Final de partida

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A finales de 1997 tuve la oportunidad de salir de Cuba. Sabía que no regresaría más, tal vez nunca más, never more, como dice el cuervo de Poe. ¿Y por qué never more? Porque me había convertido en un cuervo, un ave de mal agüero que a cualquier pregunta sólo puede responder desde su inmovilidad su respuesta inmóvil: never more.
     Hay quien abandona su país con tristeza, como los emigrados rusos o como buena parte de los emigrados cubanos que marcharon a Nueva Jersey o a Miami. Pero un cuervo negro planea insistentemente sobre el vacío, nunca podrá sentarse pacientemente a lagrimear su pasado o su futuro entre otros emigrados, o a ejercitar esa extraña alegría de los que no tienen Patria alrededor de un puerco asado o una partida de dominó.
     Never more. La frase está movida por una manivela invisible, y no la digo yo, yo callo, las palabras se me mueven en la boca sin voluntad. Se supone que en el Tíbet hay un conjunto de monjes que no cesan de darle vueltas a las manivelas que mantienen en vilo el Destino del Mundo. Hay uno de ellos que vela por “nosotros”, el “destino de los cubanos”, cuyo molinillo mueve una y otra vez la frase: never more. Ese tibetano sabe lo que tiene entre manos. No salva a nadie. Él tampoco será salvado. No es semiólogo pero sabe que será el último cuando la Casa caiga, y que la frase seguirá girando en el vacío.
     Un país o se salva o se hunde, y si ese país es una isla, una isla superflua que nada como un corcho o se adhiere con devoción a una apendicular estructura simbólica de piedra, ese país, más que ninguno, está abocado por fatalidad a la “experiencia del desastre”. Si año por año cincuenta mil personas quieren huir de su país, y no pueden, y la cifra se acumula, se va creando un país dentro de otro país, o más exacto, un antipaís dentro de otro antipaís.
     Hay una forma moderna de suicidio en Cuba, una forma que irrumpe con la “modernidad totalitaria”, y es el suicidio masivo. (Las cifras del suicidio en Cuba durante los siglos XIX, XX y XXI —dentro de los diez primeros países del mundo— han sido una solución que nos iguala, de alguna manera, a las soluciones de los húngaros, los austriacos y los suecos.) En realidad, encontramos antecedentes de tales masas suicidadas por la Historia en los chinos y africanos que llegaban a Cuba y que, mortificados por el trabajo, el látigo y la “neurosis de lejanía” (¡neurosis de lejanía!), amanecían colgados como racimos de plátanos de los árboles cubanos. También fue un general español, Valeriano Weyler, el primero que empleó en Cuba los “campos de concentración” como solución a la guerra. Resultado: varios miles de cubanos muertos por hambre y enfermedad, sin contar las vacas y gallinas, muertas también de hambre y enfermedad.
     Los últimos diez años de la historia de Cuba tal vez hayan sido los peores años de su historia en lo que va de ambos siglos. Sólo se iguala a las primeras décadas “revolucionarias” —cuando tuvimos la UMAP, nuestro petit campo de concentración para homosexuales, lumpens, testigos de Jehová y otros “inclasificables”—, aunque la diferencia, ahora, es la entropía desmesurada, el sistema a punto de caer en un vacío parecido al caos, el país convertido en un Gran Campo de Concentración, ah, y el cansancio, el cansancio que ha estimulado el desencanto metafísico (¡qué linda frase: el desencanto metafísico!), el vacío vital o, como diría un sociólogo: la falta de encarnación de proyectos personales y políticos. Cuervos, esa raza abunda por las calles de La Habana, hoy, “sin proyectos personales y políticos”: país de cuervos negros, blancos, mulatos, indios y chinos que graznan: ¡Never more!
     Never more dice también el cuerpo esclerótico del Líder, que planea con su afán de destrucción, que quiere dar el último coletazo a su pueblo lanzándolo a una guerra con Estados Unidos, el suspiro postrero donde el Gran Cuervo intentará disolverse junto a “su gente”. ¿O es que el Pueblo espera escapar de la Hecatombe? No, el Pueblo también merece desaparecer, el Pueblo, que no se ha comportado a su altura: ¿qué pueblo es éste que cada año necesita que más de cincuenta mil de sus pueblerinos sean enviados al Otro Lado, a la zona de los “bárbaros”? Los tres fusilamientos recientes no deben verse como casos aislados: tres cuervos escapados representan simbólicamente la caterva innúmera que el Gran Cuervo desea sacrificar, pues resulta que desde hace 35 años sólo se marchan por centenares de miles los más pobres del país. El Gran
     Cuervo desea la guerra. No dudaría en sacrificar, como Sadam Hussein, a “su gente”. ¿Acaso este pueblo descontrolado, jubiloso, triste, bailón, inexacto —”país mío tan pobre, no sabes definir”, decía el poeta antinacional Virgilio Piñera—, no merece su desaparición? Lo que ningún Líder soporta de su pueblo es el desencanto metafísico. Se dijo que se construiría la Utopía, y no se cumplió. A diferencia de Hitler, nuestro Gran Cuervo prefiere desplazar la culpa hacia los “bárbaros” del norte. Pero en lo más íntimo de su corazoncito de cuervo sabe que es su pueblo el que lo ha traicionado, que es su
     pueblo el que prefiere poner mar por medio a la locura de su Líder, de ahí que sólo sea ahora que reconozca públicamente que odia a su pueblo fusilándolo, aunque ya desde mucho antes había preferido enviarlo al fondo del mar en masividades que se resisten al censo, sin que Europa o la opinión pública mundial se preocuparan al respecto. La relación numérica de muertos en Irak es una bicoca comparada con la relación de muertos cubanos fusilados, presos, enviados al exilio o empujados a morir tropelosamente al mar, y Europa comienza a reaccionar tarde, y lo más probable, como siempre, es que olvide. –

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