El lenguaje:punto de partida y de llegada

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La creación poética es esencialmente una búsqueda, y esa búsqueda, expresada de innumerables formas, es colectiva, no sólo por la diversidad de expresiones en que se manifiesta, sino porque el lenguaje, su punto de partida, nos pertenece a todos.
     Adentrarse en los territorios del lenguaje significa, para la poesía, recuperar lo que en él ha desgastado y opacado su uso habitual. Recuperar el brillo, el peso, el color original de las palabras, reencontrar su densidad —de materia moldeable, de fuerza conducible, de movimiento— y sopesar los efectos de sus combinaciones es una parte del proceso creador del poeta. Otra, simultánea, es la de entrever y entretejer la multiplicidad de sentidos que sus posibles combinaciones generan: De la fusión de esos sentidos con la gestualidad sonora del lenguaje (sus ritmos, sus cambios de tono, su densidad, su ligereza…) surge el lenguaje poético. De su organización, a la vez plástica y musical, en un espacio que no sólo lo enmarca sino que contribuye también a la generación de sentidos y despliegues cinéticos (ya que en él se distribuyen, entran en contacto o se aíslan las palabras) surge el poema.
     Si el lenguaje científico, filosófico, y aun el lenguaje cotidiano, para alcanzar una comunicación práctica y eficaz, tienden a reducir al mínimo la ambigüedad y a unificar y fijar sus significados, el lenguaje poético, por el contrario, tiende a hacer perceptible la convivencia de sentidos diversos —y de sus resonancias y matices— y a hacer confluir en ellos las más distintas regiones de la vida anímica.
     La poesía reintegra, así, lo que el lenguaje racional separa o deja fuera. Y lo hace encontrando los vínculos que nos permiten reconocer como necesaria esa integración. “La obra de un poeta —comentaba Xavier Villaurrutia en uno de sus ensayos— no vale sino en la medida que lleva consigo, al mismo tiempo, y en el mismo grado, lo inexplicable y lo explicable.”
     Abierto a las libertades de lo onírico, a las revelaciones del inconsciente, a las formas que adopta el pensamiento mítico, y ceñido a sus propias fuerzas generativas, a esa energía palpable que lo recorre y que va dictando sus trazos, sus transformaciones, sus convergencias y reflejos, sus imantados silencios, el poema nos lleva a asomarnos a nosotros mismos y a descubrir lo que de otro modo no podríamos entrever ni tocar.
     Y esa fuerza de cohesión, sin duda la que más importa, proviene, a la vez, del poder del lenguaje y del magnetismo que en el poema generan sus resonancias y el impacto de sus asociaciones e imágenes, pero proviene también de la capacidad del poema para enfrentarse a la realidad —independientemente de los recursos que pone en juego— para abrir un ángulo de tensión con ella.
     Basta girar un poco el espejo en que la realidad está acostumbrada a reflejarse para que aparezcan, de pronto, aspectos que la costumbre nos impide ver.
     Algunos de esos aspectos la enriquecen, otros la desenmascaran, otros más nos orillan a constatar la posibilidad de lo que excluye.
     Una grieta delgada en la solidez de lo que parece inalterable. Una visión y su deslumbramiento. Un espejo inclinado. Un lente. Un cristal que hace visible —en sus densidades y texturas— su materialidad. O un prisma que diversifica los rayos de luz que lo tocan y entran en él. Las sombras y las imágenes que articula; los universos cambiantes que deja ver. Pero también las facetas que de pronto reflejan al que se acerca a ellas. El poema es una creación colectiva también en ese sentido: Cada lector ve en sus reflejos algo distinto. Cada lectura se detiene en diferentes rasgos, en diferentes cortes, en líneas distintas de sentido. Cada lectura reconstruye su vitral singular, su propio espectro de contenidos únicos.
     Y en la convergencia entre la experiencia singular y lo universal a que aspiran sus figuras y formas, el autor es también un lector más.
     Si la poesía tiene una función social, no es sin duda la de imponer maneras de ver, de pensar o de comunicar, sino la de abrir canales a la sensibilidad y a la comunicación, posibilidades a la articulación del pensamiento, matices a la expresión de la emotividad y perspectivas para replantearnos nuestro estar en el mundo.
     El punto de partida de la poesía es el lenguaje, pero también su punto de llegada. Sobre él se abren los caminos que traza. A él regresan sus numerosas expresiones y hallazgos. Y de la inagotable capacidad de sugerencia que encierra, de sus profundas y casi inaprensibles sutilezas, la poesía extrae sus filos y desentraña su poder y su fuerza. ~

(Este texto fue leído por su autora al recibir,
con Pedro Ángel Palou, el Premio Xavier Villaurrutia 2003.)

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