una información secreta a la que no tiene acceso directo. No obstante, depende del presidente y de su gobierno, que tienen un gran interés en lograr determinado resultado político, que se presenten con rigor los resultados obtenidos por los servicios de inteligencia. Si un gobierno presenta en forma incorrecta la información obtenida por los servicios secretos, en realidad impide tomar decisiones informadas sobre la cuestión más importante que afronta un país: si hacer o no una guerra. Eso es exactamente lo que hizo el gobierno de Bush al tratar de convencer al público y el Congreso de que Estados Unidos debía hacerle la guerra a Iraq.
     Desde fines de agosto de 2002 hasta mediados de marzo del año en curso, el gobierno de Bush justificó la guerra con la amenaza que representaban para Estados Unidos las armas nucleares, químicas y biológicas de Saddam Hussein, además de los supuestos lazos de éste con la red terrorista de Al Qaeda. Los funcionarios evocaban imágenes de nubes nucleares iraquíes levantándose como hongos desde las ciudades estadounidenses, y de Saddam dándole a Osama Bin Laden armas químicas y biológicas que podían utilizarse para producir nuevos onces de septiembre más letales. En Nashville, el 26 de agosto de 2002, el vicepresidente Dick Cheney advirtió que había un Saddam “armado con un arsenal de estas armas del terrorismo”, capaz de “poner en peligro directamente a los amigos de Estados Unidos en toda la región y someter a Estados Unidos o a cualquier otro país a un chantaje nuclear”. En Washington, el 26 de septiembre, el secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, aseguró que tenía pruebas “contundentes” de los nexos de Saddam y Al Qaeda, y el 7 de octubre, en Cincinnati, el presidente George W. Bush advirtió: “No se debe permitir al dictador iraquí poner en peligro a Estados Unidos y el mundo con horribles venenos y enfermedades y gases y armas atómicas.” El presidente, citando la asociación de Saddam con Al Qaeda, añadió que “esta alianza con los terroristas podría permitir al régimen iraquí atacar a Estados Unidos sin dejar huellas”.
     Pero no hubo consenso en los servicios de inteligencia de Estados Unidos de que Saddam representara un peligro tan grave ni inminente. Más bien, las entrevistas con funcionarios actuales y anteriores de inteligencia, y con otros expertos, demuestran que el gobierno de Bush entresacó de los servicios secretos de Estados Unidos los comentarios que apoyaran su posición y omitió los contrarios. El gobierno no tomó en cuenta —es más: eliminó— las diferencias que había en el seno de los organismos de inteligencia, y presionó a la CIA para que confirmara su versión sobre el peligro que Iraq representaba. También obstaculizó y trató de desacreditar a los inspectores internacionales, cuando los resultados obtenidos por éstos podían debilitar el apoyo a la guerra.
     A tres meses de la invasión, Estados Unidos todavía no ha encontrado las armas químicas y biológicas que diversos gobiernos y las Naciones Unidas han pensado durante mucho tiempo que Iraq tuviera. Y es poco probable que encuentre un programa de armas nucleares reconstruidas o pruebas de actividades conjuntas con Al Qaeda, los dos elementos repetidamente anticipados por el gobierno de Bush, que fueron las principales justificaciones de la guerra. Cualquier cosa que se encuentre, lo más importante para la democracia de Estados Unidos será si el gobierno le dio a los estadounidenses una explicación rigurosa y exacta de lo que sabía. A la fecha, todo demuestra que no fue así, y el costo para la democracia de Estados Unidos podría sentirse en los próximos años.

La batalla por la información secreta
Otoño de 2001 — otoño de 2002
El gobierno de Bush decidió hacerle la guerra a Iraq a fines del otoño de 2001. El fin de semana después de los ataques del 11 de septiembre, en Campo David, Paul Wolfowitz, subsecretario de la Defensa, sugirió acusar a Iraq, que tenía más de veinte años de estar en la lista de terroristas del Departamento de Estado. El escritor de discursos David Frum narra que en diciembre, después de la campaña de Afganistán contra Bin Laden y los talibán, le pidieron que redactara una justificación de la guerra contra Iraq para incorporarla en el Discurso de Bush sobre el Estado de la Nación, de enero de 2002. Pero en la campaña del año siguiente con el público de Estados Unidos, en favor de la guerra, el gobierno de Bush se topó con grandes obstáculos.
     Inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, muchos estadounidenses habían asociado automáticamente el régimen de Saddam con Al Qaeda y respaldaban con entusiasmo la invasión. Pero conforme fue pasando el horror inmediato del 11 de septiembre y concluyó con éxito la guerra en Afganistán (y la economía comenzó a descender), disminuyó el entusiasmo en Estados Unidos. Para mediados de agosto de 2002, una encuesta de la Gallup reveló que el apoyo a la guerra contra Saddam estaba en su punto más bajo desde el 11 de septiembre, con un 53 por ciento a favor y un 41 por ciento en contra, en comparación con el 61 por ciento y el 31 por ciento, respectivamente, de dos meses antes. También la elite comenzaba a oponerse a la guerra, no sólo los demócratas liberales sino también anteriores funcionarios republicanos, como Brent Scowcroft y Lawrence Eagleburger. En el Congreso, incluso algunos republicanos conservadores, como el dirigente de la minoría del Senado Trent Lott y el dirigente de la mayoría de los representantes de la Cámara Baja, Dick Armey, comenzaron a expresar dudas sobre la justificación de la guerra. Armey declaró el 8 de agosto de 2002: “Si tratamos de atacar a Saddam sin una provocación, por odioso que sea, no contaremos con el apoyo de otros países que podrían apoyar.”
     Sin que el público lo supiera, el gobierno también afrontaba una oposición igual en el seno de sus servicios secretos. En la cia, muchos analistas y funcionarios no creían que Iraq representara un peligro inminente. Rechazaban, en particular, la relación entre Saddam y Al Qaeda. Según un reportaje de The New York Times de febrero de 2002, la CIA “no había encontrado pruebas de que Iraq hubiera participado en actividades terroristas contra Estados Unidos casi en un decenio, y además estaba segura de que el presidente Saddam Hussein no había provisto de armas químicas ni biológicas a Al Qaeda ni a otros grupos terroristas”.
