Woody Allen

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Conozco a alguien que no vacila en afirmar que Woody Allen es tan importante como William Shakespeare. Alguien que asegura que, si el autor de Hamlet se las arregló para definir y seguir definiendo el espíritu humano —sus pasiones, locuras y gozos epifánicos— bajo la transparente máscara de príncipes alucinados y duendes traviesos, entonces el autor de Annie Hall hace lo mismo y lo propio con neoyorquinos neuróticos y tartamudeantes. Suena exagerado, puede ser, quién sabe. Volvamos a conversarlo en unos cuatrocientos años.
     En cualquier caso, los extremos siempre acaban tocándose, y el neoyorquino recibe por estos días un premio de manos de un príncipe europeo. En cualquier caso, uno y otro —William Shakespeare y Woody Allen— pintan el escenario de su aldea global y han conseguido lo que pocos: la lograda creación de estereotipos originales, de personales lugares comunes y de complejos hombres símbolo sin los cuales nos resultaría todavía un poco más difícil comprender a ese tipo que todas las mañanas nos mira desde el espejo y nos pregunta ¿ser o no ser?; ese tipo que nos explica que no es que a él le dé miedo la muerte, sólo que no quiere estar allí cuando ésta suceda.

Woody el bueno
Freud, Hitler, el Che Guevara, James Dean, los Beatles… Woody Allen no desentona en semejante compañía. Woody Allen no sólo es célebre en un mundo donde cada vez es más fácil ser célebre: Woody Allen es, además, carne de póster. Lo que no es tan sencillo de conseguir. Woody Allen es uno de los rostros clave a la hora de perseguir, alcanzar y acorralar el siglo xx, cuyos últimos latidos, cada vez más espaciados y lejanos, todavía podemos oír desde el XXI. Pensaba en eso mientras volvía a ver casi sin darme cuenta —no era la idea, estaba haciendo zapping y, de golpe, allí estaba ese tipo en blanco y negro, al amanecer, junto a un puente— una película titulada Manhattan. La ciudad no es la misma —ahora le faltan dos dientes largos— pero la película sí, y no pude evitar sentir esa extraña sensación que produce la súbita conciencia del tiempo transcurrido casi sin que nos demos cuenta. La primer vez que vi Manhattan supe, con toda la sabiduría de mis 16 años, que me encontraba ante un clásico instantáneo y que no estaría mal ser "un poco como Woody Allen cuando fuera grande". Woody Allen —Isaac Davis en la película— era un antihéroe más héroe que anti, a la vez que una opción atendible para todos aquellos que nunca serían Indiana Jones. Woody Allen era "feo" —pero lo mismo se las arreglaba para "volverlas locas"—, sin que eso significara que Woody Allen no fuera amo y señor de una épica mucho más posible, verosímil. Ahora, casi a los cuarenta años, apenas algunos menos que Isaac Davis, contemplaba otra vez el horizonte de Manhattan como se contempla un inequívoco clásico certificado, y volvía a pensar en que, cuando yo fuera grande, me gustaría ser un poco como Woody Allen. Es decir —voy a intentar explicarme: uno jamás llega a tener la edad de los genios (o, lo que es lo mismo, de aquellos que uno admiró durante su juventud), por más que las cuentas nos den el mismo resultado y la espalda nos duela exactamente en el mismo sitio. Y si bien no me atrevo del todo a poner a Woody Allen a la misma altura de William Shakespeare, sí está claro que los dos cumplen a la perfección el mismo objetivo: entretener con inteligencia o —mejor todavía— entretener con la inteligencia. Así como nosotros hemos crecido con Shakespeare, Woody Allen ha crecido con nosotros.
