Acerca de Marosa di Giorgio

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Uno. Dicen que tomaba el sol desnuda en las lápidas de los cementerios. Que era una mujer oscura, una solitaria excéntrica a la que todo el mundo observaba con condescendencia. Nunca se casó ni tuvo hijos. Dicen que era como una musa lautréamontiana. Siempre se la podía encontrar en el mítico bar Sorocabana de Montevideo, donde pasaba muchas horas sola, fumando, enfundada en una falda ajustada y unos tacones altos. Dicen que era coqueta y que hasta en las elecciones de su vestimenta se identificaba con los animales: colgante con murciélago, broche de mariposa, mantones con alas, antifaz de gato, y el pelo como si estuviera siempre en llamas, coloradas o naranjas. Dicen que presidió todas las tertulias en los cafés de su época. Que su presencia tenía una energía extática. Que era avasallante pero retraída. Tímida, aunque siempre era el centro de la atención. Con estas contradicciones parece como si sus biógrafos se hubieran dejado seducir por esos rutilantes oxímoron, esa comunión barroca de los opuestos que recorren su obra, y no pudieran ponerse de acuerdo al respecto.

Dos. María Rosa di Giorgio nació en 1932 en la localidad uruguaya de Salto. Era la primogénita de Pedro di Giorgio y Clementina Médici, quienes habían emigrado con sus familias desde la Toscana hasta la orilla oriental del Río de la Plata. Tenía una hermana menor, Nidia, con la que siempre se sintió muy unida. Su abuelo materno y su padre administraban dos fincas familiares contiguas donde se dedicaban a la plantación de árboles frutales. Estos son los entornos donde transcurrió su infancia y los que se asoman, “resplandecen”, como diría ella, en la mayor parte de su obra.

Publicó su primer libro, Poemas, en 1954. Luego le siguieron Humo (1955), Druida (1959), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1968), La guerra de los huertos (1971), Está en llamas el jardín natal (1975) y una veintena más de títulos de poesía, compilados en Los papeles salvajes (2008), al cual la etiqueta de “Edición definitiva” le corresponde solo por haber sido publicada cuatro años después de la muerte de la autora. Con Misales (1993) inauguró sus libros de relatos eróticos, seguido por Camino de las pedrerías (1997) y Rosa mística (2003). En 1999 publicaría Reina Amelia, su única novela. Tanto su obra poética como la narrativa son deudoras de ese hijo bastardo y con “aptitudes especiales” que es la prosa poética, con la que creó en más de cincuenta años una de las obras capitales de la poesía hispanoamericana. No voy a asignarle originalidad porque eso no existía para Marosa. Sus libros son como un bar abierto las veinticuatro horas al que entramos y salimos cuando queremos y donde nos saludan, acodados en la barra, Santa Teresa junto a Rubén Darío y Severo Sarduy.

Tres. En uno de los pocos retratos que se conservan de ella, nos sostiene la mirada con elegante superioridad en un plano contrapicado, como si la persona que se lo tomó se hubiera arrodillado, evidenciando así su condición plebeya ante la “reina mariposa”, como la bautizaron su hermana Nidia y su sobrina Jazmín en su epitafio.

Cuatro. “Panteísmo” le decían algunos a la expresión religiosa que resplandece en su obra, donde el fenómeno de la vida, el sexo y la muerte se observa con asombro, con curiosidad infantil sin un atisbo de filtro moral. En sus fábulas, las vírgenes se inician en el misterio del sexo copulando con animales, plantas, ángeles y hasta con Dios, creando un continuum indisociable entre experiencias sexuales y místicas tan característico de su obra.

Cinco. Hay quienes se preguntan qué habría sido de su obra si Marosa di Giorgio no hubiera nacido en el campo, en ese Salto rural, ese transplante de la Toscana, donde su padre y su abuelo se dedicaron a la horticultura. Y sí que a sus lectores más urbanitas nos incomodan esos hurones, esos lobos, perros, ratones que se casan con las vírgenes, violan y asesinan a las flores que vuelven a renacer. El gran tema de su obra no fue la naturaleza, esa naturaleza que era puro referente, entorno, contexto, atrezo provisorio, sino el paraíso perdido de la inocencia, el desamparo ante el sexo, la muerte y los miedos de la infancia.

Seis. Su primera invención fue ella misma. Su nombre, la contracción de sus dos nombres de nacimiento, esa fue su precoz performance creativa: actuaba de Marosa. Quizá por eso prefería los recitales poéticos a las conferencias. Le encantaba memorizar sus poemas y los recitaba con sutiles inflexiones de la voz, con naturalidad, sin afectación.

Siete. Clementina, su madre, tuvo una hermana gemela, Josefina, que también había sido poeta. Pero quienes la conocieron afirman que, en realidad, Marosa siempre quiso ser actriz profesional aunque eso era imposible en el Uruguay de los años cincuenta. Por eso tuvo que conformarse con ser empleada de la oficina del Registro Civil de Salto, su ciudad natal. Cuando terminó el liceo, cursó unos meses de derecho y abandonó. Después trabajó de redactora en la sección de sociales del periódico local donde escribió sobre bautismos, casamientos y velorios. Dicen que era una dactilógrafa veloz, aunque nadie sabe por qué escribió toda su obra a mano, como ha dejado constancia Daniel García Helder en la edición de Los papeles salvajes, su obra poética completa. Así como su vida de funcionaria municipal, su muerte fue bastante prosaica: le diagnosticaron cáncer de huesos en 1993 y murió en 2004, a los 72 años. Su sobrina Jazmín dice que lo último que conversaron en su lecho de muerte fue acerca de un gato naranja con los párpados dorados que observaba a Marosa desde el alféizar de la ventana de su habitación. Y el gato le sonreía con ternura. ~

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(Córdoba, Argentina, 1980) vive desde 2008 en Barcelona, en donde estudió Teoría Literaria en la Universidad Autónoma. Escribe sobre libros y arte.


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