Religión y sociedad: Leszek Kolakowski y Mark Lilla

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FE Y FILOSOFÍA / CONVERSACIÓN CON LESZEK KOLAKOWSKI

 

Leszek Kolakowski (Radom, Polonia, 1927) es el filósofo polaco vivo más importante. Ha vivido en el exilio desde 1968, y actualmente es miembro del All Souls College, de Oxford. Si bien ampliamente conocido como el autor de Las principales corrientes del marxismo, magna historia de la recepción de las ideas de Marx en Occidente, también ha dedicado varios textos fundamentales a otra de sus pasiones: la filosofía de la religión. En la presente entrevista, Kolakowski reflexiona acerca de las relaciones entre la religión y la filosofía, esos dos vigorosos afluentes intelectuales que han definido, con el ritmo de sus sucesivas rupturas y conciliaciones, la naturaleza de nuestra cultura.

Más allá de su aspecto como influencia formativa en la historia de las ideas, ¿cuál es el papel que hoy juega la religión en la filosofía?

Sabemos de alguna manera a qué nos referimos al pensar en filosofía ya que hemos leído a Platón, Descartes, Kant y Hegel. Conocemos las preguntas básicas que los filósofos han intentado responder, aun cuando sabemos que no se han encontrado en general respuestas satisfactorias para ninguna de ellas. Las preguntas de Platón, Descartes y Kant todavía están presentes y definen lo que la filosofía es. Sin embargo, nunca estamos seguros de lo que es la religión. Algunas personas se inclinan por creer que la religión es una colección de postulados sobre Dios, las maneras en las que Él rige el mundo, acerca del bien y el mal, acerca de la inmortalidad. Y otras personas creen que estos postulados pueden ser discutidos, de manera similar a las doctrinas filosóficas, mediante argumentos racionales. (Sin embargo, aun si suponemos que hay respuestas racionales e independientes de la revelación para muchos de los problemas religiosos, todavía podemos argumentar que la idea de revelación es legítima y creíble.) Concebida así, la religión no sería otra cosa que teología, distinguible de la filosofía sólo por el tipo de preguntas que se plantea.

Pero para otros críticos la religión no es una colección de postulados. Es fe, en el sentido de San Pablo y Lutero: significa confianza. Confiar en Dios no es un acto que esté precedido por la creencia racionalmente sostenida de que Dios en verdad existe. El credo ut intelligam agustino implica que la fe viene primero. La fe es una actitud mental y se expresa a través de rezos y actos de obediencia a mandamientos divinos, no a través de “postulados religiosos”. Sin duda, en nuestra época la vida religiosa no puede quitarse de encima el lenguaje cuasi filosófico, pero debemos recordar que algunos de los grandes pensadores cristianos nos advirtieron que lo que digamos de Dios no puede ser cierto en el mismo sentido en que lo son las frases matemáticas o empíricas. Dios está más allá de nuestro lenguaje, y nuestras creencias acerca de Dios no pueden convertirse jamás en partes de la filosofía. Los filósofos se preguntan acerca de Dios, pero sus respuestas, por sabias que sean, no se convierten propiamente en partes de la religión.

 

¿Qué puede decir la filosofía, incluso la más hostil, a lo divino, a la religión?

Creo que nuestra cultura necesita tanto a quienes defienden la fe como a quienes la critican. Cada uno obliga al adversario a fortalecer sus actitudes y así se fortalecen entre ellos, contrario a lo que cada uno pretende.

 

 

La famosa expresión de Dostoyevski en Los hermanos Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”, implica una conexión entre la existencia de un principio divino y la realidad de la ética. ¿La ética realmente se vacía de contenido sin un recurso a lo divino? ¿Es posible una ética completamente secular?

El famoso dictum de Dostoyevski puede ser cierto para quienes creyeron alguna vez en Dios y perdieron la fe. No es creíble si sugiere que sin Dios la distinción entre el bien y el mal es inválida. La gente completamente secular mantiene esta distinción en mente. Los adherentes a la filosofía empirista argumentan que esta distinción es sólo la expresión de emociones y que las frases que dicen que algo es bueno o no en un sentido moral son inverificables y por tanto carecen de sentido. Yo rechazo esta doctrina.
El empirismo mismo no es un postulado empírico sino una decisión arbitraria de los filósofos. No hay nada ilegítimo en decir que esto o aquello es bueno o malo. A saber, es una idea metafísica y probablemente implica que hay un orden moral en el universo y que la intuición humana puede acceder a ese orden. Si ese orden fue creado por Dios es una pregunta distinta; podemos creer que existe tal orden y que nos es accesible sin necesariamente suponer que Dios es su autor. La intuición moral no es menos creíble que la intuición que usamos para interpretar datos sensoriales, y el hecho de que la gente difiera en sus juicios morales no anula la veracidad o la falsedad de esos juicios.