     Y todos nosotros tenemos perfectamente claro cuál es el Woody Allen bueno. El Woody Allen bueno es aquel Woody Allen que prueba una y otra vez que el cerebro puede triunfar sobre el músculo (sin por eso desdeñar las virtudes del corazón y de su "otro órgano predilecto"); es el disciplinado auteur de una película al año y de un sistema de trabajo fuera de toda obligación, ante la caníbal industria cinematográfica de su país; es el escritor de tres de las mejores novelas judeonorteamericanas de todos los tiempos (me refiero a los guiones de Hanna and Her Sisters, Crimes and Misdemeanors y Husbands and Wives), de varios de los mejores cuentos de la literatura de su país (me refiero a los guiones de Zelig, The Purple Rose from Cairo, Broadway Danny Rose, Sweet and Lowdown), y de muchos inteligentes divertimentos como Alice, Take the Money and Run, Radio Days, Manhattan Murder Mistery, Mighty Aphrodite, Bullets Over Broadway; es el protagonista de Woody Allen, la biografía autorizada que Eric Lax publicó en 1991 y —fundamentalmente— es el hombre que no sólo es y hace lo que quiere sino, también, lo que muchos quieren que haga y quieren que sea, lo que todos quisieran hacer y ser: un artista con una obra inconfundible, única, inimitable y propia.

Woody el malo
Hay un Woody Allen "malo" que, de tanto en tanto, asoma la cabeza y enturbia el hasta entonces perfectamente querible y comprensible retrato de este eficaz publicista de su ciudad y de sí mismo. No es el director de películas "malas" —las películas "malas" de Woody Allen son aquellas en las que pretende convencernos de que él no es el que nosotros queremos que sea sino, apenas, un tan vacilante como aplicado fan de Ingmar Bergman a quien Interiors, September, A Midsummer Night's Sex Comedy y Shadows and Fog rinden culto—, sino el individuo cruel, más que satisfecho de mostrarnos que, sí, hay algo podrido en Central Park. Es el director de filmes como Celebrity, Deconstructing Harry, Hollywood Ending y la incomprendida en su momento y cada vez mejor Stardust Memories. Aquí y allá, Woody Allen como entusiasta dinamitador loco de su efigie y leyenda y, de paso, de las expectativas de su tribu de adoradores. Es, también, el Woody Allen que actúa en The Unruly Life of Woody Allen, biografía no autorizada de Marion Meade que —sin caer en groserías ni posturas amarillistas— alumbra su lado oscuro y confirma, una vez más, que todo Dr. Jekyll tiene su faceta de Mr. Hyde. Y que, a su manera, la disfruta. El Woody Allen de Meade —escrito "con la total desaprobación de Woody Allen"—, es el que aparece en sus películas como un adorable fóbico a todo —duerme con la luz encendida y se hace absurdos implantes capilares para que su calva no crezca (lo que no importa ni es criticable); es el que no fue a los Óscares en 1977 por temor a no ganar ninguno a los que estaba nominada Annie Hall, y ganó varios, pero desde entonces se vio obligado a sostener la postura de "Hollywood no me importa"; y es quien utiliza sus películas como astutas reescrituras de determinados momentos de su vida real (lo que es un poquito más cuestionable) donde Woody Allen siempre queda bien parado. El síntoma no es nuevo —Hemingway, otro paradigma norteamericano, supo explotarlo hasta la autoparodia involuntaria— y el escritor Harold Brodkey, en un ensayo publicado en The New Yorker, lo diagnosticó con las palabras exactas: "Woody Allen presenta a su personaje siempre dentro de los límites del fatalismo agresivo. A menudo parece sugerir que su voz no puede soportar tanta locura. La naturaleza autocongratulante y su sentido de la humillación se van alternando como una especie de absolutista e incoherente sube y baja en sus películas: la presentación de la pesadilla, como chiste y forma de confesión al mismo tiempo, nunca alcanza esa grandeza en el pesar que tienen los personajes de Kafka. Woody Allen sufre, pero sufre para vencer."
     Así, Annie Hall sería la versión lírica y corregida y oficial de su ruptura con Diane Keaton (de la que, según Meade, Woody Allen jamás se recuperó), Manhattan vuelve admirable un romance peligroso con la adolescente prodigio Stacey Nelkin, Interiors "roba" la vida familiar de su segunda esposa Louise Lasser, Hannah and her Sisters desentierra miserias varias del Clan Farrow, y Deconstructing Harry es una transparente vendetta contra la literatura y la figura de Philip Roth, escritor que, en más de una ocasión, ha acusado a Woody Allen de "vulgar y sentimentaloide en lo que a la condición judía se refiere", y principal sospechoso y "negro" cómplice en la escritura de las incendiarias memorias de la despechada Mia post Soon-Yi.