     Los analistas de la CIA también suscribían en general los resultados de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), que llegaban a la conclusión de que, si bien quedaban muchas dudas sobre el programa nuclear de Iraq, en gran medida por las discrepancias de la documentación, la capacidad actual de ese país era insignificante. La OIEA no tenía pruebas de que Iraq estuviera reorganizando su programa nuclear y, según parece, tampoco los servicios secretos de Estados Unidos. En el estudio del director de la cia, George Tenet, de enero de 2002, sobre la proliferación de la tecnología bélica en el mundo, ni siquiera se mencionó que Iraq representara un peligro nuclear, aunque sí lo advirtió de Corea del Norte. El estudio sólo decía: “Consideramos que Iraq probablemente ha seguido llevando a cabo por lo menos actividades teóricas de escaso nivel en investigación y desarrollo asociadas a su programa nuclear.” Esta vaga determinación no ofrecía pruebas nuevas, sino que sólo reflejaba la idea que los servicios secretos tenían, en el sentido de que el dictador iraquí seguía interesado en producir armas nucleares. Greg Thielmann, antiguo responsable sobre proliferación estratégica y asuntos militares de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado (INR), declara a The New Republic: “Mientras fui funcionario superior de la INR, de 2000 a 2002, nunca encontramos pruebas de que Iraq estuviera reorganizándose u ocupándose en serio de su programa nuclear.”
     La CIA y otros organismos de inteligencia creían que Iraq seguía acumulando considerables reservas de armas químicas y biológicas, pero se dividían en torno a la posibilidad de que Iraq estuviera reconstruyendo sus instalaciones y produciendo nuevas armas. La incertidumbre de los servicios secretos se expresó en un informe clasificado de la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA) de septiembre de 2002: “Entre 1991 y 1998 se destruyó una gran cantidad de sustancias químicas, precursores, municiones y equipo de producción de Iraq, a consecuencia de la operación Tormenta en el Desierto y de la intervención de la Comisión Especial de las Naciones Unidas (UNSCOM)”, declaró el organismo. “No hay documentación digna de confianza de que Iraq esté produciendo o acumulando armas químicas o de dónde Iraq tenga o vaya a establecer instalaciones para la producción de armas químicas.”
     Si el gobierno hubiera presentado con exactitud el consenso que había en los servicios secretos en 2002 de que los lazos de Iraq con Al Qaeda eran insignificantes, de que el programa nuclear de Iraq era mínimo, en el mejor de los casos, y de que no era seguro que prosiguieran sus programas de armas químicas y biológicas, que en el pasado habían producido considerables cantidades de armas peligrosas, habría sido muy difícil convencer al Congreso y al público de Estados Unidos de apoyar una guerra para desarmar a Saddam. Pero el gobierno de Bush presentaba un panorama muy diferente y mucho más amenazante. El legislador Rush Holt, demócrata de Nueva Jersey que votó contra la guerra, cuenta de sus conversaciones con los electores: “Cuando alguien hablaba de la necesidad de invadir, invariablemente citaban el ejemplo de lo que pasaría si atacaban una de nuestras ciudades. Era evidente que el gobierno los había convencido de que Saddam Hussein, directamente o a través de sus relaciones con grupos terroristas, era capaz de desencadenar la destrucción en masa de alguna ciudad de Estados Unidos. Y supongo que la mayoría de mis colegas escucharon algo parecido en sus respectivos distritos.” Una estrategia del gobierno para convencer al público fue presionar al director de la cia, Tenet, para que suscribiera los elementos clave de la campaña para la guerra, aunque fuera necesario no tomar en cuenta la información secreta de las investigaciones de la CIA y de otros organismos de los servicios de inteligencia.
     Debido a la incapacidad de anticipar los ataques del 11 de septiembre, la cia, y en particular Tenet, recibieron muchos ataques durante el otoño de 2001. Los dirigentes del Congreso, comprendido Richard Shelby, líder republicano del Comité de Inteligencia del Senado, pedían la renuncia de Tenet. Pero Bush mantuvo a Tenet en su puesto y, en el gobierno, Tenet y la CIA fueron objeto de otra presión muy diferente: los “halcones” del Pentágono y la oficina del vicepresidente, reforzados por integrantes de la semioficial Junta de Política de Defensa del Pentágono, presionaron durante todo un año a la CIA para que adoptara una línea más dura contra Iraq, ya fuera por los nexos con Al Qaeda o por la situación del programa nuclear.
     Una particular manzana de la discordia representó el análisis de la CIA sobre los lazos de Saddam con Al Qaeda. Inmediatamente después del 11 de septiembre, el ex director de la CIA James Woolsey, miembro de la Junta de Política de Defensa que respaldó la invasión a Iraq, presentó la teoría —en The New Republic y en otras partes— de que Saddam estaba ligado a los ataques contra el World Trade Center. En septiembre de 2001, el gobierno de Bush mandó a Woolsey a Londres para recopilar pruebas que respaldaran su teoría, que contaba con el apoyo de Wolfowitz y Richard Perle, por entonces presidente de la Junta de Política de Defensa. Si bien Wolfowitz y Perle tenían sus propias, antiguas y complejas razones para desear una guerra contra Iraq, ellos y otros funcionarios del gobierno pensaban que, si conseguían vincular a Saddam con Al Qaeda, podrían justificar la guerra ante el pueblo estadounidense. Como señala un veterano asistente del Comité de Inteligencia del Senado: “Sabían que si lograban demostrar un vínculo entre Saddam Hussein y Al Qaeda, entonces su objetivo, que era entrar y librarse de Hussein, sería una conclusión inevitable.”
