Saul Steinberg (1914-1999)

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Para Gabriela Islas
     Hay una fotografía de Henri Cartier-Bresson que capta a Saul Steinberg joven y esbelto, cigarro infinito en los labios, recostado sobre una colchoneta entre acera y prado, una pierna graciosamente trepada sobre la otra como en una de sus asombrosas caricaturas, perdida la mirada convirtiendo en dibujo la realidad, dibujándola, reinventándola, mientras un infaltable gato —los gatos son leitmotiv de su obra— se esponja, se estira y observa con agudeza al agudo observador rumano —vuelto pronto norteamerican citizen—, observados ambos por el agudo observador francés. La foto, tomada en 1947, es casi contemporánea de su primer libro —que conozco gracias a la generosidad del compositor Joaquín Gutiérrez Heras—, All in Line (1945) —que, entre otras cosas, contiene no pocas sátiras devastadoras del nazismo—, y tampoco está lejos en el tiempo de The Passport (1954) —volumen más maduro, creo—, que desde niño repaso una y otra vez. En ambos libros todo es innovación, sorpresa, frescura, deleite.
     Steinberg —un marginal, un outsider, a pesar de su aureola de ilustrador estrella, durante más de cincuenta años, de The New Yorker— ha sido comparado por el genio de su línea con Picasso, nada menos, y quien afirmó alguna vez que Steinberg era, en el dominio del dibujo, comparable a James Joyce por la diversidad insólita de sus lenguajes estéticos, tampoco exageró. Diversidad de lenguajes que es diversidad de materiales, de técnicas, de medios, de semántica. Steinberg va de la economía de medios extrema, de la sencillez más austera y concentrada de la línea, al más elaborado montaje fotocompositivo, al más complejo collage, explosivo en significados.
     A la imaginación inagotable de Steinberg hay que agregar, en cualquier intento de aproximación, dos constantes: la crítica y el humor. Su tipo de crítica es el más eficaz: la crítica que se articula a través de la "simple" exposición de los hechos y los gestos; la crítica que, casi inadvertidamente, socava las bases de las convenciones sociales. Y naturalmente, su tipo de humor es también franco, directo, lúdico. Steinberg arranca inevitablemente la sonrisa, la carcajada a veces, pero después de sonreír, de reír, espontáneos y fascinados, tardamos en saber, en interpretar de qué y por qué sonreímos o reímos. Steinberg ridiculiza —reduce al absurdo— la vida humana al tiempo que la celebra. Picasso dijo una vez que toda su vida había tratado de aprender a pintar como un niño. Steinberg dibuja siempre con la espontaneidad hilarante y desarmadora de un niño, pero con la malicia de un viejo lobo de la psicología, la sociología, la estética, la filosofía y las letras, disciplinas que estudió, todavía en Rumania, además de la arquitectura, el diseño gráfico y el dibujo que estudió en Milán. "Steinberg no fue cartonista ni pintor —escribió Art Spiegelman, colaborador de The New Yorker—. Fue Steinberg". Y en efecto, Steinberg fue un "vanguardista" disfrazado de cartonista. Su formación polifacética, felizmente integrada, es notoria no sólo en la weltaunschauung gráfica de sus cuadros y dibujos, sino en aforismos luminosos (que traduzco, unos cuantos, a vuelapluma): "Pienso, luego Descartes existe"; "Una mujer bella sólo puede ser pintada como tótem; no como una mujer, sino como una virgen, una reina, una esfinge"; "Cuando observo una escena en una ciudad (o un país), veo una firma en la esquina baja derecha"; "La gente que ve un dibujo en The New Yorker piensa automáticamente que es chistoso porque es una caricatura. Si lo ve en un museo, piensa que es artístico; y si lo encuentra en una galleta de la suerte, piensa que es una predicción".
     Nueva York, ciudad de ciudades que es país y mundo aparte, ha sido transfigurada bajo la mirada poliédrica e irónica de Steinberg una y otra vez, hasta el grado crítico extremo de presentarla como el universo desde el cual se contempla el resto del planeta reducido a provincia, o la provincia pretenciosa y cosmopolita desde la cual se contempla microscópico el resto del mundo (A View of the World from Ninth Avenue, 1976).
     Se burló de los rascacielos como del manicure, de la ignorancia burguesa como de la egolatría de tintes nietzscheanos, pero siempre con desenfado, con gracia, con ironía tierna y piadosa; siempre sin militancias rígidas, sectarias (algo de lo mucho que podrían aprender de él la mayoría de nuestros caricaturistas políticos… y no aprenden).
     En The Passport hay tintas casi impresionistas, paisajes realizados con huellas digitales, billaristas en técnica puntillista, músicos que suenan, parejas de baile en movimiento, bebedores neoyorkinos en la sola compañía de su copa, porristas y vaqueras desquiciadas, caricaturistas que se dibujan —o caricaturizan— a sí mismos, fotógrafos que se fotografían al mismo tiempo, mujeres vestidas o desnudas pintadas sobre sillas o en tinas de baño materiales, carnavales publicitarios delirantes, fiestas suntuosas y patéticas, garabatos perturbadores en que reconocemos pero no podemos descifrar esta existencia, fotos de cañerías que el dibujo sobrepuesto vuelve puentes, puentes de Brooklyn que son poemas, estatuas que un buen día se cansan de ser estatuas y se bajan del pedestal, consumidores decembrinos en que sólo puede uno reconocer abrigos y sombreros y paquetes de regalos, y mil cosas más que miro y admiro pero no sé describir ni interpretar.
     En su galería de parejas armoniosas pero gráficamente disparejas como el agua y el aceite, Steinberg plasmó un tratado del amor y la incomunicación humana. Y como nadie supo dibujar con sentimiento antisolemne —pero genuino— la soledad.
     Comenzamos esta breve y modesta memoria de Steinberg con una fotografía; terminémosla con otra (la tomé de Internet y desgraciadamente desconozco al autor). Misión cumplida, viejo y embarnecido, serio, sin concesión alguna a la cámara, el cigarro infinito en la mano, el bigote de siempre, abrigado por un suéter con solapas, perfectamente de pie está Saul Steinberg, ya no perdida su mirada en la realidad, dibujándola, reinventándola, sino fija y penetrante en la cámara, mirada retadora y satisfecha, dibujándonos y reinventándonos a todos. –— Luis Ignacio Helguera

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fue un poeta, narrador, ensayista, crítico musical y ajedrecista mexicano.


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