¿Sin lugar para los débiles?

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En las economías avanzadas, como en Japón, Alemania y Estados Unidos, el uso de robots se ha duplicado en la última década. Si no hemos notado su ascenso es porque este ha sido tan silencioso como vertiginoso. Desde sus orígenes las computadoras han duplicado su capacidad cada dieciocho meses y se estima que, de mantenerse esta tendencia, en un lapso menor a veinte años 47% de los trabajos en Estados Unidos estarán en riesgo de ser automatizados y en noventa años 70% de las ocupaciones actuales humanas serán desempeñadas por robots.

Es posible mirar este fenómeno al menos desde tres diferentes perspectivas. En primer término estamos ante la posibilidad material de construir una auténtica utopía a través de un modelo económico que no requiera del trabajo humano y que reparta de manera democrática sus beneficios. En este mundo todos podríamos dedicarnos, finalmente, al crecimiento intelectual o al ocio. Empero, las prioridades y tendencias que dictan el rumbo presente de nuestro sistema económico suelen propiciar el crecimiento de grandes capitales en pocas manos por encima del bienestar general, por lo que este escenario se antoja improbable.

Una segunda posibilidad es que los robots nos quiten nuestros trabajos actuales, y que desempeñen además otros trabajos que nunca pensamos que podrían existir; es decir, los nuevos trabajos de los robots generarían, a su vez, nuevas y diferentes posiciones laborales para los seres humanos. Algunos de los que apuestan por esta posibilidad afirman que no sería la primera vez que el trabajo humano sea sustituido por el de máquinas. Al calor de la primera Revolución industrial, los autodenominados “luditas” embistieron contra las maquinarias industriales que, aseguraban, les dejarían sin empleo. Sin embargo, el tiempo no les dio la razón: no hubo el incremento en el desempleo que pronosticaban, sino un cambio en la naturaleza del trabajo disponible. Hace doscientos años 70% de los norteamericanos vivía en granjas. Hoy la automatización ha eliminado 99% de sus trabajos y los ha reemplazado por máquinas; pero paralelamente se han creado cientos de millones de trabajos en áreas emergentes.

Existen motivos para defender una tercera y mucho más lúgubre proyección, dado que las máquinas de la Revolución digital son capaces de desempeñar tareas cognitivas complejas, a diferencia de las de la Revolución industrial que se limitaban a desempeñar tareas físicas. Gracias a algoritmos cada vez más sofisticados, muchos de los nuevos robots pueden “leer” su entorno y producir reacciones adecuadas al mismo. Las noticias de máquinas que logran ejecutar tareas que, por su complejidad intelectual, solían considerarse territorio exclusivo del ser humano ya no resultan siquiera sorprendentes. Los automóviles que se manejan solos o los robots que pueden interactuar física y lingüísticamente con seres humanos en entornos laborales son apenas dos botones de muestra de esas nuevas capacidades.

En este contexto, los primeros trabajos que serán sustituidos son aquellos que implican destrezas medianas y tareas rutinarias que requieren de poca capacidad física o creatividad. El riesgo de que la automatización lleve a contadores, a vendedores de mostrador y a trabajadores de telemarketing a perder su trabajo en los próximos veinte años es superior al 90%. Esta tendencia no es nueva. Después de la crisis de 2008 la economía estadounidense se ha recuperado, pero no ha ocurrido lo mismo con los empleos. Según Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee (Race against the machine, 2012), la pérdida de trabajos no se debe en lo esencial a la recesión o a la falta de innovación, como algunos sugieren, sino al exceso de esta última. El problema es que, a diferencia de las máquinas que amenazaban a los luditas, las máquinas de la Revolución digital tienen una mayor capacidad para operar sin la asistencia o supervisión de seres humanos, por lo que el sector industrial no está generando los empleos necesarios para reponer los puestos perdidos.

La Revolución digital ampliará un par de divisiones propias de nuestro tiempo. La primera es la que se produce entre las minorías preparadas, por lo regular personas con recursos económicos mayores al promedio, y el resto de la sociedad. La automatización solo deja abierta la puerta para trabajadores capaces de desempeñar tareas “no rutinarias” o “abstractas”, las cuales suponen altos niveles de educación, capacidad analítica, creatividad y habilidad para solucionar problemas. Esto provocaría que más gente compita por los mismos trabajos, lo que ocasionaría caída de los salarios y, en consecuencia, el declive también de su participación en el ingreso nacional.

La segunda y más profunda división es la que se generará entre los dueños de los robots y el resto. La desigualdad, un problema probablemente tan antiguo como la humanidad, ha sido siempre manejable –al menos en teoría– debido a que las personas nacen con la capacidad de aprender y de trabajar. En un mundo en el que los robots desempeñen parte importante de los trabajos disponibles, los mecanismos tradicionales para reducir la desigualdad quedarían obsoletos. De esta forma, quienes cuenten con los millonarios recursos para hacerse de robots se distanciarían del resto de la sociedad y, como consecuencia de la caída en los salarios, tendrían un poder inusitado sobre sus obreros humanos, situación que recrudecería el añejo conflicto entre capital y trabajo.

La revolución en curso generará que la naturaleza del trabajo humano se transforme de modo radical y que los robots tomen eventualmente la mayoría de nuestros trabajos. De eso queda poca duda. Nos guste o no, la velocidad a la que se desenvuelve este fenómeno lo vuelve ya irreversible. Queda pendiente por definir si tendremos la capacidad de comenzar a encauzar este cambio para generar las condiciones que permitan el libre desarrollo de nuestra humanidad, o si permitiremos que con el advenimiento de los robots se profundicen nuestras actuales injusticias y desigualdades hasta llegar a un punto en el que ya no haya posibilidad de retorno. ~

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Es profesor universitario y colaborador semanal del Diario de Yucatán


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