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Para un partido político, una derrota electoral implica la posibilidad de una reinvención o la confirmación de viejos vicios. En México aún no se funda el partido que apueste por lo primero. A últimas fechas, en Estados Unidos ocurre algo todavía más dramático. Después de la tunda de noviembre pasado, en la que el partido perdió no sólo la Casa Blanca sino el poder legislativo, los republicanos podían haber optado por comprender la nueva realidad social de su país, que es cada vez más moderado y votará así por un buen tiempo, o haber apostado por la radicalización de su mensaje de la última década. Lo primero habría sido no sólo admirable sino redituable a mediano plazo. Peor aún: a la larga no habrá otro camino. Con cada vez menos votantes identificándose como republicanos y un país que juzga con mayor recelo las políticas conservadoras de los últimos años, el Partido Republicano debe renovarse o morir. La elección de 2008 confirmó a qué grado corre el riesgo de ahuyentar a sectores fundamentales de la población estadounidense si elige apostar ad nauseam por los intereses de la minoría más conservadora. Los hispanos, para empezar, jamás verán con buenos ojos a un partido que se ha obstinado en detener cualquier posibilidad de reforma migratoria y ha optado por hacerse de la vista gorda frente a redadas y demás medidas vejatorias. Y, rumbo al siglo XXI, quien pierde a los hispanos pierde al país. Así, como bien intuyera el John McCain del 2000, el camino para el Partido Republicano no es la extrema derecha sino el centro.

Por desgracia, los republicanos han optado por lo contrario. En los primeros meses del gobierno de Barack Obama, el partido se ha enquistado peligrosamente. No sólo se ha empecinado en defender intereses minoritarios: lo ha hecho con una saña y una obstinación inusitadas. En más de un sentido, el Partido Republicano de 2009 ha dado por cancelada la posibilidad del diálogo. En su extraordinario libro The Death of Conservatism, Sam Tanenhaus, editor de The New York Times Book Review, lamenta que el movimiento conservador haya cedido terreno al solipsismo estridente de los merolicos mediáticos como Bill O’Reilly para dejar de lado la reflexión combativa de William F. Buckley. Para Tanenhaus, los republicanos han dejado de buscar el bien común para reducir, en cambio, su agenda a un solo objetivo: el fracaso de Obama. No importa cuáles sean los daños colaterales, lo único que importa es que Obama pierda legitimidad y margen de maniobra. Por supuesto, no ha faltado quien le diga que ese objetivo –el fracaso del rival– tiene un nombre: política. Tanenhaus responde lúcido: “Esa no es una actitud digna de conservadores sino de radicales.” Para Tanenhaus, los republicanos se han convertido, en pocas palabras, en un grupo de agitadores, intelectualmente deshonestos y, para colmo, poco elegantes en el arte de la diplomacia legislativa.

Apenas unas semanas después de la aparición del libro, la realidad política en Washington le regaló a Tanenhaus un colofón ideal. Dentro de la lucha sorda por aprobar algún tipo de reforma sanitaria, Barack Obama se presentó frente al Congreso para explicar, con una paciencia digna de Sísifo, los pormenores de su propuesta. Fue el último gran intento por convencer a un número pequeño de legisladores demócratas –y a todos los republicanos, que han cerrado filas con una disciplina digna de su nuevo obstruccionismo– de la urgencia de aprobar algún tipo de modificación sustancial para un sistema que está en quiebra económica y moral. Cuando habían pasado sólo algunos minutos, Obama recibió una cachetada verbal. Joe Wilson, un representante republicano de Carolina del Sur, tuvo la osadía –y en Estados Unidos es una osadía– de interpelar y agredir a presidente con un sonoro “¡Mientes!”. El rostro de Obama lo dijo todo: ahí, en un instante, pareció comprender que, en el fondo, se ha quedado sin interlocutores al otro lado del pasillo en el Capitolio.

Tristemente, el asunto rebasa ya el ámbito político. En un despliegue de populismo mediático que raya en lo criminal, estaciones de televisión y radio en Estados Unidos se han dedicado a encender los ánimos en contra no sólo de la propuesta sino del propio Obama. En distintas reuniones con legisladores alrededor del país han comenzado a aparecer auténticos locos cargando escopetas y rifles. El 12 de septiembre se reunieron en Washington miles de personas para protestar, alentados por Glenn Beck, un irresponsable que conduce un noticiero en Fox News, en el que llora más de lo que informa. Las pancartas en la marcha proponían “secuestrar” Washington, censurar a la “prensa mafiosa controlada desde el gobierno” y presionar al “mentiroso Obama”. Más de una hacía referencia a la enloquecida teoría de que el presidente en realidad no nació en Estados Unidos, otra de las causas favoritas de los dinamiteros republicanos.

En el fondo, la ecuación completa es una pena. Al apostar por la irritación de corto plazo, los republicanos pierden de vista el largo plazo. Podrán echar abajo a Obama, pero perderán, a la larga, mucho más de lo que podrían ganar si se arriesgaran a una reinvención más responsable moralmente. Los manifestantes del movimiento de Glenn Beck no son sino una minoría ruidosa que seguramente ahuyentará el favor de la mayoría moderada que ya dio visos de su fuerza electoral en 2008 y que lo hará de nuevo más adelante, siempre y cuando encuentre la motivación que le proveyó Obama. Apostar por la implosión de un país para gobernar sus ruinas es una bajeza que habría hecho palidecer al más pintado de los grandes pensadores del conservadurismo estadounidense. Que el Partido Republicano sea rehén de la deshonestidad intelectual, esa que coquetea con encender la violencia “de ser necesario”, es un auténtico auspicio de la decadencia espiritual del país, esa que los detractores estadounidenses tanto anhelan. ~

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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