Pólizas de garantía

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Todos somos consumidores. Compramos artículos o pagamos servicios porque los necesitamos. Al menos, es algo de lo que estamos convencidos. Cuando llegamos a casa con un producto bien embalado, somos testigos de nuestra voracidad. Hay quien arranca la envoltura en un afán por poseer de inmediato el objeto recién adquirido. Otros, más meticulosos, centran sus obsesiones en un cauto procedimiento para abrir el empaque, dejándolo casi en su forma original, como si nunca se hubiera abierto. Con el paso del tiempo, la novedad del producto se agota y, si acaso, queda la utilidad como el referente de una buena compra.

Sin embargo, las cosas no siempre son así. Sucede que, a veces, los productos vienen defectuosos. El televisor no prende, la tintorería nos devuelve el edredón con varios cortes o el automóvil decide no arrancar el día que más prisa teníamos. El enojo suele mezclarse con la impotencia y con la desesperación. Incluso acudimos a una idea superior de justicia para intentar comprender el fenómeno: ¿por qué a mí? Vaya uno a saber: por estadística, porque esas cosas pasan, porque nada es eterno, porque sí.

Si el producto en cuestión es valioso, procedemos a reclamar al vendedor o, en su caso, al fabricante: exigimos que nos haga válida la garantía. Aquí el asunto comienza a volverse enredado. No todo lo que consumimos cuenta con una póliza; no todas las garantías son iguales.

Así, uno puede exigir, dentro de un plazo insignificante, que le cambien la tele que nunca encendió. También puede sentirse tranquilo respecto a su coche: pese a las molestias, lo más seguro es que se lo reparen. Hay muchas historias de terror en torno a las tintorerías pero se puede correr con suerte. Más difícil es reclamar en un restaurante, por ejemplo. Se me ocurre que resulta imposible llegar a una gasolinería, pedir hablar con el encargado y exigirle la devolución de nuestro dinero solo porque el líquido combustible que nos vendieron no sirve del modo en que suponíamos.

Tampoco se puede exigir que nos hagan válida la garantía de un libro porque, como la gasolina, los libros no cuentan con una póliza. Miento, cuentan con una muy limitada, aplicable solo si los defectos son físicos: le faltan páginas, está mal impreso, mal encuadernado, mal pegado, mal cortado, mal escrito… No, esto último no.

Cuando uno compra una novela desea ciertas cosas de ella. Esperar que simplemente esté bien escrita es como aceptar la idea de que el televisor que acabamos de comprar muestre imágenes poco nítidas o en blanco y negro. No, cuando leemos una novela, sea cual fuere la época en que fue escrita, uno espera que transmita en HD, que dé muchos kilómetros por litro, que sea, pues, el manjar que hemos elegido en la carta. Pero no, a veces debemos conformarnos con una historia bien escrita y solo eso. En ocasiones, ni eso.

Imagino, no sin cierta impudicia, una larga fila de lectores insatisfechos. Están a la espera de ser atendidos en el Departamento de Quejas y Devoluciones de alguna editorial importante. Como suele suceder cuando impera la impaciencia, quienes están formados comienzan a platicar acerca de lo que los tiene ahí, perdiendo su tiempo: el narrador no funciona, la trama está mal orientada, la diégesis resultó inverosímil, los personajes son harto maniqueos… Justo las mismas quejas que escuchan los empleados del call center de una editorial aún más grande.

Resultaría una insensatez pedirle al autor del libro en cuestión que reparare todos esos dislates. Es como si le pidiéramos a quien diseñó cierta licuadora que se ocupara de componerlas todas. Si acaso, podríamos avisarle para que ya no incurra en esa clase de errores. Los ya cometidos podrán remitirse a un técnico especializado en reparación de daños. Así como el tintorero no puede restaurar a su estado original la prenda maltratada, estos técnicos tampoco podrían hacer demasiado. Si acaso, escuchar al lector iracundo y defraudado, cuyos deseos no han sido debidamente interpretados. Con suerte, tijeras, pegamento y mucha paciencia, además de un stock considerable de fragmentos de novela, el técnico podrá reparar el daño y entregar, al final del día, una carpeta de argollas con una obra que funcione; una obra de retacería pero al menos eficaz.

Esto, claro está, si el lector es tan exigente como para reconocerse embaucado pero no tanto como para volverse inflexible. Existen comensales que devoran lo que se les sirva y otros muy quisquillosos que esperan obtener lo justo por su dinero. También existe ese tipo de lectores: los que saben que ningún arreglo basta para hacer funcionar el libro en turno. Entonces el técnico suspirará resignado. Tomará un catálogo y le ofrecerá intercambiar esa mala novela por otra. Si la fortuna está de su lado, el lector aceptará. De lo contrario, habrá que devolverle su dinero.

Pero las editoriales no son bibliotecas. El supuesto de la devolución de ejemplares es solo un buen deseo. Como consumidores, debemos hacernos a la idea de que no todos los productos tienen garantía. Con los libros, al menos, esta falta de certeza le brinda una buena dosis de emoción a la lectura. Eso sí, lapidarios como somos, basta una insignificancia para condenar a un libro, autor y editorial a la ignominia. Es la forma más eficaz que conocemos de hacer válida esa garantía. ~

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es escritor, profesor de letras hispánicas y autor de Los trenes nunca van hacia el este (Ediciones B, 2010), Con amor tu hija (Alfaguara, 2011), merecedor del Premio Lipp de novela.


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