Un tal Rodríguez: el hombre que nunca estuvo allí

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Esta historia es tan delirante y fantasiosa que lo que en realidad lo deja a uno pasmado es que pueda ser, no ya verosímil sino directamente verdadera. Y se inicia o termina (según elijamos, siguiendo a Einstein, un extremo u otro para plegar el tiempo) en 2006, cuando un director de cine sueco, Malik Bendjelloul (si, también parece mentira pero no lo es; es sueco, aunque de origen argelino), se marchó a Sudáfrica en busca de inspiración para su primera película y acabó charlando en una tienda de discos de Ciudad del Cabo con su propietario, un discópata llamado Stephen Segerman, alias “Sugar”, quien le aclaró el origen de su dulce apodo. De esa conversación surgió Searching for Sugar Man, un documental que ha ganado los Premios del Jurado y del Público en el Festival de Sundance de 2012 y que luego ha seguido cosechando éxitos en otros muchos certámenes, desde Moscú hasta Doha. Pero la curvatura del tiempo nos llevaría en sentido inverso hasta 1925, cuando una familia de inmigrantes mexicanos arribó a Detroit, por aquel entonces una de las ciudades pujantes del mecanizado sueño americano. Allí nació Sixto –llamado así por ser el sexto vástago de la familia Rodríguez–, cuya infancia transcurrió entre la miseria y la violencia de los arrabales de la gran ciudad, con el rápido abandono de los estudios para perpetuar el oscuro destino de bracero industrial de su padre. Ya entrados los sesenta, sus inquietudes corrían paralelas a los vientos de lucha y libertad en la Norteamérica de entonces (Martin Luther King y César Chávez luchaban por los derechos civiles de las minorías negra y latina). En sus ratos libres, armado de una guitarra y un puñado de composiciones que hablaban desde la pobreza, la violencia, la injusticia y las drogas del gueto, Rodríguez deambulaba por los garitos de Detroit, en una atmósfera que rezumaba activismo político, antimilitarismo y oposición a la guerra de Vietnam, sexualidad liberada y experimentación con las drogas.

 

En 1967 le presentaron a Harry Balk, dueño del diminuto sello Impact, para quien grabó un primer tema, “I‘ll slip away” (“Me desvaneceré”) –título que hoy suena escandalosamente premonitorio–, con el desternillante nombre artístico de Rod Riguez. La canción no tuvo ninguna repercusión pero los músicos de estudio que lo acompañaron –nada menos que el guitarrista de la Motown, Dennis Coffey, y el compositor y arreglista Mike Theodore–, quedaron muy favorablemente impresionados con el muchacho. Años después, ambos músicos hablaron largamente de su talento para la composición, sus variados registros de voz y la calidad poética y rabiosamente combativa de sus letras a Clarence Avant –uno de los padrinos de la música negra, productor y manager de Sarah Vaughan y de Lalo Schifrin–, quien acababa de fundar un nuevo sello, Sussex Records, que también sería la primera discográfica de Bill Withers. Tras recuperar su verdadero y anónimo nombre artístico, Rodríguez grabó –con aires folk y dylanianos pero con una voz más suave y negra, arreglos con rasgos de soul & funk y toques psicodélicos–, Cold fact (“La cruda realidad”) en 1970 y un año después Coming from reality (“Viniendo de la realidad”) bajo la dirección de Dennis Coffey, Mike Theodore  y los músicos de Motown, The Funk Brothers. Siguiendo la estela perversamente agorera de sus títulos, la frialdad de los hechos le demostró que, si venía de la realidad, caminaba en dirección a ninguna parte. En todo caso, naufragar sin dejar rastro en el deslumbrante océano musical de aquellos años en el que tan solo en Detroit –y sin extendernos a otras ciudades y sellos de Estados Unidos– la maquinaria Motown hacía sonar en todas las emisoras a The Supremes, Marvin Gaye, The Jackson Five, Stevie Wonder, The Temptations, The Isley Brothers y muchos más, tampoco era nada de lo que uno pudiera avergonzarse. Dos años después Sixto Rodríguez abandonó la música profesional y prosiguió, como obrero de la construcción, su rutinaria y aparentemente feliz vida suburbial, amenizada por un matrimonio y unos cuantos hijos.

