De las armas al exilio

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Cuando uno es joven le concede demasiado poder a las letras. Se cree, con ánimo alquimista, que la combinación correcta de elementos textuales nos otorgará un poder sofisticado. Sólo es cuestión de descubrir el orden oculto en el seno mismo de las palabras para obtener ese miligramo de sentido capaz de modificar el mundo y el espíritu. Llevados por un entusiasmo que es juvenil por constitución no sólo consideramos la literatura un medio para descubrir un mundo diferente del nuestro sino, en los casos de extremo romanticismo, creemos que tenemos un arma en las manos con el poder de transgredir ese rígido orden en el que parecen inscribirse nuestros actos. Uno daría todo a cambio de recuperar esa mirada ingenua dispuesta a sorprenderse por todos los había una vez de la literatura. De la misma manera, uno desearía que las palabras conservaran el inquietante poder que les adjudicamos durante nuestras primeras lecturas.
     Philippe Sollers afirmaba que una de las características de la literatura es la necesidad de apropiación que suscita. Después de la adolescencia experimenté con mayor intensidad el deseo de apropiarme de los descubrimientos de otros. Recuerdo el azoro seguido de una repentina iluminación que me causaban, por ejemplo, las sentencias de los escritores franceses. Era necesario que esos libros que consumí irreflexivamente me revelaran el camino contrario al de una realidad que desde entonces se me antojaba miserable. ¿Qué sentido tenía dedicarse durante semanas a la lectura de una novela si ésta no me proponía que dejara de ser lo que hasta entonces había sido? Si la literatura no se prestaba para quebrantar el orden entonces carecía de valor. Mejor dedicarse a reparar tuberías. Si la escritura no servía para mostrar mi desprecio hacia los hombres entonces las opciones se reducían considerablemente: "Un crimen era finalmente mejor que la inactividad absoluta".1 Con cuánta desconfianza asistí durante las mañanas a escuchar los sermones de mis educadores. ¿Cómo pudieron mis padres enviarme a una escuela? Si en mis primeros libros encontraba el estímulo necesario para convertirme en otro, la escuela, en cambio, era una prisión a donde mis padres me confinaban para que me volviera un hombre común, un cualquiera. Quizás si mis abuelos no hubieran muerto tan jóvenes habrían intentado rescatarme de las ergástulas escolares. Quizás habrían reprendido a mis padres con las mismas palabras que utilizó el abuelo de Thomas Bernhard para defender a su nieto: "Enviamos a nuestros hijos a la escuela para que se vuelvan tan repulsivos como los adultos que encontramos diariamente en las calles". Estas exageraciones románticas colmaron de vida mis primeros encuentros con la literatura. Después, en una mañana de mis veintitantos años, eso que llamamos el espíritu crítico comenzó su despiadada erosión del entusiasmo.
     El encantamiento acrítico de los primeros libros se disuelve en el correr del tiempo. De pronto, no sin experimentar cierta vergüenza, uno se transforma en un hombre de letras. En un hombre colmado de prejuicios al que cada vez es más arduo complacer. Las palabras pierden su sentido espiritual para convertirse en instrumentos. Se pasa entonces del símbolo al azadón. Ya no podremos ser los habitantes de un mundo onírico sino los obreros de un mundo desgraciado. En nuestras manos el libro deja de ser ese objeto singular cuyo poder nos proponía la posibilidad de ser otros. Ahora es sólo una palabra de una frase de un texto infinito. Para el hombre de letras todo libro es una referencia. También una oportunidad para poner en práctica su capacidad crítica. Hoy me causa gracia recordar con cuánta ansiedad leí en mi juventud las novelas de los escritores famosos. Más que descubrir un universo del que carecía de noticias, deseaba sumarme a un ágora donde otros hombres se interesaran por los mismos temas que yo. Deseaba a toda costa ingresar a un calabozo para conversar con otros prisioneros. Nunca encontraré una mejor definición de cultura: una prisión donde los muros se crean con la materia de los nombres propios. En consecuencia la literatura dejó de ser un arma para dañar a mis contemporáneos y se transformó en un medio para convivir con ellos. Debilidad, imperdonable retroceso que todavía sigo lamentando. Como todo, la literatura no te procura amigos sino cómplices. Tampoco enemigos, sino adversarios que de acuerdo con las vicisitudes cotidianas pueden en cualquier momento ponerse de tu lado.
     Finalmente, como entendí que la literatura no me serviría para matar a nadie decidí aislarme. Recuerdo uno de los primeros relatos de Nabokov que podría venir al caso. Es la historia de un hombre que sueña con asesinar al tirano para darle así libertad a su patria. El tirano, que se nombra a sí mismo "prisionero de la voluntad del pueblo que lo eligió", no es de ninguna manera una presa sencilla. Es alguien que suele impresionar a los hombres con su mediocridad de la misma manera que otros impresionan con su talento. Además, el asesinarlo posee un inconveniente práctico: no es sencillo acercarse a él, pues, como todos podemos comprobar, cualquier déspota por más anodino que sea se encuentra siempre protegido. La solución que escoge el personaje de Nabokov para acabar con el opresor es hasta cierto punto comprensible: suicidarse. Una vez que nos percatamos de que la literatura no es capaz de alterar un mundo en el que reinan los déspotas elegimos el ensimismamiento.
     Hoy que la literatura se presenta como una actividad sin importancia social es cuando comienza a cobrar un nuevo sentido. Qué mejor manera de desaparecer que escribir un libro: ¿no es esta la versión más depurada del exilio? Aludo a una novela que describe este sentimiento insular que suelen provocarme los libros cuando los veo tristones, agazapados, compartiendo el polvo de mi viejo librero. Es la historia de un anciano que trabaja en una trituradora de papel. Diariamente la máquina consume cientos de libros que los empleados arrojan a su estómago con habitual indiferencia. El anciano ve con tristeza cómo sus autores más admirados van desapareciendo para siempre. Acaso rescata unos cuantos sin que esto le proporcione ningún alivio. Yo quisiera pensar que la máquina es una metáfora del tiempo y que el anciano es cualquier hombre al que le interesen los libros. El título de esta novela es por demás elocuente: Una soledad demasiado ruidosa.2 Si la literatura no es el arma que los jóvenes suponen, ni tampoco un medio para conciliarse con los otros, entonces puede asumirse como una soledad o un exilio. Qué mejor camino en esta época de malentendidos dramáticos. –

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