El premio Rómulo Gallegos

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El pasado 15 de julio, el profesor, crítico y editor de Gallimard Gustavo Guerrero publicó un juicioso artículo en El País, denunciando la composición del jurado del Premio Rómulo Gallegos, que acababa de ser otorgado al novelista español Isaac Rosa por su obra El vano ayer. Guerrero no disputaba la calidad de la novela de Rosa, que llega hasta a tildar de “brillante”, sino que protestaba porque el jurado del premio había estado compuesto por cinco individuos notoriamente adeptos al régimen de Fidel Castro. Dado que Rosa también había hecho pública su adhesión a la dictadura cubana —firmó una carta crítica de la ONU por la condena de ésta del encarcelamiento de disidentes en Cuba, asistió a un evento con el ministro cubano de cultura en Madrid— Guerrero dudaba de que otras novelas igualmente meritorias pudieran haber sido galardonadas, y se lamentaba de que un premio que habían recibido escritores del nivel de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Javier Marías, y más recientemente Fernando Vallejo, llegara a convertirse en algo parecido a los premios concedidos por Casa de las Américas, en los que la lealtad al régimen de Castro es el primer requisito. En breve, que la cubanización que sufre actualmente Venezuela alcanzara el ámbito de la cultura, que se convirtiera, como tantas otras cosas, en copia servil del modelo cubano.
     El artículo de Guerrero desató una polémica que los actuales medios de comunicación han hecho masiva y prácticamente instantánea. El propio Rosa salió en defensa de su novela, alegando que a él nadie le había preguntado por su posición política —como si sus actos no hicieran innecesaria semejante pregunta— y protestando que la carta que él firmó la habían firmado muchos otros. En su contrarréplica, Guerrero le pidió al joven escritor que no se “hiciera el sueco” (el bobo, diríamos en Cuba) con semejantes argumentos sino que asumiera la responsabilidad de lo que había firmado, que constituía ni más ni menos que una defensa de la censura política y de la persecución y encarcelamiento de escritores e intelectuales. Algunas de las otras respuestas a Guerrero fueron más pintorescas a pesar de ser previsibles. Alguna defendió la devoción del teniente coronel Hugo Chávez por la cultura, citando la distribución gratuita de un millón de Quijotes al pueblo venezolano, sin darse cuenta de que se trataba de otra copia del régimen cubano. En 1960, luego de la intervención de los últimos periódicos independientes, el gobierno de Castro, parece que a instancias de Alejo Carpentier, tiró con los plomos ahora disponibles una masiva edición de la novela de Cervantes que se obsequió a la población. Otros, desde Cuba misma, acusaron a Guerrero de cobarde; ellos, que corean consignas escudados tras una revista virtual oficialista en la que, como en toda publicación de la isla, no hay derecho a réplica.
     No pocos, sobre todo entre los escritores venezolanos, salieron en defensa del crítico y profesor, cuyo único error, en términos políticos, puede haber sido pecar de consecuente y escrupuloso: denunciaba el proceso de composición del jurado y lo que éste revelaba sobre la dirección que tomaba la cultura en Venezuela, no el valor de la novela premiada, que era un asunto aparte. En política las sutilezas se pierden en el fragor de las consignas, las frases hechas, la estulticia generalizada. Pero, a la larga, el clarinazo que ha dado Guerrero será útil, ya sea para prevenir la recurrencia de lo ocurrido (improbable), o por lo menos para que quede constancia de que hubo quien no dejó pasar la tosca maniobra de los que están a cargo del premio. La próxima vez podría ser que la novela galardonada no sólo sea de un escritor de declarada servidumbre política, sino que ni tan siquiera sea buena.
     Porque si bien pudiera ser que El vano ayer valga la pena, lo que sí no es discutible es que la composición del jurado representó, aparte del uniforme servilismo político de sus miembros, un bajón de calidad intelectual y artística vertiginoso. No encuentro entre la obra de Antón Arrufat, Jorge Enrique Adoum, Nelson Osorio, Cósimo Mandrillo y Alberto Rodríguez Carruci ni un solo título de vigencia o circulación internacional. He fatigado la red para descubrir quiénes son los últimos dos; los primeros tres han publicado en espacios espesos y municipales. Arrufat fue una promesa en Cuba durante los distantes años sesenta, pero no ha pasado de ser un escritor del patio. A Adoum el gobierno cubano lo premió con una medalla Alejo Carpentier en 1989, no sé bien por qué méritos literarios o críticos. Osorio, de aún menos perfil que los otros dos, llegó a quejarse de que algunas de las obras concursantes adolecían de la “poética del desencanto”, rancio y deslustrado criterio con el cual habría eliminado Cien años de soledad, Pedro Páramo y Los pasos perdidos, para no hablar de La virgen de los sicarios —inútil decir que Kafka y Proust también habrían sido eliminados por este conjurado jurado—.
     La mediocridad —soy indulgente— del grupo es en sí también prueba de la ingerencia cubana. La burocracia cultural en Cuba es de una mediocridad militante mantenida por el erario público; por eso, no por razones ideológicas (hace tiempo que no las tiene), se defiende de toda crítica, de todo diálogo. Sólo se premia o reconoce a los adeptos, a los leales, a los que no van a permitir que se descubra su indigencia artística e intelectual. A los desobedientes se les excluye literalmente, no dejándolos entrar al país, por ejemplo, o expulsándolos de instituciones como la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba —el caso Antonio José Ponte—. A los que descuellan no se les permite salir de Cuba, donde podrían demostrar que son en todo superiores a los que detentan el poder. Y a los que brillan se les hostiga, encarcela o fuerza a exilarse —el caso Reinaldo Arenas—. El premio literario más legítimo en Cuba es la persecución política: el reconocimiento más sincero del valor artístico e intelectual de un individuo por parte de la aterrada burocracia cultural, que teme por sus prebendas y privilegios. El espectro de semejante estado de cosas es lo que motivó, creo, a Gustavo Guerrero a escribir su artículo, y además, me atrevería a decir, la vergüenza, como venezolano, de que Venezuela sea siempre la que ponga el dinero y los cubanos las ideas directrices y los proyectos. Veremos de aquí a dos años, cuando se otorgue el próximo Premio Rómulo Gallegos, si sus advertencias han llegado a oídos justos.-

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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