El dictum acerbum de Dostoyevski puede ser confirmado convincentemente –y con frecuencia se le cita en este sentido– por las experiencias de nuestro tiempo: crueldades inenarrables perpetradas por regímenes sin Dios. Esto es sin duda cierto, pero sabemos a lo largo de la historia de crueldades similares perpetradas en nombre de Dios o por la causa de Dios. Quizá la gente que cometió esos crímenes podría haber dicho: “Si Dios existe, entonces todo está permitido.”

En contraparte, es verdad que en términos históricos la mayor parte de la gente sabe de la distinción entre el bien y el mal gracias a fuentes religiosas y la ha aceptado como algo otorgado por Dios. Así que quizás el dicho de Dostoyevski contenga algo de verdad después de todo.

 

Ciertos filósofos contemporáneos, como Gianni Vattimo, reconocen en el cristianismo un relato valioso y efectivo en la medida en que puede inspirar ciertas actitudes deseables, al tiempo que ellos mismos parecen vaciarlo de todo contenido sobrenatural. ¿Es la religión, y en específico el cristianismo, meramente un lenguaje o la constatación de una dimensión real del mundo, del misterio como aspecto constitutivo de la condición humana?

Si la gente repitiera algunas normas ancladas en la tradición religiosa pero, por haber perdido la sensación de realidad de esta tradición, sólo las conservara como façon de parler, entonces no las podrían observar con seriedad por siempre. Al estar desconectadas de su origen, tales normas desaparecerían en una generación o dos. La vida religiosa se agotaría si se le redujera a un hábito lingüístico. Si repetimos “No matarás” al tiempo que olvidamos que es parte de un decálogo, tendríamos que buscar otra respuesta cuando se nos pregunte “¿y por qué no?”, y no habría jamás certeza en esa respuesta. Es por esto que no debemos esperar que el contenido normativo del cristianismo se preserve puramente como un hábito del lenguaje y que esas normas sigan funcionando.

 

Secularmente se ha acusado a la religión de infundir un olvido de la vida terrenal en favor de la búsqueda de la salvación eterna. Un conocido verso de Paul Éluard –“Hay otro mundo, pero está en éste”– se puede interpretar como una refutación poética de este dualismo. Al mismo tiempo, sin embargo, este verso parecería admitir otra lectura: es precisamente en y desde esta realidad que el ser humano se abre a la trascendencia. ¿Cuál sería su opinión al respecto? ¿Es la religión una afirmación o una negación de la vida?

No estoy seguro de lo que Éluard tenía en mente. El desprecio por la vida terrenal puede ser parte de la tradición budista, pero no del cristianismo. Todo lo contrario: una razón (aunque no la única) por la que debemos tomar en serio nuestra vida “aquí y ahora” es porque puede ser decisiva para nuestro destino eterno. Si debemos amar a otros seres humanos e incrementar el bien y no el mal en el mundo es porque tomamos en serio nuestro “aquí y ahora”, no porque soñamos con abandonarlo.

 

En una reciente reseña de su libro ¿Por qué hay algo en vez de nada?, John Gray afirma: “Como Kant, Kolakowski parece sugerir que el resultado final de la filosofía es apuntar hacia más allá de sí misma: si la razón culmina en paradojas irresolubles, el salto de fe ya no parece algo tan irracional.” ¿Estaría usted de acuerdo? ¿El conocimiento de los límites de la razón conduce a la fe?

Conocer los límites de la razón puede dar pie al nihilismo o a la búsqueda de la fe. ¿Cuál es mejor? No hay una respuesta racional para esta pregunta.

 

Dietrich Bonhoeffer señalaba críticamente que si bien Dios como hipótesis “tapa-agujeros” había sido superado en la moral, la política y la ciencia, persistía en las “cuestiones últimas” del sufrimiento y la muerte. La postura de buscar a Dios en los límites de la razón ¿no es una continuación de esta idea reductora de lo divino cuestionada por Bonhoeffer? ¿Está la condición humana predispuesta a abrirse a alguna forma de trascendencia?