     Pero esta teoría enseguida encontró oposición de la CIA y otros servicios secretos. La principal prueba de Woolsey de los lazos de Saddam con Al Qaeda era una supuesta reunión celebrada en Praga en abril de 2001 entre el principal pirata aéreo del 11 de septiembre, Mohamed Atta, y un funcionario iraquí de los servicios secretos. Pero no hubo agencia de inteligencia capaz de ubicar a Atta en Praga en aquella fecha. (En realidad, se comprobó su presencia en Estados Unidos con recibos y otros documentos de viaje.) Una investigación checa oficial descartó esa suposición, basada en las declaraciones de un solo testigo que no era digno de confianza. La CIA también estaba recibiendo más información que refutaba un lazo entre Iraq y Al Qaeda. Cuando se capturó al principal dirigente de Al Qaeda, Abu Zubaydah, en marzo de 2002, lo interrogó la CIA y la información obtenida circuló entre los servicios secretos. Como informó The New York Times, Zubaydah declaró a sus captores que el propio Bin Laden había rechazado toda alianza con Saddam. “Recuerdo haber leído las declaraciones de Abu Zubaydah el año pasado, mientras el gobierno hablaba de todos esos otros informes [sobre un nexo entre Saddam y Al Qaeda], y haber pensado que sólo estaban presentando lo que querían”, declaró un funcionario de la CIA al periódico. Otros terroristas de alta jerarquía de Al Qaeda, que hoy están bajo custodia de Estados Unidos, incluso Ramzi Bin Al Shibh y el organizador del 11 de septiembre, el arquitecto Khalid Shaikh Mohammed, han confirmado en general las declaraciones de Zubaydah, que en general consideran de fiar los analistas de los servicios secretos.
     Ante la resistencia de la cia, ciertos funcionarios del gobierno comenzaron a presionar a esta agencia para acatar la línea del gobierno. Perle y otros miembros de la Junta de Política de Defensa, que actuaban como suplentes casi independientes de Wolfowitz, Cheney y otros miembros del gobierno partidarios de la guerra contra Iraq, criticaron duramente a la CIA en la prensa. El análisis de la CIA sobre Iraq, afirmó Perle, “no vale ni el papel en que está impreso”. En el verano de 2002, el vicepresidente Cheney visitó varias veces la sede de la CIA en Langley, lo que se interpretó en la organización como un intento de presionar a los especialistas de menor nivel que interpretaban la información bruta. “Eso conmocionaba a la gente —declara un ex funcionario de la cia—. Se supone que es una torre de marfil. Ese tipo de presión sería enorme para esos jóvenes.”
     Pero el Pentágono encontró otra forma más eficaz de presionar a la cia. En octubre de 2001, Wolfowitz, Rumsfeld y el subsecretario de Política de la Defensa, Douglas Feith, establecieron una operación especial de inteligencia en el Pentágono para “reflexionar a fondo sobre las relaciones entre las distintas organizaciones terroristas y… establecer quiénes las patrocinan”, según declaraciones de Feith. El enfoque reproducía la estrategia del “Equipo B”, utilizada anteriormente por los conservadores: establecer otro organismo para ofrecer otros análisis de inteligencia distintos de los de la cia. Los conservadores lo habían hecho en 1976, criticando e intimidando a la CIA por sus cálculos del poder militar soviético, y de nueva cuenta en 1998, en defensa de los misiles. (Wolfowitz había participado en ambos proyectos; el último dirigido por Rumsfeld.) En esta ocasión, la nueva organización —dirigida por el protegido de Perle, Abram Shulsky— evaluó de nuevo la información secreta recopilada por la CIA e información tomada de desertores iraquíes y, como señaló Feith evasivamente en una conferencia de prensa a principios de mes, “produjo algunas observaciones interesantes sobre los lazos entre Iraq y Al Qaeda”. En agosto de 2002, Feith llevó el grupo a Langley para informar a la CIA de sus resultados. Por si el organismo independiente de inteligencia no bastara para cuestionar a la cia, Rumsfeld también comenzó a hablar públicamente de la creación de un nuevo puesto en el Pentágono, un subsecretario de inteligencia, que competiría con el director de la CIA y mermaría la autoridad de esta institución.
     En los informes reservados de la CIA no variaba la duda inicial sobre los nexos entre Al Qaeda y Saddam, pero, bajo la presión de sus críticos, Tenet comenzó a hacer sutiles concesiones. En marzo de 2002 Tenet le dijo al Comité de los Servicios Armados del Senado que el régimen iraquí “tenía contactos con Al Qaeda”, pero se negó a ampliar esta información. Hizo otras declaraciones ambiguas del mismo tipo durante el debate del Congreso sobre la guerra contra Iraq.
     Los servicios secretos también recibieron presiones para exagerar el programa nuclear de Iraq. Como indicaron las evaluaciones de Tenet de principios de 2002, los servicios secretos de Estados Unidos mostraron pocas pruebas de la reanudación del programa nuclear de Iraq. Y, si bien la falta de inspecciones de las Naciones Unidas hacía dudar de la información secreta recopilada en Iraq, según un analista “de todas formas teníamos suficiente información y podíamos seguir con suficiente rigor lo que estaba pasando”.
     Estos juicios se sometieron a prueba en la primavera de 2002, cuando los informes de inteligencia comenzaron a indicar que Iraq estaba tratando de obtener una especie de tubo de aluminio superfuerte. Algunos analistas de la CIA y los servicios secretos de la Defensa llegaron a la conclusión de que los tubos eran para enriquecer uranio para un arma nuclear, mediante el proyecto de centrifugación de gas que Iraq había creado antes de la guerra del Golfo. Esta interpretación al principio parecía muy posible, pero después los analistas de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado y el Departamento de Energía se preocuparon. El grosor del tubo y su diámetro particular no eran adecuados para enriquecer uranio, ni aunque se modificaran. Se llegó a esa conclusión, según Thielmann, de la Oficina de Inteligencia e Investigación, después de varias semanas de entrevistas a “los expertos del país en ese tema… ellos tienen los laboratorios, como el Laboratorio Nacional de Oak Ridge, donde las personas realmente conocen la ciencia y la tecnología del enriquecimiento del uranio”. Ese minucioso estudio hizo a la Oficina de Inteligencia e Investigación y a los servicios secretos de la Defensa emprender otro análisis: las especificaciones de los tubos los hacía más adecuados para lanzar cohetes de artillería. Estuvieron de acuerdo los expertos de los servicios secretos británicos que estudiaban el tema, así como algunos analistas de la cia.
