Entrevista con Anthony Giddens

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Anthony Giddens es uno de los sociólogos actuales más influyentes. Su teoría de la “Tercera Vía”, que pretende hacer compatible el libre mercado del capitalismo con la idea redistributiva del socialismo tradicional, ha sido adaptada por Schroeder, Blair, Jospin. El debate continúa…
      
     Sus libros tratan sobre temas tan diversos como la teoría sociológica, el análisis de las sociedades modernas, la metodología y la transformación de las relaciones íntimas. No es fácil establecer los límites de su trabajo.
     Durante los quince últimos años he trabajado sobre tres asuntos aparentemente inconexos pero que en realidad se relacionan entre sí. El primero, ¿qué herencia debemos conservar del pensamiento sociológico clásico de los siglos XIX y XX?, ¿qué debemos retener de los trabajos de Durkheim, Weber, Simmel y Marx? El segundo tema de reflexión se relaciona con los marcos lógicos y metodológicos dentro de los cuales las ciencias sociales deben pensar la sociedad y las conductas humanas. Particularmente, existe un dilema clásico que he intentado superar entre el objetivismo y el subjetivismo, entre las teorías del compromiso social y del actor. El tercer tema de reflexión es el de la modernidad: ¿cuál es la naturaleza de la civilización moderna?, ¿cuáles son las consecuencias sociales en los niveles micro y macrosociológico? Estos son mis tres temas de reflexión privilegiados y forman un conjunto coherente. Cuando estudio la vida cotidiana o la vida íntima, esas preguntas constituyen, para mí, aplicaciones de las preguntas precedentes.
      
     ¿Qué es lo que relaciona estos tres temas?
     El tema de la modernidad y sus efectos sociales siempre ha sido uno de los asuntos predilectos para los sociólogos. Marx quiso comprender la modernidad a partir de la lógica del capital; Weber, a partir de la lógica de la racionalización, y Durkheim se interesó en las fuerzas de integración social. Cada uno aportó una cierta visión de la modernidad. La modernidad no puede reducirse a una lógica única, que puede ser la de la producción, la de las instituciones políticas o la de la cultura. Pensar el mundo moderno supone articular esas lógicas imbricadas.
     La sociedad moderna no forma un todo unificado, un sistema integrado movido por una fuerza única. Existen lógicas y tendencias múltiples que interfieren. La modernidad es multidimensional. Sin embargo, me parece que los tres últimos siglos son totalmente distintos de cualquier otro periodo de la Historia. Y eso se debe a la influencia de un complejo de instituciones como el capitalismo, la industrialización, los estados-naciones y el individualismo, que han transformado el mundo a partir del siglo XVII. La sociología está históricamente ligada a ese movimiento de transformación del mundo. En mi opinión, la razón de ser de la sociología es intentar comprender ese proceso. Veo la sociología como una especie de “autoconocimiento” de la modernidad, que debe percibir sus potencialidades y sus límites.
      
     ¿Por qué rechaza el término de posmodernidad que se utiliza actualmente para definir nuestra sociedad?
     La idea de “posmodernidad” de Jean-François Lyotard considera que hemos entrado en una nueva época a partir de la desaparición de los “grandes discursos”, del fin de la creencia en el progreso, en un futuro mejor, en poderío absoluto de la ciencia y la razón.
     Pero esa es una visión muy parcial de nuestra época. Si buscamos aprehender nuestras sociedades a largo plazo y de manera global, llegamos a otra percepción de las cosas. Por mi parte, creo que vivimos una época de “radicalización” de la modernidad.
     Asistimos de entrada a la extensión y a la globalización del capitalismo a escala planetaria. Ese cambio se acompaña de la emergencia de la economía y la información y de las enormes transformaciones relacionadas con el progreso de la ciencia y la tecnología. Por último, en este final del siglo XX asistimos a la difusión de los ideales de la democracia en casi todo el planeta, al menos de sus atractivos.
     Esas tres tendencias siguen siendo, me parece, las fuerzas mayores que guían el cambio de las sociedades: son los motores de la modernidad. Es por eso que el término posmodernidad no me resulta apropiado.
     Pienso que vivimos una transición hacia una sociedad cosmopolita global impulsada por las fuerzas del mercado, los cambios tecnológicos y las mutaciones culturales. Esta sociedad mundial no es dirigida por la voluntad colectiva. La modernidad es una especie de “máquina loca” que sigue su camino más allá de la voluntad de la gente.
     Al alba de este tercer milenio, pienso, no obstante, que habrá un cambio en las mentalidades. La voluntad colectiva de conducir conscientemente el cambio y limitar, o por lo menos controlar, el libre mercado, va a volver a estar a la orden del día. Ese es un cambio significativo en las visiones del mundo. Eso es lo que trato de anticipar en este momento.
      