     ¿Se puede acusar y condenar a Woody Allen por todo esto? Sospecho que no. No hay gran artista que no haya fundido los materiales de su vida real y las de su entorno para elaborar una obra personal y privada. Lo que distingue y enturbia al caso Woody Allen —después de todo, vamos, desde el alias de un tal Allen Stewart Konigsberg, nacido en Brooklyn en 1935— es, según revela el libro de Meade, el modus operandi a la hora de perpetrar y justificar el crimen, donde se repite una y otra vez la manipulación y descarte de los implicados (ya sean maestros, como el guionista de los Hermanos Marx S. J. Perelman, el compaginador Ralph Rosenblum, o el insoportable personaje de Mia Farrow en Husbands and Wives como coartada subliminal a la hora de justificarse ante sus seguidores), así como la insuperable adicción a sí mismo y a volver adictos a esa droga a segundos y terceros. De este modo, el amor que reclama para sí Woody Allen es un amor incondicional. Y, por lo general, lo consigue sin grandes desvelos, con una estrategia donde persona y personaje giran con ferocidad centrífuga —"De algún modo, este señor no para de hablar por miedo a que se le entienda todo", alguna vez lo definió con justicia y justeza el escritor Juan Marsé en Señoras y señores, su columna de El País—,  devorando todo y a todos en uno de esos pactos fáusticos que, se sabe, no son otra cosa que pactos mefistofélicos. En sus películas, Woody Allen puede ser abandonado por sus mujeres, pero recordemos que se trata de un abandono épico, como el que sufre Bogart al final de Casablanca. En la vida real, dice Meade, Woody Allen abandona a todo aquel que —como lo hacen sus anónimos fans— se niega a aceptar que sus defectos son parte imprescindible de un producto fascinante y, sí, gracioso.
     Su alter ego Sandy Bates, director de comedias que ya no quiere hacer "películas para reírse", lo advierte y lo confiesa en esa inteligente revisión del 8 1/2 de Fellini que es Stardust Memories: "No puedes controlar tu vida. Sólo el arte y la masturbación pueden ser controlados; dos áreas en las que soy un experto absoluto." Y, por las dudas, tantos años después, Woody Allen cierra una película titulada Celebrity con una breve palabra escrita en los cielos de Nueva York: Help!

Woody el feo
Para buena parte de la humanidad, Woody el Feo es ese hombrecito que empezó no pareciéndose a Robert Redford y que terminó preguntándole a la hija adoptiva de su pareja si quería que le enseñara el funcionamiento de una cámara Polaroid. No es mi problema: Robert Redford ha envejecido peor que Woody Allen, y cada cual es dueño de hacer lo que quiere como quiera, siempre y cuando no obligue a nadie a imitarlo. No fue el caso de miles de consumidores del publicitado affaire Soon-Yi, asunto que no sólo significó cientos de miles de dólares gastados en los tribunales, miles de chistes ("Pocos placeres en la vida más grandes que tener a tu ex novia de suegra", bromeó David Letterman) y una miniserie infecta, sino también el fin de la "pareja funcional y utópica" de Allen-Farrow, así como, por primera vez, el comienzo de la temporada de caza al Woody. Hay un antes y después en la vida de Woody Allen a partir de su escándalo. Y —esto es lo que me parece feo y preocupante de verdad— también hay un antes y después en su obra. Woody Allen no ha vuelto a ser el mismo y —de algún modo— ha dejado de ser Woody Allen o, por lo menos, el Woody Allen por el que se lo sigue admirando.
