Los filtradores de secretos

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Los bancos son el Estado precisamente porque lo eluden. Estados y bancos producen el contenido para la vida íntima diaria; segregan el aire y las normas que respiramos. Hasta aquí puedes pensar, sentir, soñar.

Estas contaminaciones cruzadas devoran el minuto de vida íntima, que se refugia en WhatsApp. El móvil es el alma, siempre vigilada por el Estado, las agencias secretas, los bancos y sus entes intermedios. En este magma de presiones omniscientes, los que arrebatan los secretos del poder son héroes íntimos, acaso impronunciables, impensables: Chelsea Manning, Julian Assange, Edward Snowden, Hervé Falciani… Da miedo hasta nombrarlos, quien los nombra queda fichado. Por eso hay que mencionarlos, una y otra vez.

Si mencionas a los que han desafiado al sistema se te anota en tu nube, se registra en tus preferencias de usuario y se guarda para siempre en tu ficha. En teoría puedes borrar ese historial infamante ante la nueva Inquisición, pero sabes que jamás se destruirá. Bien mirado, ese registro policiaco de clics te sobrevivirá, quizá es la inmortalidad low cost. Además, borrar, navegar anónimamente o encriptar los emails ya son indicios para la sospecha. Y exigen trabajo, tiempo. En un universo de vigilancia preventiva no sabes bien dónde puede estar el delito. Mejor no hacer nada, evitar ese clic, ese ínfimo apoyo, esa mención a los proscritos. Mejor no pensar. O, mejor aún, pensar en la línea oficial, mecerse en los dogmas de Estados, agencias secretas, bancos. Vivir sin vida propia, acatarlo todo, como siempre. Es un poco orwelliano, o muy orwellante, pero pensar requiere tiempo. Y quizá el satélite detecte tu calor cerebral. Las máquinas ya vienen con su sistema de vigilancia de serie, el agujero trasero, entre comercial y político, su cordón umbilical que nunca se rompe.

El control es el medio. Y solo por eso, o precisamente por eso, por haber llegado tan lejos, y tan cerca, tan adentro (al alma, que es el móvil, tus clics), hay que recordar que el primer servicio de los filtradores de secretos es la verdad. El primer servicio de los divulgadores de secretos es su decisión de contar cómo funciona el poder. Cosas inaccesibles, imaginadas, que gracias a ellos salen a la luz. Luz y pantallas.

El núcleo de este universo vigilado es Guantánamo (el cuento de Kafka “En la colonia penitenciaria”). El paradigma del horror interior lo arrastra el presidente Obama, que prometió cerrar ese no lugar ajeno a la ley; lo prometió y no ha podido cumplirlo, porque él mismo es el primer preso del gallinero atroz. Parecía fácil cerrar ese pudridero. Estamos en un Guantánamo interior, agujero negro del que nada sale. Cada persona, por omisión, aunque sea de clics, ha permitido ese espanto que desborda a Kurtz y sus tinieblas; cada persona convive y tolera ese mal menor que ensucia el universo hasta el big bang, ida y vuelta. La tortura volante privatizada, las cárceles secretas. Pero, en fin, a qué meterse. Delete file.

Estados y bancos son lo mismo, y la prueba es el malestar que produce esta afirmación gratuita. No solo los bancos “sistémicos” (la propia definición, la propia jerga doctrinal, inapelable, que obviamente proviene de ellos); también los bancos centrales derivados de los Estados, de la Unión Europea, y el colofón, el fmi, el Banco Mundial; los bancos decretan, adoctrinan y mandan más que sus propios progenitores, aquellos Estados de los que se emanciparon.

Cuanto más asumimos estas cosas como inevitables, más valor tienen las revelaciones de nuestros queridos filtradores impronunciables. Esas fugas de secretos que han propiciado Manning, Assange, Snowden, Falciani son los únicos indicios que nos llegan sobre la realidad. Si no fuera así, no los perseguirían con tanta saña. Si no fuera así, no legislarían a toda velocidad para prevenir y dificultar cualquier nuevo desafío.

Luego los condecorarán, cuando ya nadie recuerde cómo eran aquellos días en los que Estados y bancos decretaban hasta el mínimo pensamiento posible. Como han homenajeado a “garganta profunda” de Watergate, mil películas después de los hechos. En la lista de los filtradores hay que incluir al hombre que fotografió en México al que se aprovechaba de su cargo público para pasear con su familia en helicóptero oficial; a los sufridos españoles que vienen denunciando las tramas de corrupción como la Gürtel y que sufren toda clase de oprobios.

Ahora veamos el otro lado. La amenaza es persistente, el Califato inunda YouTube; sus proclamas fascinan a chiflados, reclutan asesinos y pueden seducir a adolescentes en nuestra retaguardia: el enemigo interior, infiltrado. ¿Cómo no vigilar todo eso, cómo no auscultar a cada persona, si es tan fácil? En el documental oscarizado de Laura Poitras sobre Snowden, Citizenfour, se explica muy bien esa facilidad para vigilarnos a todos. Richard Stallman lo advierte desde hace años.

Vale, ok, admitimos, por desidia o angustia o prisa o miedo esa vigilancia total. Miedos cruzados: a los malos y a los buenos, nuestros queridos Estados policiales giratorios. Incluso habiendo cedido y aprobado tácitamente (nadie nos pregunta) esa intromisión preventiva indefinida, necesitamos que alguien, de vez en cuando, diga algo diferente. La propia salud del sistema requiere que alguien arroje al exterior un poco de contenido secreto. Aunque sea para blindarse y reforzarse y hacerse más elástico, el sistema granhermanista necesita soltar algo de sí mismo. Para aliviar su propia pesadez. En última instancia, los filtradores sirven para que el mismo sistema sepa qué está haciendo. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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