     Pero los máximos funcionarios de la CIA y de los servicios secretos de la Defensa no pensaban así. Conforme pasaban las semanas, cada vez más funcionarios de inteligencia asistían a reuniones que iban subiendo de tono. Y la posición de la CIA y de la Agencia de Inteligencia de la Defensa cada vez se afianzó más. “Se aferraban con tenacidad a un supuesto programa de armas nucleares, mientras se demostraba cada vez más con mayor claridad que no era el caso”, recuerda un participante. David Albright, del Instituto de Ciencia y Seguridad Internacional, al que se había pedido que diera información al gobierno sobre las adquisiciones anteriores de Iraq, advirtió una anomalía en el manejo de los servicios secretos del tema. “Me dijeron que no había mediado en esta disputa un comité técnico competente e imparcial, como lo requería la práctica común”, anotó en el sitio web de su organización en marzo de este año. Para septiembre de 2002, cuando los servicios secretos preparaban su informe nacional conjunto sobre las armas de destrucción de masas de Saddam, los altos funcionarios de la CIA insistieron en imponer su punto de vista. Thielmann afirma: “Como la CIA también dirige todos los servicios secretos del país, es muy difícil que la conclusión no sea la conclusión de la cia, en vez de la del máximo experto de los servicios secretos en el tema de que se trate.”
     Para el otoño de 2002, cuando realmente comenzó el debate público sobre la guerra, el gobierno había indignado a los servicios secretos. Durante los siguientes dos meses la prensa estuvo plagada de citas de funcionarios de la CIA y analistas que se quejaban de las presiones del gobierno para que apoyaran su línea respecto a Iraq. Un antiguo miembro del personal del Comité de Inteligencia del Senado afirma: “Las personas insistían en que algo andaba mal, que estaba pasando algo raro, distintas personas decían: ‘Hay tanta presión, sabes, nos insisten en encontrar la respuesta adecuada’, esa clase de cosas.” La mayor parte de esta presión no aparece en los informes secretos de la cia, pero se iría haciendo cada vez más patente en las declaraciones públicas de la agencia y de Tenet. El gobierno no había conseguido el apoyo abierto a su interpretación del peligro que representaba Iraq, pero había debilitado e intimidado a sus posibles críticos de los servicios secretos.

La batalla en el Congreso
Otoño de 2002
El régimen utilizó el aniversario del 11 de septiembre de 2001 para iniciar su campaña pública a fin de obtener una resolución del Congreso en apoyo a la guerra contra Saddam, con o sin el respaldo de las Naciones Unidas. La salva inicial fue el domingo anterior al aniversario, con una filtración a Judith Miller y Michael R. Gordon, periodistas de The New York Times, respecto a unos tubos de aluminio. Miller y Gordon informaron que, según funcionarios del gobierno, Iraq había estado tratando de comprar tubos específicamente diseñados como “elementos de centrífugas para enriquecer uranio” con el fin de producir armas nucleares. Ese mismo día, la televisión entrevistó a Cheney, Rumsfeld y a la Asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, para hacerle publicidad al descubrimiento de los tubos y de la amenaza nuclear representada por Iraq. Rice explicó: “Siempre quedará la duda de la velocidad con que [Saddam] puede adquirir armas nucleares, pero no queremos que la pistola humeante se convierta en una nube con forma de hongo.” Rumsfeld añadió: “Imaginen un 11 de septiembre con armas de destrucción de masas. No son tres mil, sino decenas de miles de hombres, mujeres y niños inocentes.”
     Muchos de los analistas de los servicios secretos que habían participado en el debate sobre los tubos de aluminio quedaron pasmados. Uno declaró a The New Republic: “Altos funcionarios del gobierno, como Condoleezza Rice, declararon que estos tubos sólo sirven para las centrífugas del uranio. Lo dijo en televisión. Es mentira.” Albright, del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional, recordó: “Me indignó que un científico inteligente del gobierno me dijera que el gobierno podía decir lo que quisiera sobre los tubos y que los científicos del gobierno que no estaban de acuerdo tenían que callarse.” Como dice Thielmann: “Había muchos motivos de preocupación comprobados respecto a los programas de armas químicas y biológicas de Iraq. ¿Qué impedía ser francos sobre este aspecto sin tener que exagerar la cuenta nuclear? Promover la destrucción de las armas nucleares hizo parecer que el gobierno estuviera tratando de asustar al público estadounidense, en el sentido de que Iraq era muy peligroso y representaba un peligro inminente para la seguridad de Estados Unidos.”
     Los funcionarios del gobierno también señalaron en diversos discursos y entrevistas que había lazos entre Saddam y Al Qaeda. El 25 de septiembre de 2002, Rice insistió: “Existe una clara relación entre Al Qaeda e Iraq… Hay pruebas claras de que algunos contactos entre ellos han sido importantes y que hay una relación.” Ese mismo día, el presidente Bush advirtió que había el peligro de que “Al Qaeda se convirtiera en una extensión de la locura de Saddam”. Rice —igual que Rumsfeld, quien al día siguiente diría que la demostración del vínculo entre Saddam y Bin Laden era “a prueba de balas”— dijo que ella no podía dar a conocer al público las pruebas con que contaba el gobierno sin poner en peligro a las fuentes de información. Pero Bob Graham, el demócrata de Florida que presidía el Comité de Inteligencia del Senado, no estuvo de acuerdo. El 27 de septiembre, Paul Anderson, vocero de Graham, declaró en USA Today que el senador no había encontrado nada en los informes reservados de la CIA que estableciera un lazo entre Saddam y Al Qaeda.
     El Comité de Inteligencia del Senado, en realidad, fue el máximo obstáculo en el Congreso para la campaña del gobierno en favor de la guerra.