Sí, Dios sin duda ha sido empleado como un modo de desechar las llamadas “cuestiones últimas”. Pero Dios no explica el mundo en el mismo sentido en el que la gravedad explica ciertos movimientos de los cuerpos celestes. Necesitamos tener la sensación de que el mundo tiene un sentido, y esta necesidad no es algo accidental, no es una invención de filósofos. En sí misma, esta necesidad no nos provee de pruebas doctrinales. Si hay algo como la naturaleza humana, esta necesidad es parte de ella (lo que no supone que por fuerza todos la compartan). Tenemos razones suficientes para pensar que esta es una necesidad exclusivamente humana y que no la compartimos con criaturas que son supuestamente nuestros parientes, como los conejos, los murciélagos o los pericos (con quienes se afirma que tenemos ancestros comunes). ~

– Humberto Beck

 

 

 

 

DIOS NO HA MUERTO / CONVERSACIÓN CON MARK LILLA

 

Mark Lilla (Detroit, 1956) inició su carrera profesional como editor en The Public Interest, donde trabajó a las órdenes de Irving Kristol. Por aquel entonces, cuenta Lilla, su principal interés era la economía y no la filosofía, al punto que se sentía un poco incómodo por no haber leído a Hegel, del que todo el mundo hablaba constantemente. Un día, al fin, le preguntó a Kristol dónde podía encontrar una buena introducción de Hegel. “Kristol me miró como si yo estuviera loco y me dijo: ‘¿Por qué no lees al mismo Hegel?’ Nunca se me había ocurrido.” Ese desdén por la literatura secundaria, dice Lilla, fue lo que lo llevó a escribir libros “serios pero no académicos”, como Pensadores temerarios (Debate, 2004) y The Stillborn God (próximamente en Debate). Ha sido profesor de la Universidad de Nueva York, la de Chicago y, actualmente, desde 2007, de Columbia. Escribe con frecuencia en The New York Review of Books, The New Republic y The New York Times.

Pese a la disparidad de asuntos sobre los que se ha ocupado –Vico, Berlin, el papel de los intelectuales en política, el origen filosófico de la separación entre Estado e Iglesia o, recientemente, en un célebre artículo de The Wall Street Journal, la deriva populista del conservadurismo americano–, el tema de Lilla es la tradición ilustrada, su singularidad en el conjunto de la historia humana y la facilidad –que con frecuencia olvidamos– con que en distintos momentos la hemos violentado o ignorado.

Son claro ejemplo los intelectuales atraídos por el totalitarismo en Pensadores temerarios o las constantes tentaciones teológicas de la política en The Stillborn God. Lo entrevisto en Madrid, adonde acudió para participar en el ciclo “Isaiah Berlin: libertad y pluralismo” organizado por CaixaFórum.

 

Después de dos siglos de hablar de política, afirma en la introducción de The Stillborn God, parecemos haber vuelto al siglo xvi y ya sólo discutimos sobre teología: la revelación frente a la razón, el dogmatismo frente a la tolerancia. ¿Qué ha pasado?

Bueno, sin duda la causa de ello es el islam. Naturalmente, la religión tiene un papel prominente en muchas partes del mundo, pero, en el islam, política y teología son indistinguibles. El punto de vista con que se enfrenta a todo está marcado por su idea de la relación entre el hombre y Dios. En el pasado, así su-
cedía también en Occidente, y ante ello se rebelaron quienes querían pensar la política en términos exclusivamente humanos. De ahí surgió la idea que tenemos de lo que es el liberalismo, la democracia, un régimen constitucional. Naturalmente, el islam nos obliga a repensar si todos estos logros van a poder mantenerse.

 

¿Cree de veras que están en riesgo?

Quizá no, pero la democracia liberal es frágil en muchos sentidos. Sin embargo, su fragilidad no es institucional sino intelectual. Es decir, procede sobre todo de los propios liberales que ya no entienden la tradición de los regímenes democráticos, que olvidan que la Gran Separación entre religión y política, Iglesia y Estado, es en realidad un experimento relativamente reciente que no tiene por qué ser irreversible. Un experimento exitoso, cierto, pero que fue fruto de una serie de acontecimientos históricos impredecibles, no obra de fuerzas históricas impersonales, como muchos pensadores europeos todavía atraídos por el pensamiento mítico parecen creer.

