El 68, el 15-M y la política real

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En 1968, después de que los estudiantes tomaran las calles de París tras el cierre de la universidad, De Gaulle estuvo convencido de que se hallaba ante un intento de revolución comunista y corrió a buscar ayuda militar para reprimirla. Visto ahora, parece un poco ridículo pensar que aquellos jóvenes burgueses y lenguaraces, que decían cosas por lo general incomprensibles y eran vistos con inmenso desdén por la izquierda obrera, pretendieran dar un golpe de Estado. Pero lo cierto es que en eso habían consistido todas las revoluciones en Occidente hasta entonces, como demostraba la más o menos reciente en Cuba: tomar el poder por métodos violentos. Lo de París en 1968, sin embargo, era algo enteramente distinto: a diferencia de todas esas sangrientas revoluciones anteriores, tenía un inequívoco elemento de provocación hedonista a los valores mayoritarios. No sabía lo que quería, pero quería conseguirlo divirtiéndose.

Durante las últimas semanas se han producido en muchas ciudades de España manifestaciones y pequeñas revueltas. Son de un carácter diferente de las del 68 en muchos sentidos; para empezar, los soixante-huitards formaban parte de la generación más próspera de la historia, y su malestar era una mezcla del deseo de mayor libertad de expresión y sexual, y de un empacho de teoría posmarxista. Movimientos como Democracia Real Ya, impulsor de las manifestaciones y las sentadas anteriores a las elecciones, nacieron, por supuesto, en un contexto diferente. Sus participantes más jóvenes forman parte de la generación española con menos expectativas laborales en décadas, y sus quejas nada tienen que ver con un clima de intolerancia moral, sino con el miedo ante lo que interpretan como una pérdida de los derechos económicos y políticos que sus padres les habían prometido. Sin embargo, algo les une con el 68: si aquellos jóvenes habían descubierto el rock y la televisión como medios de transgresión, los nuestros tienen Twitter e internet. Y, además, han aprendido de sus predecesores que la revuelta ya no es un asunto eminentemente político, sino mediático: no importa el arsenal de propuestas con que retes al sistema, importa que todo el mundo sepa que retas al sistema. El bello Cohn-Bendit sonreía ante las cámaras. Nuestros jóvenes teclean en sus iPhones.

En ese sentido, lo que nació como un movimiento de gran sofisticación organizativa y de supuesta pluralidad ideológica pronto quedó reducido a un asamblearismo que mezclaba los elementos pedagógicoteatrales del movimiento antiglobalización –los talleres de feminismo, el mimo, los tambores– y la ideología utópica de los grupos a la izquierda de la socialdemocracia. Lo que podía haber sido un estallido de ira más que justificada entre las clase medias, quedó reducido al cabo de una semana a un espectáculo que excluía a la mayor parte de los ciudadanos y que se blindaba a sí mismo con propuestas maximalistas que no podían tener influencia real sobre los políticos porque eran, en general, ridículas: de la nacionalización de la banca a los créditos sin intereses; de la eliminación de la presunción de inocencia entre los cargos públicos a la supresión de la inmunidad parlamentaria: todo mostraba una increíble ignorancia de los fundamentos básicos de la economía de mercado y de la política democrática.

Quizá por ello, el efecto de las manifestaciones en las elecciones autonómicas y locales fue nulo o muy pequeño. Quizá algunos de los puntos porcentuales de voto que perdieron los grandes partidos o el aumento del voto en blanco pudieran atribuirse a la llamada de algunos de los manifestantes al voto protesta, pero incluso eso es difícil de saber. Y lo que está claro es que esos sucesos, pese a su inmensa e hipnotizadora repercusión mediática, no tuvieron nada que ver con los tres elementos verdaderamente relevantes de las elecciones: el desplome del PSOE, el éxito inesperado de Bildu y el auge de UPyD.

Con todo, pese a su irrelevancia en la política electoral, y su incapacidad para permear en los partidos, las acampadas son una potente expresión de nostalgia, de repudio al presente por parte de los jóvenes, que muy probablemente no va a dejar de repetirse en lo que queda de legislatura y más allá. La naturaleza esencial de sus reivindicaciones es reaccionaria: pretenden detener el tiempo en algún momento del pasado que, pese a ser tan reciente, ya han podido reinventar según sus deseos: los partidos políticos eran cercanos a los ciudadanos, los mercados prestaban dinero a los Estados pidiéndoles poco a cambio, lo público financiaba incluso los caprichos privados y, por encima de todo, los increíbles cambios demográficos de las últimas décadas no tenían por qué alterar el alcance y la intensidad del Estado del bienestar. Naturalmente, ese pasado nunca existió, pero quieren imaginar que sí y desean volver a él con medidas puramente populistas que tienen tanto apego a la realidad como las que propone su contrario pero simétrico Tea Party estadounidense. Una forma de canalizar el odio a las élites con propuestas vacías. “We want the world and we want it now”, como cantaban los Doors, no es una propuesta política, es el grito de un adolescente.

Las manifestaciones de los franceses en 1968 y las de nuestros días, con su fondo de ira justa, se diferencian en que aquellas exigían menos injerencia del Estado y estas más. Lo cual complica aún más su salida, porque las medidas que pueden remediar el catastrófico desempleo juvenil y la precariedad laboral de tantos españoles son exactamente las contrarias a las que su hiperintervencionismo sin matemáticas propone. Pero en algo se parecen: en su necesidad obsesiva de que los medios les presten atención, en su desdén por la política real de intereses contrapuestos, en su irritante concepción lúdica e ineficiente de la discusión pública. Tras mayo de 1968, De Gaulle convocó a toda prisa unas elecciones y la derecha que él lideraba las ganó con un sesenta por ciento de los votos, y tanto comunistas como socialistas vieron reducida a casi la mitad su representación. Años más tarde, los jóvenes soixante-huitards serían quienes conformarían buena parte las élites de los partidos de izquierdas –y de derechas también, no lo olvidemos– europeos contra quienes ahora nuestros jóvenes protestan. Una vez más, después de nuestro particular 68, la derecha ha arrollado en las elecciones e inicia lo que parece un largo ciclo de dominio conservador. Quizá tras él nuestros acampados se introduzcan también en el sistema y hasta lo lideren. Eso, claro, si alguien ha tenido la valentía de reformar ese sistema y existe aún cuando los jóvenes sean adultos. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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