Bajo la dirección de Graham y del senador de Illinois Richard Durbin, el comité gozaba del respeto y la deferencia del Senado y la Cámara Baja, y sus miembros podían hablar con autoridad sobre si Iraq estaba produciendo armas nucleares o tenía relaciones con Al Qaeda, gracias a que tenían acceso a la información reservada. Y, en este caso, la información clasificada que estaba al alcance del Comité no sustentaba las declaraciones de la CIA al público.
     A fines del verano de 2002 Graham le había pedido a Tenet un análisis del peligro que representaba Iraq. Según fuentes bien enteradas, recibió un informe reservado de 25 páginas que reflejaba el punto de vista ecuánime que había predominado con anterioridad en los servicios secretos, y en el que se señalaba, por ejemplo, que no era concluyente que Iraq tuviera un programa nuclear ni lazos con Al Qaeda. A principios de ese septiembre el comité también recibió el análisis reservado del organismo de inteligencia de la Defensa, con la misma cautela en sus observaciones. Pero los miembros del Comité se preocuparon cuando a mediados del mes recibieron otro análisis de la CIA sobre el peligro de Iraq, en el que se destacaban los hechos afirmados por Bush y se relegaban las dudas al pie de página. Según un miembro del personal del Congreso que leyó el documento, en éste se hacían destacar “amplios programas iraquíes de armas químicas y biológicas, así como nucleares, y lazos con el terrorismo”, pero al pie de página había una nota que decía: “Esta información procede de una fuente de la que se sabe que anteriormente ha mentido.” La fuente del Congreso concluyó que “no hicieron análisis, sólo amontonaron todo lo que pudieron que dijera cualquier cosa mala sobre Iraq y lo metieron en un documento”.
     Graham y Durbin habían estado pidiendo, desde hacía más de un mes, que la CIA produjera un estudio de inteligencia sobre el peligro que representaba Iraq, un resumen de la información reservada disponible que reflejara el punto de vista de los servicios secretos, el cual se entregó a fines de septiembre. Como la anterior carta de Tenet, el estudio presentaba un punto de vista ecuánime. Graham le pidió a Tenet que produjera una versión pública para orientar el voto en el Congreso. Graham y Durbin esperaban que el informe público refutara las exageraciones que difundían los voceros del gobierno. Como declara Durbin a The New Republic: “Lo más frustrante es cuando hay pruebas fiables del Comité de Inteligencia que contradicen directamente las declaraciones del gobierno.”
     El 10 de octubre de 2002, Tenet produjo un estudio para el público, pero Graham y Durbin se indignaron al descubrir que no contenía las salvedades y las pruebas contrarias que contenía la versión reservada, y que le hacía el juego a las afirmaciones del gobierno y fortalecía la campaña de éste a favor de la guerra. Por ejemplo, el informe secreto citaba los tan discutidos tubos de aluminio como prueba de que Saddam “insiste en querer” adquirir armas nucleares. Y sostenía que “todos los expertos de los servicios secretos están de acuerdo en que Iraq está tratando de adquirir armas nucleares y que esos tubos podrían utilizarse en un programa de enriquecimiento de uranio”, interpretación a todas luces errónea. Posteriormente, el estudio aceptaba que “algunos” expertos no estaban de acuerdo, pero que “la mayoría” estaba de acuerdo, sin mencionar que los analistas expertos del Departamento de Estado habían establecido que los tubos no correspondían a un programa nuclear. El estudio también afirmaba que Iraq “había reanudado la producción de sustancias químicas con fines bélicos”, sobre lo cual en el informe de los servicios secretos de la Defensa se había establecido una clara incertidumbre. Graham exigió que la CIA hiciera públicas las partes discrepantes de la información.
     En reacción, Tenet presentó una carta de un solo folio. Satisfacía una de las exigencias de Graham: incluía una declaración de que había “pocas” probabilidades de que Iraq atacara sin provocación a Estados Unidos, pero también contenía una concesión al gobierno al declarar, sin proporcionar fundamentos, que la CIA tenía “informes serios de contactos de nivel superior entre Iraq y Al Qaeda durante más de un decenio”. Graham exigió que Tenet diera más información reservada y Tenet prometió mandar por fax más materiales. Pero esa misma tarde, Graham recibió una llamada de la CIA informándole que la Casa Blanca le había ordenado a Tenet no hacer pública más información.
     Esa misma noche, del 7 de octubre de 2002, Bush pronunció un importante discurso en Cincinnati, en el que defendía la resolución ante el Congreso y promovía la causa de la guerra. El discurso de Bush reunía toda la información distorsionada y las exageraciones que la Casa Blanca había estado difundiendo ese otoño. “Hay pruebas de que Iraq está reconstruyendo su programa nuclear —declaró el Presidente—. Iraq ha tratado de comprar tubos de aluminio reforzados y otro equipo necesario para las centrífugas de gases, que se utilizan para enriquecer el uranio empleado en las armas nucleares.” Bush además afirmó que Iraq, a través de sus lazos con Al Qaeda, podría utilizar las armas biológicas y químicas contra Estados Unidos. “Iraq podría decidir cualquier día darle un arma biológica o química a algún grupo terrorista o a algún terrorista”, advirtió. Si Iraq podía distribuir ese tipo de armas, dijo Bush, también podría utilizar los nuevos vehículos aéreos telecomandados que estaba fabricando. “Los servicios secretos también han descubierto que Iraq tiene una flota cada vez más nutrida de vehículos aéreos para piloto o telecomando, de gran alcance para dispersar armas químicas o biológicas”, afirmó. “Nos preocupa que Iraq esté estudiando cómo utilizar estos vehículos aéreos en misiones contra Estados Unidos.” Esta afirmación era lo más absurdo. Los vehículos aéreos de Iraq tendrían un alcance máximo de trescientas millas. No podrían llegar de Bagdad a Tel Aviv, mucho menos a Nueva York.
     Después del discurso, cuando los periodistas señalaron que las declaraciones de Tenet de ese mismo día sobre la escasa probabilidad de un ataque de Iraq contradecían la advertencia lanzada por Bush de un peligro inminente, Tenet hizo una cumplida aclaración explicando que “no había incongruencia” entre las afirmaciones del Presidente y las propias, y que él había verificado personalmente la información del discurso del Presidente. También mandó un comunicado que decía: “No cabe duda de que la probabilidad de que Saddam utilice armas de destrucción de masas contra Estados Unidos o nuestros aliados… aumenta conforme crece su arsenal.”
