Luis Mario Schneider (1931-1999): museógrafo de las letras

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Junto con el de Miguel Capistrán, el nombre de Luis Mario Schneider está ligado a la historia de la literatura mexicana del siglo XX en no pocos puntos. Editor, investigador, curioso coleccionista de libros y papeles, Schneider pertenece a esa especie —la de los lectores activos como el español Bartolomé Gallardo y el mexicano José Toribio Medina— sin la cual es difícilmente concebible una tradición literaria.
     Compilar, reunir, juntar el cuerpo despedazado de nuestras letras —por ejemplo, las de Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia, Genaro Estrada, Antonieta Rivas Mercado— no es tarea desdeñable en tierras como ésta donde la incuria y el olvido anticipan la ruina. Quizá la voz que mejor conviene para definir una vocación como la de Schneider sea la de curador. Pues, en efecto, el muchacho que vino desde Argentina a México a principios de los años sesenta y decidió hacer profesión viva de esa americanería andante que dijera Alfonso Reyes, no dejaba de ver a las letras y a los escritores bajo la especie de la colección y del museo. E iba añadiendo, a los tesoros escritos, los dibujos y caricaturas, como en el caso de Xavier Villaurrutia, cuya expresión gráfica rescató. Trabajador infatigable y riguroso, puntual y severo, Schneider podía ser en su trato celoso y exigente. Sin embargo, ese rigor sólo era consecuente signo de su celo, fruto del rigor que a él mismo, como a todo individuo elegante, lo atormentaba. De su generosidad curiosa son prenda los índices de revistas literarias del XIX y XX que él preparó, organizó y cuidó; las numerosas ediciones que preparó de escritores mexicanos del XIX y del XX como la Poesía de Vicente Riva Palacio o la Correspondencia de Jaime Torres Bodet —ambos títulos de próxima aparición—. La lista de las publicaciones que preparó, compiló, anotó y prologó es muy extensa y nos permite reconocerlo no sólo como lector sino también como editor. Prueban su generosidad también los Cuadernos de Malinalco, donde supo dar acogida impresa a no pocos jóvenes valores. Luis Mario —como le decían sus amigos— tenía una pasión: la historia literaria. Se desvivía aclarándola y reconstruyéndola —cuando no cimentándola—. Es cierto que a veces esta pasión arqueológica lo llevaba a trasponer las fronteras que separan la historia literaria de la literatura, y acaso a sobrevalorar episodios y figuras —como los del llamado Movimiento Estridentista, al que estudió con interés sin precedentes en El estridentismo o una literatura de la estrategia— adjudicándoles un valor que, en rigor estricto, quizá no les correspondía. Y es que su fuerza—pese a su espigada y esbelta silueta— no era tanto la del gusto y el juicio como la del acopio, el orden, la disposición y el acarreo inteligente, una virtud hecha de voluntad y constancia, conciencia de los largos y medianos plazos, pero, sobre todo, alentada por un instinto piadoso de salvación y rescate.
     Esa misericordia instintiva lo hacía recoger y reunir libros, papeles viejos, y de esa cantera —como un escultor, como un asombroso paleontólogo— iba sacando las diversas esculturas, las figuras múltiples de nuestro pasado inmediato. Y era tan poderosa y persuasiva su acción de rescate que, por ejemplo, más de un distraído creyó que Antonieta Rivas Mercado era un personaje de su invención al ver un libro cuyo título rezaba Antonieta Rivas Mercado y cuyo autor —deslices del editor— se presentaba como Luis Mario Schneider. Pero si Luis Mario Schneider editó numerosos libros ajenos juntando papeles dispersos y acarreando materiales que se creían perdidos, su reino más propio, su querencia fueron los diarios y revistas pretéritos, la selva encantada de la hemeroteca. Viéndolo, oyéndolo evolucionar entre las publicaciones atrasadas de México, España y en general Latinoamérica, uno se preguntaba si era o no ilusorio el paso del tiempo, si Luis Mario no había realizado algún pacto con los demonios del olvido que le permitían revivir y resucitar el pasado a voluntad. ¡Claro! Luis Mario Schneider era, en última instancia, un resucitador. Y sabía traer a sus Lázaros (Owen, X. Villaurrutia, Cuesta, Rivas Mercado, entre tantos otros autores) aliñados y bien prendidos aunque los acabara de exhumar de la fosa común de los diarios olvidados. Fuera de sus tareas de coleccionista literario, Schneider escribió poemas, ensayos y narraciones, y recibió un premio por la publicación de una novela muy poco leída. Son quizás los que mejor sirven para comprender su figura de curador, de atento coreógrafo del Museo crítico mexicano del siglo XX.
     En el debate entre las cigarras y las hormigas hay una tercera posición —la que incluye a ambas—. Es la opción de la crítica que no sabría prescindir ni del canto ni de la industria. En la cadena literaria se da esta dualidad complementaria. Ahí el hormiguero es una galería destinada a recibir el canto de la cigarra. A la hormiga de la crítica le toca amparar ese canto. Pero ¡ay del pueblo donde hay más cigarras que hormigas! –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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