Schreber y Dick: dos investigaciones

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En 1903 aparecieron las Memorias de un enfermo de los nervios, escritas por el doctor en derecho Daniel Paul Schreber (1842-1911), hasta poco antes interno del manicomio de Sonnenstein. Jung leyó el libro y, fascinado, lo dio a conocer a Freud. Éste, igualmente seducido por el texto, le dedicó un ensayo poderoso: Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente (1911).
     A partir de aquí, el relato del antiguo presidente del tribunal de apelaciones de Dresde —quien describe su relación privilegiada y violenta con Dios, más los “hallazgos” sobre sí mismo y el universo entero a los que dicha situación lo condujo— se volvió una de las referencias más socorridas del psicoanálisis y, por vía de sus intérpretes, una de las narraciones más influyentes de la cultura contemporánea.
     Su mito pesa aún. Sometido a la tiranía de su padre —Daniel Gottlieb Moritz Schreber, antecesor de las pedagogías pop y defensor de la tortura para asegurar la represión y la obediencia—, el doctor habría huido a un mundo ilusorio para no manifestar (porque le era imposible) un impulso homosexual. Desde 1893, abrumado por la idea “de que tenía que ser muy grato ser una mujer sometida al coito”, Schreber habría transformado el derrumbe de su psique en causa, y no efecto, de la “feminización”. Todo es culpa, escribe, de la singularidad absoluta (misteriosa, paranoica) de su propio cuerpo, que al enfermar de los nervios empieza a absorber, como una pila, todos los “rayos” divinos emanados del Creador para engendrar y mantener el cosmos. Además de desquiciar la existencia y enfurecer a la deidad, la desviación de los “rayos” reduce el pene de Schreber, agranda sus pechos, le comunica una voluptuosidad invencible…
     La solución de Schreber: por el bien de los mundos y de Dios, y aunque sea una indignidad, aunque la gente se burle, no tiene otra opción que abandonarse a la metamorfosis y dejarla llegar a su conclusión natural, con lo que se alcanzará un equilibrio nuevo. El libro termina con el anuncio de que Schreber no morirá mientras su ser femenino no aparezca, pleno, libre de toda traza masculina. Antes se ha dicho que la “mujer Schreber” podría llegar a engendrar una nueva raza humana. Nosotros, lectores de más de un siglo después, podremos decir que los dos augurios se cumplieron, siquiera como metáforas de perduración.
     Por otra parte, quienes juzgan las Memorias un acertijo, el disparate de un perturbado, que sólo puede invitar a su reducción y desciframiento, olvidan que mucho en Schreber se resiste a cualquier interpretación estrictamente psicoanalítica, y (más importante) que las propias Memorias son, como sus incontables exámenes, una indagación: la busca de sentido en un conjunto fragmentario de impresiones. Como los expertos a partir de Schreber, éste, a partir de sus propias experiencias y alucinaciones, plantea hipótesis, las corrige o descarta, incorpora nuevas reflexiones y a veces se rinde ante evidencias del exterior y debe modificar suposiciones iniciales que parecían inamovibles.
     La hazaña es notable no sólo por ser la de un enfermo mental; aunque su teoría sea absurda, no pueden negarse sus atisbos de dignidad literaria. Todo el libro se asienta en una frase, “El alma humana está contenida en los nervios del cuerpo”, que se expande en elaboraciones sucesivas, apoyadas en referencias eruditas, elaboradas con la convicción de un teólogo, un acopiador de mitos o un novelista antiguo, de los que creían en la verosimilitud de las representaciones…
     Una comparación puede ser útil: el escritor más parecido a Schreber debe de ser Philip K. Dick (1928-1982), el autor de El hombre en el castillo, Los tres estigmas de Palmer Eldritch y otras novelas fundamentales, secretas, de la narrativa estadounidense del siglo XX.
     En 1974, Dick —quien consumía estimulantes con regularidad y tenía tendencias paranoicas: se figuraba perseguido por la CIA— tuvo una experiencia alucinatoria. Una noche percibió que aquél era en realidad el año setenta, y él mismo un cristiano primitivo: las dos eras e identidades se superponían y quedaron “mezcladas” en su conciencia durante semanas. Poco después comenzó a escuchar voces. Siguieron más alucinaciones y un par de “milagros”: avisos, supuestamente confirmados luego, de enfermedades propias y ajenas. Durante los años que le quedaron de vida, Dick se dedicó a intentar la “aclaración” de estos incidentes: el resultado son ocho mil páginas de notas y elucubraciones que el escritor llamó Exégesis y en las que sus delirios se entrelazan con ensayos de interpretación en la busca de un sistema del mundo: una cosmogonía entera (a partir de un collage siempre cambiante de cábala, budismo, gnosticismo, zoroastrismo) que le permitiera descartar la posibilidad de su propia locura.
     Aunque la Exégesis está aún casi totalmente inédita, Dick publicó también un ciclo entero de novelas —o versiones de una misma novela, contradictorias, con ideas y conclusiones muy distintas— a partir de ella. Las más importantes son SIVAINVI (1981) y Radio Libre Albemuth (1985), en las que Dios aparece y es definido como un “Sistema de Vasta Inteligencia Viva”: un radiotransmisor de bienaventuranzas cerca de alguna estrella lejana y capaz de comunicarse con la mente de algunos elegidos para impulsar la lucha contra un imperio insidioso, metafísico, que habría cancelado el tiempo en el año setenta.
     ¿Cómo abordar las investigaciones de Dick? ¿Cómo entender sus semejanzas, siquiera superficiales, con las “tesis” de Schreber, con el método de Schreber? Podría comenzarse en esta idea: acaso el estadounidense pudo escapar de la demencia profunda, la disgregación total de la que el alemán fue víctima al final de su vida, porque era escritor: porque tenía el derecho de transformar sus visiones en literatura; ciertamente no fue internado y nunca se sospechó de sus ficciones.
     También podría considerarse, sin embargo, la enorme voluntad de articulación, el ansia de descubrimiento que Schreber y Dick comparten, y que es impulsada por la conciencia de un horror invencible, del que no se puede escapar. Exégesis y Memorias apuntan, cuando menos, a los mismos rincones negros de la conciencia: a los territorios más allá de toda certidumbre que también (querámoslo o no) llegamos a habitar. –

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(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.


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