     Cinco de los nueve demócratas del Comité de Inteligencia del Senado, comprendidos Graham y Durbin, al final votaron contra la resolución, pero no lograron convencer a otros miembros del Comité ni a la mayoría en el propio Senado, en parte porque no se les permitió divulgar la información que tenían: si bien Graham y Durbin podían alegar que las declaraciones del gobierno y las del propio Tenet contradecían los informes secretos que habían consultado, no era posible que divulgaran el contenido de esos informes.
     Mientras tanto, Bush sostuvo sin empacho que “hay pruebas del rearme nuclear en Iraq”. Como dijo un miembro del personal del Comité de Inteligencia: “Es el Presidente de Estados Unidos, y cuando un Presidente de Estados Unidos dice: ‘Mis asesores y yo hemos estudiado los informes secretos y pensamos que hay vínculos entre Iraq y Al Qaeda…’, se toma en serio. Tiene un enorme peso.” La opinión pública coincide con esta persona. Para noviembre de 2002, una encuesta de la Gallup revela que el 59 por ciento está a favor de la invasión y sólo el 35 por ciento en contra. En diciembre, en una encuesta de Los Angeles Times los estadounidenses creían, con un margen del 90 por ciento al 7 por ciento, que Saddam “estaba produciendo armas de destrucción de masas”. Y en otra encuesta de la abc y el Washington Post, el 81 por ciento creía que Iraq era un peligro para Estados Unidos. El gobierno de Bush había ganado el debate interno en torno a Iraq, y ganó ocultándole al público información que habría debilitado su campaña bélica.

La batalla contra los inspectores
Invierno-primavera de 2003
En enero de 2003 se concentraban los soldados estadounidenses en las fronteras de Iraq, y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas había aprobado por unanimidad la resolución 1441, que le otorgaba a Saddam una “última oportunidad” de desarmarse en condiciones de verificación. El regreso de los inspectores de las Naciones Unidas a Iraq, después de cuatro años, había hecho esperar, tanto en Estados Unidos como fuera, una posible solución pacífica del conflicto. El 20 de enero, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Dominique de Villepin, atacó por sorpresa los planes bélicos del gobierno de Estados Unidos al declarar: “Nada justifica hoy en día considerar una acción militar.” Esta posición no era exclusiva de los franceses. A mediados de enero, la Gallup reveló que el apoyo de Estados Unidos a la guerra inminente había descendido a 52 por ciento a favor y 43 por ciento en contra. De igual importancia, casi todos los países que habían apoyado la resolución 1441 urgían que Estados Unidos no se precipitaran a la guerra, y Alemania, opuesta a la acción militar, presidiría el Consejo de Seguridad a partir de febrero, en la víspera de la invasión prevista.
     En su discurso nacional del 28 de enero de 2003, Bush presentó una nueva prueba para demostrar que Iraq estaba armándose nuclearmente. “El gobierno británico se ha enterado de que Saddam Hussein recientemente trató de obtener cantidades considerables de uranio en África… Saddam Hussein no ha dado una explicación fiable de estas actividades. Es evidente que tiene mucho que ocultar.”
     Un año antes, la oficina de Cheney había recibido de los británicos, a través de los italianos, documentación del intento de Iraq de comprarle uranio al Níger. Cheney le había dado la información a la cia, que a su vez le pidió que investigara a un destacado diplomático, que había sido embajador en tres países africanos. Éste regresó después de una visita al Níger en febrero de 2002 e informó al Departamento de Estado y a la CIA que los documentos eran falsos. La CIA remitió el informe del embajador a las oficinas del vicepresidente, según el embajador se lo confirmara a The New Republic. Pero, después de publicarse un documento británico en septiembre, con detalles del intento de compra de uranio, los funcionarios del gobierno comenzaron a citarlo de todas formas, y terminó por ir a dar al discurso sobre el estado de la nación. “Sabían que el cuento del Níger era una mentira —declara a The New Republic el embajador—. Como no habían logrado convencer con los tubos de aluminio metieron esta historia para reforzarse.”
     El 5 de febrero, Colin Powell, secretario de Estado, llevó la causa del gobierno al Consejo de Seguridad. La presentación de Powell fue, con mucho, la más impresionante que haría el gobierno —según u.s. News & World Report, desechó gran parte de la información que la CIA le había dado, diciendo que eran “mentiras”—, pero siguió basándose en una perspectiva exagerada e incompleta de los servicios secretos de Estados Unidos sobre Iraq. Gran parte de lo nuevo del discurso de Powell fueron datos brutos que habían llegado a manos de la cia, pero que todavía no se habían sometido a un análisis serio. Además de reciclar el asunto de los tubos de aluminio, Powell sostuvo, por ejemplo, que Iraq estaba tratando de comprar imanes para enriquecer uranio. Además, describió un “nexo potencialmente siniestro entre Iraq y la red terrorista Al Qaeda, que combina las organizaciones terroristas clásicas con métodos modernos de asesinato”. Pero las pruebas de Powell eran vagos lazos entre Bagdad y uno de los dirigentes de Al Qaeda, Abu Musab Al Zarqawi, que supuestamente había recibido tratamiento médico en Bagdad y que, según Powell, dirigía un campamento de entrenamiento en Iraq especializado en venenos. Desafortunadamente para la tesis de Powell, el campamento estaría situado en el norte de Iraq, zona controlada por los kurdos y no por Saddam, y vigilada por la fuerza aérea de Estados Unidos y la de Inglaterra. Un miembro del personal de Hill, que conocía los documentos secretos sobre Al Qaeda, le dijo a The New Republic: “Entonces ¿cómo demostraría eso alguna conexión del gobierno iraquí con Al Qaeda? También podría haberla con Irán.”