 

Tal vez el mayor peligro para esta Gran Separación, al menos en Europa ahora, no sea tanto un regreso a la teología política como el multiculturalismo.

Piense en el caso que protagonizó a principios del año pasado el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, un intelectual prestigioso. Afirmó que los musulmanes, en Gran Bretaña, no debían verse obligados a la dura elección entre la lealtad a su cultura y la lealtad al Estado, y que para evitarlo resultaba inevitable que la ley británica adoptara ciertos aspectos de la sharia, la ley islámica.

En Gran Bretaña y Estados Unidos existe la tradición de los tribunales religiosos, que en ciertas comunidades se encargan de cosas como el matrimonio, el divorcio, la disciplina de los niños…

 

¿No es eso muy antiliberal?

No, porque cualquier miembro de esa comunidad tiene el derecho a apelar a la ley común si no está de acuerdo con un veredicto de ese tribunal, y la ley común siempre impera sobre la ley comunitaria. Y a mí eso me parece razonable. Lo que estaba diciendo en realidad el arzobispo de Canterbury, y eso es cruzar todas las líneas rojas, era que desapareciera esa posibilidad de apelar a la ley pública, que los veredictos de los tribunales comunitarios fueran inapelables, con lo cual tendríamos dos o más sistemas legales paralelos, uno de carácter, digamos, secular, y los demás religiosos o culturales. Esta es una forma de multiculturalismo, pero en realidad este tiene dos niveles: el multiculturalismo tolerante y el multiculturalismo pluralista. En el primer caso, la tolerancia permite que la gente piense y se comporte como quiera siempre y cuando no coarte a los demás; no impide la crítica a las prácticas de las demás comunidades, no impide que trates de persuadir a la gente de que cambie lo que hace. El multiculturalismo pluralista, sin embargo, sostiene que el principio de ese pluralismo es que todas las prácticas que se hallan en la tradición son iguales, que ninguna práctica religiosa producto de la historia puede ser mejor que otra, y en consecuencia lo que se nos pide, de un modo un tanto surrealista, es que no hagamos nada que sepamos que puede molestar a alguien.

 

Es inevitable pensar, en relación con esto último, en el caso de las caricaturas publicadas en el Jyllands-Posten danés y el modo en que muchos periódicos europeos explicaron por qué no iban a publicarlas: para no ofender a nadie. Es una renuncia a la libertad de expresión, que consiste en parte, dentro de un debate civilizado, en la posibilidad de ofender.

Eso se puede ver de dos formas: como una cuestión de principios o de una manera práctica. Y le diré algo: si los liberales estamos interesados en algo es en seducir a determinadas comunidades. Por eso no entiendo a los que tuvieron esa reacción tan fuerte al asunto de las caricaturas. Obviamente existe el derecho de publicarlas en todas partes y hay que ponerse de lado de los dibujantes, pero ¿qué tiene de vergonzoso ser prudente? Porque hay que hablar con franqueza de algo: en Europa hay ahora mismo millones de musulmanes a los que, simplemente, les cuesta encajar en unas sociedades que no reconocen, a efectos políticos, la revelación divina. Para esos musulmanes, la sharia comprende absolutamente todos los aspectos de su vida y son reacios a aceptar que deba quedar reducida, de un modo para ellos arbitrario, a determinadas cuestiones de la vida privada. No comprenden las reglas básicas de la Gran Separación. No debemos hacernos demasiadas ilusiones al respecto. Lo máximo a lo que podemos aspirar es al respeto mutuo, a un cierto grado de acuerdo, a arreglárnoslas como mejor podamos, pero no mucho más. Por eso nada tiene de malo ser prudente.

 

Sin embargo, ¿no cree posible que el islam, al estar en contacto con sociedades liberales, recorra su camino particular hacia la Gran Separación?

Tal vez. Pero lo dudo. Y de nuevo por una razón: el proceso de secularización de Europa desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora sigue siendo un hecho históricamente único, como históricamente único fue lo que hicieron Hobbes, Rousseau y los demás artífices de la separación entre los asuntos políticos y la revelación. Con frecuencia lo olvidamos, porque parece que en este tiempo nos hemos olvidado de pensar en la teología o la cosmología cuando tratamos de política, lo cual nos honra, pero debemos recordar que eso es la excepción, que nosotros somos los raros, por así decirlo, y que es ingenuo creer que otras comunidades van a pasar por lo mismo. Aunque sería injusto no reconocer lo que están haciendo algunos pensadores que proponen un islam “liberal”, más abierto, más adaptado a la vida moderna, en cierta medida parecido a lo que hicieron los teólogos “liberales” alemanes, protestantes o judíos, en el siglo XIX. Estoy pensando en gente como Khaled Abou El Fadl o Tariq Ramadan.