 

Pero la realidad es un misterio: la música de Rodríguez atravesó el océano Atlántico y unos pocos ejemplares de Cold fact aterrizaron en la aterrorizante Sudáfrica de la época, a donde también llegaron álbumes emblemáticos como Abbey Road de The Beatles, Bridge over troubled water de Simon and Garfunkel y alguno que otro título mítico de Bob Dylan y The Doors. Al igual que ellos, Rodríguez se convirtió en secreto artista de culto. Curiosamente tanto su música como la temática de sus letras interesaron vivamente a una parte de la población blanca, universitarios progresistas de clase media que estaban en contra del apartheid (y del servicio militar obligatorio necesario para perpetuarlo). Sus vinilos cobraron vida propia, empezaron a rodar por el país africano y, tras el cierre de Sussex Records, los derechos fueron adquiridos por A&M Records, quien decidió reeditarlos. Con más de medio millón de copias vendidas, Cold fact se convirtió en disco de platino, un éxito que luego se contagió a la vecina Rodesia (hoy Zimbabue). Algunos años después el sello australiano Blue Goose Music licenció los derechos y el fenómeno se extendió hasta el fin del mundo: Nueva Zelanda y Australia.

 

En todo este tiempo nadie se extrañó del silencio del artista ni se interesó por su trayectoria posterior, porque se creía que había compartido el destino de tantos otros héroes trágicos, como Jimi Hendrix, Jim Morrison, Syd Barrett o Janis Joplin. Su desaparición, según muchos, se debía a un suicidio o a una sobredosis de heroína, a una cadena perpetua o al confinamiento en un sanatorio mental. A finales de los años setenta, Rodríguez realizó una modesta gira en Australia como telonero de un grupo local y llegó a abrir a los potentísimos Midnight Oil. En alguna de aquellas actuaciones se grabó un disco, Alive (y no “Live”), cuyo título pretendía desmentir –y explotar– la leyenda de su desaparición.

 

En Sudáfrica solo hubo silencio, hasta que Craig Bartholomew y Stephen Segerman decidieron en 1998 investigar el paradero de Rodríguez. El hombre que “nunca estuvo allí” se quedó perplejo al saber que siempre había estado presente. Habían transcurrido casi treinta años y finalmente pudo llevar a cabo una exitosa gira, de la que se rodó un documental para dejar constancia a los incrédulos recalcitrantes de que seguía vivo, puesto que los muertos no pueden ir de gira (Dead men don’t tour: Rodriguez in South Africa, 1998).

 

Pero, a pesar de todo, Rodríguez siguió siendo invisible en Estados Unidos hasta que este magnético documental de 2012 le ha dado un golpe definitivo a su tendencia evanescente. El autor de piezas tan sugerentes como “Crucify your mind” (“Crucifica tu mente”), “This is not a song: it’s an outburst” (“Esto no es una canción: es un estallido”), “Gommorah: a nursery rhyme” (“Gomorra: una canción de cuna”), “Hate street dialogue” (“El diálogo de la calle del odio”) o la emblemática “Sugar man” (“El hombre dulce”) sobre un dealer que trae “los mágicos barcos plateados que hacen desaparecer las dudas”, recupera, en un salto hacia atrás de más de cuatro décadas, un lugar en la historia universal de la música popular en el que nunca había estado. Ya lo anticipaba el título de otra de sus canciones: “Climb up on my music and from there jump off with me” (“Trepa por mi música y salta conmigo desde allí”). Un viaje ciertamente prometedor entre los pliegues del tiempo. ~

 

 

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(ciudad de México, 1958) es abogado, periodista y crítico musical. Conduce el programa colectivo Sonideros de Radio 3 en Radio Nacional de España.


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