     Pero cuando Powell pronunció este discurso, al gobierno ya no le preocupaban las posibles refutaciones de los servicios secretos de Estados Unidos. Por el contrario, Tenet estaba detrás de Powell mientras éste dictaba su discurso. Y cuando el Senado pasó a manos del Partido Republicano, el Comité de Inteligencia había quedado a cargo de un dócil republicano, Pat Roberts, de Kansas.
     Mientras Powell decía que los servicios secretos de Estados Unidos apoyaban su tesis sobre el rearme nuclear de Iraq, Jacques Baute escuchaba con atención. Baute, que dirigía el servicio de inspección en Iraq de la OIEA, había estado molestando a los gobiernos de Estados Unidos y la Gran Bretaña desde hacía meses para que les dieran acceso a su información secreta. A pesar de que varias veces se ofreció cooperación, The New Republic se ha enterado de que la oficina de Baute no recibió nada hasta el día anterior al discurso de Powell, en que la misión de Estados Unidos en Viena le proporcionó a la OIEA un informe oral mientras Baute estaba yendo a Nueva York, sin dejar documento alguno a los inspectores nucleares. Como dicen los funcionarios de la OIEA, Baute les dijo a sus asistentes, pasmado: “Eso no sirve, quiero la documentación de las pruebas.” Tuvo que presentar su queja a través de un canal de la Comisión de las Naciones Unidas de Vigilancia, Verificación e Inspección (unmovic) para recibir los documentos el día del discurso de Powell. Se trató de un incidente que caracterizaría las relaciones de Estados Unidos, en cuanto al suministro de información clasificada, con la OIEA.
     Después de algunas semanas de estar yendo entre Bagdad y Viena, Baute se puso a estudiar la docena aproximada de páginas de los servicios secretos de Estados Unidos sobre las supuestas compras de Saddam para el rearme nuclear: los tubos de aluminio, el uranio del Níger y los imanes. En un día Baute determinó, como el embajador que lo acompañaba, que el documento del Níger era falso. Aunque el “presidente” del Níger aludía a sus poderes de conformidad con la Constitución de 1965, Baute hizo una búsqueda rápida en Google para enterarse de que la última constitución del Níger se había redactado en 1999. Había otros errores: el membrete estaba equivocado, la firma estaba evidentemente falsificada, era una carta de un ministro de Exteriores que no estaba en funciones desde hacía once años. Baute también llegó rápidamente a conclusiones sobre los tubos de aluminio. Formó un grupo de expertos: dos estadounidenses, dos británicos y un alemán, con ciento veinte años de experiencia colectiva en centrífugas. Tras revisar decenas de miles de registros de transacciones iraquíes e inspeccionar las empresas pantalla, y las instalaciones de producción militar de Iraq con el resto de la dependencia de la OIEA, concluyeron, según un alto funcionario de esta Organización: “Toda la información indica que los tubos son para cohetes”, misma conclusión a la que habían llegado los departamentos de Estado y de Energía de Estados Unidos. En cuanto a los imanes, la OIEA comparó las declaraciones de Iraq con informes reservados de diversos Estados miembro, y determinó que ninguna de las compras de Iraq “indicaba que fueran para las centrífugas de enriquecimiento del uranio”, según un funcionario de la OIEA que conocía directamente esta actividad. Más bien, los imanes eran para proyectos tan diversos como teléfonos y misiles de corto alcance. Baute, que según un alto funcionario de la OIEA estaba en contacto “casi diario” con la misión diplomática de Estados Unidos en Viena, se asombró ante la debilidad de las pruebas de Estados Unidos. En un caso Baute se comunicó con la misión al descubrir la falsificación del documento del Níger y preguntó, según la descripción de este funcionario: “¿Podría su gente ayudarme a darme cuenta de si estoy equivocado? Todavía no puedo terminar con este dossier. Si tienen más pruebas que sean auténticas, necesito verlas para darle seguimiento.” Más tarde llegó la respuesta: los estadounidenses y los británicos no refutaban las conclusiones de la OIEA; se proporcionarían más pruebas.
     El 7 de marzo, el director general de la OIEA, Mohammed el Baradei, entregó las conclusiones de Baute al Consejo de Seguridad. Pero, aunque Estados Unidos aceptaba la mayor parte de los juicios inconvenientes de la OIEA en privado, el vicepresidente Cheney atacó públicamente la credibilidad de la Organización y de su director general. “Creo que Baradei está francamente equivocado —declaró Cheney en el programa Encuentro con la prensa de Tim Russert, de la nbc—. Me parece que, si se observa la trayectoria del Organismo Internacional de Energía Atómica y este tipo de cuestión, sobre todo respecto a Iraq, ellos han subestimado constantemente o no han entendido lo que estaba haciendo Saddam Hussein. No tengo motivo para creer que ahora tenga más validez que antes.” Y lo increíble es que Cheney añadió: “Creemos que [Saddam], en realidad, ha reorganizado su programa nuclear.”
     Cheney tenía razón en que la OIEA no había descubierto el programa de Iraq de enriquecimiento de uranio antes de la guerra del Golfo. Pero antes de esa guerra, la OIEA no tenía la responsabilidad de hacer de Interpol nuclear. Más bien, hasta la aprobación de la resolución 687 en 1991, la OIEA sólo tenía que estudiar lo que los países miembros hacían público en materia de energía nuclear, a fin de vigilar el cumplimiento del Tratado de No Proliferación Nuclear. En cambio, en el decenio de 1990, la OIEA llevó a cabo más de mil inspecciones en Iraq, la mayor parte sin aviso; selló, expropió o destruyó toneladas de material nuclear; y destruyó miles de metros cuadrados de instalaciones nucleares. En efecto, sus actividades constituyeron virtualmente la base de toda evaluación de inteligencia del programa nuclear de Iraq.