 

De modo que debe tener aún menos esperanzas de que los países regidos con criterios teológicos, de Irán a Arabia Saudí, vayan a adoptar sistemas más liberales.

Eso no va a suceder. Y debemos tenerlo claro: en esos países no va a haber democracias liberales. No es posible porque conciben las instituciones políticas en términos de redención espiritual, de autoridad divina, no como sistemas para proteger a los individuos de los males que puedan infligirse, para defender las libertades fundamentales o proporcionar bienestar. Tenemos que hacernos a la idea y, como siempre en la vida, pensar un plan B.

 

¿Cuál sería ese plan B para usted?

No lo sé.

 

¿Turquía? ¿Indonesia?

De verdad que no tengo ni idea. Sólo tengo claro que la democracia liberal es imposible en lugares en los que es inconcebible que la ley no sea una revelación.

 

¿Pero eso no es tanto como concederle el crédito al cristianismo de haber sido la única religión en propiciar la separación de poderes?

¡En absoluto! La separación de poderes se produjo en contra del cristianismo o, mejor dicho, de la teología política cristiana. Sobre todo porque era un desastre que no producía más que caos y guerras de religión. Cuando Hobbes escribió Leviatán, lo que hizo fue, en contra de la tradición, dejar de tratar de interpretar las órdenes de Dios y aplicarlas a la vida política para prestar atención exclusivamente al hombre y sus creencias. Lo que hizo fue, por así decirlo, cambiar de tema. Y eso no lo hizo gracias al cristianismo. Atribuirle el mérito al cristianismo sería como superar un cáncer y creer que estás vivo gracias a él.

 

Y sin embargo, en la democracia más vieja del mundo, Estados Unidos, la religión tiene un papel importante, visto desde los ojos de un europeo, verdaderamente abrumador. ¿Cree que eso pone en riesgo, en cierta medida, la democracia? Y si no es así, ¿por qué?

El caso estadounidense es raro, excepcional. Puede sorprender por el lenguaje de su política, lleno de energía mesiánica, parecido a la retórica de las sectas protestantes del siglo XVII, pero no hay ningún lugar del mundo donde haya una población tan comprometida con la fe y, al mismo tiempo, tan comprometida con la Gran Separación. Lo importante es que las instituciones son muy fuertes e impiden cualquier tentación fundamentalista, que sin duda la ha habido. Por eso le decía antes que los riesgos a los que puede verse sometida la Gran Separación son más de carácter intelectual que institucional, porque en Estados Unidos y la Europa Occidental –en esta última desde hace apenas cincuenta años, recordémoslo– las instituciones son sólidas y funcionan. Vemos el caso de las llamadas guerras culturales que han dominado la vida estadounidense durante los últimos años: puede que tengamos unas diferencias abismales en asuntos como el aborto, la eutanasia, las células madre o cualquier otro asunto imaginable, pero por lo general todo esto se discute en el marco de la Constitución.

 

Algunos europeos tal vez quisimos creer que el nuestro sería un tiempo en el que la religión sería un asunto privado sin relevancia en la vida pública, en el que las grandes discusiones sobre el secularismo que han tenido lugar recientemente darían pie a un consenso laico. Estábamos equivocados y hablamos de religión más que nunca.

Ciertamente los pensadores europeos que se dedican a asuntos políticos tienden a estar de acuerdo en que la era de la religión ha terminado en Occidente, y que es impensable un regreso de la teología política. No sé si tienen razón. Pero tanto los que echan de menos un tiempo pasado en el que la política estaba llevada por el fervor místico y todo el mundo era creyente, como los que ven la modernidad como un triunfo del progresismo y la razón, se equivocan, y en realidad lo que hacen es trasladar el mesianismo a la historia. No hay inevitabilidades históricas, aunque nos sintamos cómodos pensando que sí porque eso nos ayuda a leer el mundo. La tentación de revivir la teología política siempre está presente. Lo que debemos hacer es decidir si queremos seguir con la Gran Separación o no. Es asunto nuestro. ~

– Ramón González Férriz

 

 

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es ensayista.


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