     Culminada su tal vez insuperable Trilogía de la Culpa —Hannah and Her Sisters, Crimes and Misdemeanors y Husbands and Wives—, Woody Allen parece haber optado por el camino fácil, el atajo cómodo, aunque la última de esas cintas terminara con un Woody Allen/Gabe Roth abandonado por su esposa "pasiva-agresiva", renunciando a las tentaciones de la carne joven de una estudiante y encerrándose a escribir su gran novela. Ni siquiera ha vuelto a ofrecer —tal vez porque los años, el cinismo y el pudor, después de su culebrón jurídico, no se lo permiten— algún brillante valentine de enamorado como Annie Hall y Manhattan, optando por la rareza simpática y europea, pero un tanto desconcertante, de Everyone Says I Love You: una postal encantadora que, sin embargo, no hace más que transitar por los recorridos obvios, turísticos. El Woody Allen divertido y light y diet de estos días parece haber retrocedido a la inteligentísima facilidad de sus primeras comedias —a diferencia del Sandy Bates de Stardust Memories—, como si sólo quisiera hacer "películas para reírse" a la vez que, igual que en sus inicios, explorara géneros y tópicos que producen cierto déjà vu: matrimonios de detectives amateurs, canciones, gangsters, vaudeville con adorable "chica de la calle", ladrones de poca monta, escritores bloqueados, serie negra, cine dentro del cine… Todas buenas, divertidas, eficaces, perfectas en su sencillez, pero que producen, por momentos, la incómoda sensación de que nos están contando un chiste demasiado largo del que poco y nada cuesta adivinar el remate. Tan sólo Celebrity y Sweet and Lowdown (con un formidable Sean Penn negándose, a diferencia de lo que hicieron John Cusack y Kenneth Branagh, a "hacer de Woody Allen") ofrecen destellos y oscuridades que recuerdan al hombre que usaba el celuloide para iluminar, además de hacer pasar un excelente momento a oscuras. No es casual —ya que estamos— que ambas películas insistan en un viejo y querido tema, y acaso un dictum existencialista por grabar en el escudo de armas: se puede ser una mala persona siempre y cuando esa mala persona esté redimida por la vocación artística, porque —parafraseando a aquel célebre eslogan de Love Story— crear es nunca tener que pedir perdón.
     Así las cosas, Woody Allen parece satisfecho con la situación. Al menos esa impresión me dio las dos veces que lo vi, en vivo, en recientes conferencias de prensa en Barcelona. Allí, Woody Allen hizo a la perfección de Woody Allen: alguien que consigue carcajadas con sólo enarcar una ceja. Alguien que se sabe, con razón y mérito, un clásico vivo y que fue recibido como tal cuando —por fin, y sólo por amor a su ciudad que lo sabe ya monumento tan histórico como el Empire State y la Estatua de la Libertad— se dio una vuelta por la última entrega de los Óscares y se dé una vuelta por Oviedo en los próximos días.
     Woody Allen ha alcanzado la altura que sólo alcanzan unos pocos elegidos. Escribo y firmo esto —que conste— con la ilusión y la esperanza de que, desde ahí arriba, desde el invierno de su descontento, descienda en cualquier momento su mejor película. No porque Woody Allen no haya hecho suficiente, sino porque siempre le pediremos un poco más. Una película que empiece con letras blancas sobre fondo negro y música clásica y moderna. Como él.
     Mientras tanto y hasta entonces, la canonización en vida de Eric Lax, el recuento de las numerosas cretinadas del malvado sobre las que escribe Marion Meade, las primeras planas de periódicos amarillos, ese impiadoso, fascinante e inexplicable docudrama donde se lo ve aferrado al cetro de su clarinete mientras recorre ese Viejo Mundo, que tanto mejor lo comprende que su país de origen, no alcanzan a contaminar el producto final, al Citizen Allen: todo aquello que permanecerá en las filmotecas del mundo cuando él ya no esté entre nosotros a no ser que lo reencontremos en sus películas.
     De este modo, pasarán los años y los premios y los príncipes y la persona Woody Allen no será más que una nota al pie de sus personajes. Alvy Singer, Sandy Bates, Isaac Davis, Leonard Zelig, Danny Rose, Mickey, Boris Grushenko, Allan Felix, Cliff Stern, Gabe Roth, Lenny, Larry Lipton, Harry Block y Virgil Starkwell sobrevivirán, inmortales, a quien los hizo, más o menos, a su imagen y semejanza.
     No es tan grave: a William Shakespeare le sucedió exactamente lo mismo. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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