El dilema de la impureza

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Hari Kunzru encabeza, junto a Zadie Smith, la nueva hornada multirracial de la que tan orgullosa se muestra la literatura inglesa, como prueba la inclusión de estos y otros pocos autores en la lista de los mejores autores jóvenes actuales de Gran Bretaña según la revista Granta. Antes de saltar a la fama, este licenciado en Literatura Inglesa se ganaba la vida como periodista especializado en últimas tendencias de la cultura. Sin duda, esta experiencia ha permitido a Kunzru, de padre indio y madre inglesa, enriquecer la relativamente reciente tradición de ilustres escritores angloindios, bien fundamentada por autores como Rushdie o Kureishi, con El transformista, una portentosa primera novela donde ha convertido la condición mestiza en una bellísima metáfora de la proteica existencia del ser humano en el mundo contemporáneo.
     Esta obra de evidente raigambre cervantina relata la turbulenta historia de un muchacho de dos sangres que se ve en la necesidad de reparar una falta que no ha cometido, esto es, de limpiar todo rastro de su impureza mediante un alucinante viaje desde el Oriente más exótico al Occidente más gris. Así comienza una aventura iniciática, por momentos stevensoniana, en la que el personaje central deberá reinventarse constantemente, tomando distintas apariencias con el fin de adaptarse a sucesivas coyunturas que al inicio le impone un azar con trazas dickensianas y que posteriormente él mismo elige gracias a un gran sentido del oportunismo propio del pícaro. De este modo adopta diferentes identidades que van sustituyéndose sin dejar ningún rastro de la anterior: Prah Nath, Rujsana, Clive, Bobby el Guapo y Jonathan Bridgeman son el transformista, un ser medio inglés, medio indio con la capacidad de hacerse pasar por cualquiera de ambos sin modificar su verdadera naturaleza, inaccesible tanto para él mismo como para el lector. Expulsado de la casta más pura de su mitad india, la meta del transformista es conseguir un puesto en la casta más pura de su mitad inglesa, para lo cual va asimilando paulatinamente y con gran regocijo del lector la forma de ser y comportarse, que nosotros conocemos a través de Forster, de la alcoholizada y depravada sociedad colonial británica. Así, mediante esta estructura episódica, propia de la novela renacentista, donde cada parte es una narración, si no independiente, sí nítidamente diferenciada por el estilo, por el universo ficticio y por las tradiciones literarias que supuran, el autor nos hace presenciar un colorido desfile de personajes magníficamente trazados que representan distintos aspectos de la sociedad imperial de entreguerras: un príncipe impotente que debe defender el trono frente a su hermano, un coronel pederasta que parece salido de la pluma de Tom Sharpe, un joven y rico judío de ideología revolucionaria, el director de un exclusivo internado inglés obsesionado por el linaje…
     Una vez ha ocupado un lugar en la élite universitaria de Oxford y se ha hecho un acérrimo defensor de la supremacía blanca, el transformista piensa que está culminando su transformación en un auténtico británico. Sólo le queda conquistar su más codiciado objeto de deseo: Astarté, la diosa blanca que, por oposición a su madre, sintetiza la esencia de lo británico y el ansiado fin de su búsqueda. Para estar cerca de ella, decide seguir las clases de antropología que imparte su padre, el profesor Chapel. Cuando los tres parten hacia África se inicia el desenlace de la historia.
     Primero hacen escala en el París de los años veinte, destino final de Astarté, quien halla en los ambientes bohemios de la ciudad su plenitud liberadora como mujer e intelectual. El transformista comprende entonces que se ha mimetizado con un mundo en decadencia que está siendo sustituido por aquello que ha rechazado: la hibridación. El enigmático episodio final, una sabia combinación de El corazón de las tinieblas y El cielo protector, significa la vuelta del transformista a sus raíces negras. Junto al profesor Chapel y otros, se adentra por las soledades africanas, cuyo vacío refleja la oquedad en que se ha convertido el alma del héroe. Se produce una rebelión de los colonizados y los miembros de la expedición son masacrados, salvo el transformista, pues el brujo de la tribu descubre que su alma no está enferma, sólo confundida por el espíritu de los blancos, y, gracias a la magia, logra disolver su nombre, su cuerpo y sus límites para abolir la escisión original. Su vida se apura, se disipa y vuelve al amasijo primordial del que el héroe vuelve a nacer. El sentido de todo esto se encuentra en las palabras que Octavio Paz, uno de los grandes teóricos del mestizaje, escribió en un libro dedicado precisamente a la India: “La fijeza es siempre momentánea”. El protagonista ya es otro y otra su historia: la falta ha sido reparada y el mestizo puede mirar de frente a un mundo que ahora es el suyo. “El viaje lo es todo”, concluye la novela mientras el transformista se pierde en el desierto a lomos de un camello.
     Gracias a un poderío narrativo que bebe de muy diversas fuentes, Kunzru superó con creces las enormes expectativas que despertó la campaña publicitaria de la editorial. No podía ser menos, ya que El transformista es un libro verdaderamente profundo, suntuoso y cautivador. ~

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