     ¿Cómo podemos intentar conducir el cambio y afirmar una voluntad de control sobre el futuro?
     Para empezar hay que deshacerse de la idea de una dirección consciente y de un dominio sobre nuestro destino tal como lo contemplaban los sociólogos clásicos: al descubrir las fuerzas y los motores del cambio social, es posible actuar sobre ellas. Ese modelo de cambio tiene numerosas limitaciones.
     Primeramente, vivimos en sociedades complejas en las que las cadenas de decisiones, interacciones, causas y efectos son tan numerosas que siempre habrá consecuencias imprevistas de nuestros actos. Los graves accidentes tecnológicos como los de Chernobyl o la explosión del Challenger están ahí para recordárnoslo. El mayor problema de nuestras sociedades consiste en aprender a manejar los riesgos, más que querer dominarlo todo. Pero hay otra razón, fundamental en mayor grado, que dificulta la conducción del cambio con lucidez; y esa razón está conectada con lo que yo llamo la “reflexividad” del saber social. En las ciencias naturales puede estudiarse y preverse el comportamiento de un organismo cuando se han estudiado sus características y reacciones a uno u otro medio ambiente. En las ciencias sociales se estudian sujetos cuyo comportamiento varía en función del conocimiento que tienen de una situación dada. La noción de reflexividad significa que vivimos en una sociedad que no está gobernada por las obligaciones naturales o la rutina de la tradición. Cada decisión que se toma, como elegir vestirse de cierto modo, con cierto traje o cierta camisa, es un acto banal que no puede realizarse de manera automática. Forma parte de un proceso dinámico de construcción del yo. La decisión de vestirse de tal o tal otra manera supone mirar a nuestro alrededor, informarnos sobre la moda, hacer elecciones… Todo eso forma parte de la naturaleza reflexiva del yo en las sociedades contemporáneas.
     De esta manera, el conocimiento que tenemos de la sociedad se convierte en un factor que actúa sobre la misma sociedad. Es lo que han demostrado los sociólogos que contemplan al sujeto social como un actor “competente”.
     Por ejemplo, no se pueden prever de manera segura las conductas de los agentes económicos (productores, consumidores). Estos agentes precisamente ajustan sus acciones en función de la información que poseen de la realidad económica. La Bolsa evoluciona en función de factores objetivos, pero también y sobre todo en función de los juicios que los inversionistas hacen sobre el estado del mercado.
      
     El funcionamiento de los mercados financieros es un buen ejemplo de la dificultad para dirigir el cambio.
     Sí. Los mercados financieros funcionan a escala mundial y escapan por mucho a la capacidad de intervención y de regulación colectiva. Además, los mercados siguen lógicas en las que la noción de reflexividad es esencial. He conversado con el financiero Georges Soros y me di cuenta de que él también había llegado, por distintas vías, a redescubrir esa noción de reflexividad. ¡La única diferencia es que él ha logrado ganar diez mil millones de dólares, y yo no!
     El funcionamiento de los mercados financieros es un buen ejemplo de la manera en que se construye nuestro futuro, pues en un mundo más reflexivo la capacidad de prever el futuro desaparece. Los Lumière pensaron que el porvenir era una especie de territorio no explorado en el que se podían trazar caminos una vez que se disponía de suficientes datos. Así se puede, de cierta manera, colonizar ese territorio.
     Pero las cosas ya no son así. Las anticipaciones que se hacen sobre el futuro pueden acelerar o, por el contrario, abolir las condiciones en las que las cosas se van a producir. Esto es cierto tanto en la vida individual como en el futuro colectivo.
     Tomemos para ejemplificar la gestión de riesgos, tema que me interesa mucho en este momento. La enfermedad de las vacas locas, por tomar un caso, ha puesto a los gobiernos frente a un dilema. Si el gobierno anuncia prematuramente que la enfermedad de las vacas locas es un riesgo mayor y que hay que tomar medidas draconianas, existe el riesgo de trastornar sin razón a la gente y de poner en peligro un sector económico. Entonces se le reprochará haber tomado medidas desproporcionadas en relación con la realidad; pero esa exageración de los riesgos habrá permitido vencer cualquier epidemia. Si, por el contrario, el gobierno hace un anuncio más tardío y estimaciones razonables y prudentes sobre la evolución de la enfermedad, corre un riesgo inverso, que los productores y consumidores no toman en serio: la enfermedad misma. De este modo, se corre el riesgo de que la enfermedad se propague con mayor rapidez… Así pues, el anuncio no es neutro. En un clima de información abierta, tal situación es difícilmente evitable.
     El mismo problema tiene lugar en cuanto a las previsiones sobre los riesgos de difusión del sida. Pienso que vivimos en un mundo de “reflexividad” creciente en el que esa clase de problemas ocurre todo el tiempo. Los sondeos sobre el comportamiento de los electores contribuyen a cambiar las estrategias de voto. Los índices económicos sobre las tasas de crecimiento y desempleo —al incitar o no a los productores a invertir y a los consumidores a consumir— actúan sobre el crecimiento mismo y el desempleo. La información que se difunde en la sociedad sobre los comportamientos sexuales contribuye a modificar a su vez las conductas sexuales…
     Uno de los problemas que me interesa mucho es el del miedo a los riesgos. Vivimos en un mundo donde surgen nuevos riesgos para los que no hay experiencia histórica.
     Existen los riesgos ambientales, por ejemplo, el del aumento de temperatura de la tierra. Hay decisiones que tomar. ¿Qué hay que decirle al ciudadano? Todo lo que se diga tiene consecuencias sobre los mismos riesgos. Causar temor a la población es problemático; en determinadas circunstancias causar miedo es necesario, pero si se es alarmista ante cada amenaza, la ciudadanía va a perder poco a poco su capacidad de respuesta. Éste es uno de los nuevos dilemas de las políticas públicas. –
      — Traducción de Una Pérez Ruiz© Le Seuil

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