     Los funcionarios estadounidenses trataron de igual forma al presidente de unmovic, Hans Blix, aunque él le insistió al Consejo de Seguridad que los iraquíes tenían que rendir cuentas de las armas químicas y biológicas que alguna vez tuvieron, posición que fortalecía la campaña de Estados Unidos a favor de la guerra. Según The Washington Post, a principios de 2002 Wolfowitz le encargó a la CIA un informe sobre Blix. Como el informe no contuvo datos desfavorables, Wolfowitz, según se dice, “se puso furioso”. Y como estaban por empezar las inspecciones, Perle dijo: “Si dependiera de mí, en vista de su trayectoria, no habría nombrado a Hans Blix.” En su discurso de febrero Powell señaló que Blix no había tomado en cuenta pruebas de la producción iraquí de armas químicas y biológicas. Después de una obstrucción de meses, finalmente Estados Unidos le proporcionó a unmovic algo de su información secreta, pero, según los funcionarios de unmovic, nada de esta información suministraba descubrimientos incriminantes.

Las secuelas
“Lo que no debemos hacer ante una amenaza de muerte —dijo Cheney en una reunión de veteranos de la guerra en agosto de 2002, en Nashville— es ceder a los buenos deseos ni a la ceguera voluntaria.” La admonición de Cheney ha resonado, pero no por los motivos que él habría querido. El gobierno de Bush mostró un caso agudo de ceguera intencional en su campaña en pro de la guerra. Gran parte de sus pruebas de la reconstrucción del programa nuclear iraquí, del vigor de un programa de producción de armas químicas y biológicas, y del nexo activo entre Iraq y Al Qaeda se basaron en la “inserción de rumores en diversos discursos que se tomaron como evangelios”.
     En algunos casos el gobierno pudo haber mentido a propósito. Si Bush no estaba enterado de que la supuesta compra de uranio de Iraq a Nigeria era un engaño, muchas personas del gobierno sí lo sabían, incluso, posiblemente, el vicepresidente Cheney, que habría visto el discurso sobre el estado de la Unión antes de que se presentara. Rice y Rumsfeld también tienen que haber sabido que destacados expertos de inteligencia habían descartado que los tubos de aluminio comprobaran las pretensiones nucleares de Iraq. Y, si bien algunos funcionarios del gobierno auténticamente pueden haber creído que hubiera un fuerte nexo entre Al Qaeda y Saddam Hussein, es probable que la mayoría supiera que estaban construyendo castillos en el aire.
     El gobierno de Bush asumió el poder con la promesa de restablecer “el honor y la dignidad” de la Casa Blanca. Y es cierto que no han atrapado a Bush teniendo relaciones sexuales con alguna becaria o mintiendo sobre este tema bajo juramento. Pero Bush ha cometido un tipo de engaño en torno a las decisiones más graves que tenga que tomar un gobierno. Estados Unidos puede haber tenido razón de hacerle la guerra a Iraq; después de todo, había otros motivos. Pero no se justifica la guerra con los argumentos de seguridad nacional que el presidente Bush utilizó durante el otoño y el invierno pasados. Engañó a los estadounidenses sobre lo que se sabía del peligro que representaba Iraq, y le impidió al Congreso tomar una decisión informada sobre si debía o no mandar al país a la guerra.
     La baja institucional más grave de la campaña del gobierno pueden haber sido los servicios secretos, en particular la cia. La información de la CIA parece haber sido deficiente, quizás inocente. Durbin dice que los informes secretos de la CIA tenían detallados mapas de dónde sería posible encontrar las armas químicas y biológicas. Desde la guerra, en esos lugares no se ha encontrado ese tipo de armas. Pero el gobierno también ha convertido a la CIA —y en particular a Tenet— en defensor de la guerra contra Iraq, en un momento en que la propia información secreta de la CIA contradecía las declaraciones públicas de la institución y de su director. ¿Habrá verificado de verdad Tenet la advertencia de Bush, sobre la posibilidad de que Iraq atacara a Estados Unidos con los vehículos aéreos telecomandados? ¿Suscribió realmente las reflexiones de Powell sobre los lazos de Al Qaeda con Saddam? ¿O para entonces Tenet y su organización habían perdido toda traza de la honestidad intelectual, esa de la que depende la política exterior de Estados Unidos en forma decisiva, en particular en una época de guerra preventiva?
     Demócratas como Durbin, Graham y el senador Jay Rockefeller, que se ha convertido en el integrante más destacado del Comité de Inteligencia, ahora están presionando para que se haga una investigación completa de la evaluación de los servicios secretos sobre el peligro que representaba Iraq. Esto conduciría a audiencias públicas y a la presentación incondicional de los documentos reservados, así como a la protección para los testigos que declaren. Pero es poco probable que suceda. El senador John Warner, director del Comité de los Servicios Armados, pidió inicialmente una audiencia pública, pero se retractó después de que Cheney asistió a un almuerzo de senadores del Partido Republicano el 4 de junio. Según el personal del Capitolio, Cheney le dijo a los republicanos que obstruyeran toda investigación, y parece que lo lograrán. Roberts, el nuevo presidente del Comité de Inteligencia, presionado por los demócratas, finalmente ha aceptado una audiencia privada pero no una investigación pública ni privada. Según Durbin, el plan republicano es obstruir, con la esperanza de que Estados Unidos encuentre suficientes armas de destrucción de masas en Iraq para aplacar la polémica.
     La polémica podría, en efecto, desvanecerse. Los demócratas no tienen poder para que se realicen las audiencias. Aparte de Graham y del ex gobernador de Vermont, Howard Dean, los principales candidatos demócratas a la presidencia están tratando este tema con delicadeza, dado el abrumador apoyo del público a la guerra. Pero hay cosas peores que perder unas elecciones por alejarse mucho de la realidad, es decir, por abstenerse de defender la integridad de la política exterior del país y sus instituciones democráticas. Puede ser que, en un futuro no demasiado lejano, sea necesaria una guerra preventiva, quizá contra Corea del Norte, con la que de veras se quisiera incinerar Seúl, o contra un Pakistán nuclear, que ha caído en manos de los musulmanes radicales. En ese caso, nosotros, el pueblo, necesitaremos de nuestros dirigentes una evaluación honesta del peligro. Pero la próxima vez, gracias a George W. Bush, quizá no les creamos hasta que sea demasiado tarde. ~

© 2003, The New Republic
     Traducción de Rosamaría Núñez

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