Manchas en el silencio

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L.– Un bombín. ¿Dónde? No allá, aquí. No en Beckett, en mí. Un bombín negro, pardo, ajado. Como mi esmoquin. Como mi pajarita. Beckett escribe allá, yo danzo aquí. Escribe seria, despojadamente. Sin entusiasmo. Sin bombín. Es mediodía, allá, y ningún furor despunta, allá. Que otros escriban, más allá, como si un milagro ocurriera bajo sus puños. Él trabaja sedado, arrastrado apenas por la inercia. Alguna vez hubo entusiasmo. Alguna vez. Cuando imaginó el dispositivo. Cuando aún no era necesaria la escritura. Ahora: escribir, continuar la serie, perpetrar fragmentos. Como ayer. Como mañana. Así: “la capa de polvo que había los piececitos grandes para su edad desnudos en el polvo” (Cómo es, 1961). Ninguna exaltación al escribir esas palabras. Ninguna al releerlas. La literatura, esa masilla imbécil, insípida, muerta. Imposible ya toda épica. Sólo resta la indolencia. El bostezo. El balbuceo a pesar de uno mismo. Otro fragmento. La pena de continuar. La fatiga de empezar. Empezar.

C.– Empezar. Sólo para terminar. “El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos”, dice Hamm en Fin de partida (1957). Expulsados de la nada, de donde nunca debimos salir, perseveramos. Y, para distraernos de esa obstinación inútil, hablamos, vociferamos, balbuceamos. Producimos palabras, “manchas en el silencio”. Esperamos junto a un camino, apenas acompañados por un árbol que, para colmo, no ofrece garantías en caso de que decidamos colgarnos. Godot, en ese sentido, habilita la esperanza: podría tratarse del verdugo que, de una buena vez, anule el eterno aplazamiento. Sin embargo esperamos, y esa espera nos convence de la inutilidad de las palabras. Pero ellas son, ay, nuestra única compañía. Así que despojémoslas del todo, devolvámoslas a su estado primero, cuando apenas eran capaces de decir algo. Por eso “Sin” (1969) o Cómo es parecen escritos en una lengua antigua, acaso el sumerio, como advirtió J. Rodolfo Wilcock. Los personajes de Beckett, esa “galería de moribundos”, hablan desde la agonía, a la que parecen haber llegado inmediatamente después del nacimiento. Que lo diga el narrador de Sobresaltos (1988): “No importa cómo no importa dónde. El tiempo y el pesar y el así llamado uno mismo. Oh todo a su fin.”

L.– El así llamado uno mismo. Un nombre: Samuel Barclay Beckett. Un lugar y una fecha: Foxrock, Irlanda, 13 de abril de 1906. Unos padres: dos, clase media, sin atributos. Una infancia, tersa, y una adolescencia, infame, como todas. Las influencias: el cine silente estadounidense, el purgatorio de Dante, los delirios de Joyce. Joyce en 1928, cuando uno y otro se conocen. Joyce alguna tarde, cuando uno sirve de lector al otro. Joyce finalmente, cuando la hija del otro se enamora del uno. Después de Joyce: París, la escritura y la mudanza a otro idioma. Eso, y la Segunda Guerra Mundial. Ocurre entonces lo corriente: la nobleza del misántropo. Quien obliga a reptar a sus personajes se une a la Resistencia francesa. Quien conoce que todo marcha rumbo a peor dona buena parte del Nobel a escritores necesitados. Quien reduce al mínimo su narrativa, en un vano intento de anular la existencia, es un hombre afable, hospitalario, discreto hasta el autismo. La contradicción fértil: una vida convencional, una obra cada vez más extrema. Ni siquiera la vejez –mal de Parkinson, caídas en la regadera, reclusión en un asilo– matiza una escritura condenada a extinguirlo todo para extinguirse mejor. Antes de la extinción, un clamor: “Quizá mis mejores años han pasado. Cuando existía una posibilidad de ser feliz. Pero no querría que volvieran. No ahora, con este fuego en mí. No, no querría que volvieran” (La última cinta de Krapp, 1959). Ese fuego. Otra vez.

C.– La mudanza a otro idioma. Nietzsche escribió una vez: “Aquello para lo que encontramos palabras es algo ya muerto en nuestros corazones.” A Beckett no le interesaba extender el cementerio. No entonces, con ese fuego en él. Por eso sus personajes balbucean, incapaces de precisar. La lengua materna: un campo minado. Para el irlandés instalado en París era, además, un lugar incómodo: delataba un virtuosismo de estirpe joyceana. ¿Entonces? Empobrecerse. Matar al padre. Escribir “sin estilo”. Algunos ejercicios: una colección de poemas, un par de ensayos. Y, finalmente, el quiebre. Una suerte de epifanía, de visita en Foxrock. La describe en La última cinta de Krapp: “para mí era claro, en fin, que la oscuridad que siempre me esforcé en contener era en realidad mi más…” A James Knowlson, su mejor biógrafo, le confesó en una carta que la frase podía completarse con “querido aliado”. Un cambio de mirada, un reajuste. La exigencia del exilio verbal. El rigor de un idioma adquirido. Palabras que, de nuevo, se resistan. 1946. Beckett comienza un relato, en inglés. Súbitamente, a unas páginas del final, decide continuar en francés. Luego, traduce a ese idioma lo redactado al principio. La mudanza durante la escritura. “El final”, el texto. Ahí, por cierto, el narrador nos dice: “Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había estado a punto de hacer, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza para continuar.”

L.– Extender el cementerio. A Beckett no le importa otra cosa. Con ese fuego en él, propagar la peste. ¿Cuál? La de esa masilla imbécil, insípida, muerta. La narrativa. Aunque empieza en la poesía y envejece en las tablas, la narrativa es siempre el eje. El eje y el cadáver. Como Nietzsche: cuando Beckett llega ya todo está muerto, es necesario partir del desierto. No es él el asesino sino el primer damnificado. Un detrito. Repta entre ruinas. Arrastra un esqueleto. Extiende el cementerio. Como Quevedo: todo, presente sucesión de difuntos. ¿Qué encuentra? Una novela senil, incapaz ya de reproducir su lustre clásico. Un lenguaje impotente, inútil –en uno u otro idioma– para nombrar lo material y lo fugitivo. Una narrativa inerme, lastrada por su apego a la palabra, a la anécdota, al sentido. Esto: un cadáver, una forma que nada dice. No el silencio. No el vacío. No lo informe. Entonces ¿por qué ejercerla? Por eso mismo. Porque es una vergüenza. Porque en ella se fracasa más avasalladoramente que en cualquier otra forma. Porque “ser artista significa fracasar”, y a otra cosa. Las limitaciones de la narrativa son su única gracia. Sólo porque es un género difunto vale la pena seguir difundiéndolo. Pronunciar el silencio con su palabrería. Emular el abismo con sus estructuras. Postular la nada con su modernidad caduca. Eso. Fracasar. Una y otra vez. Cada vez mejor. En la caída, acaso, rasgando el tedio, un gemido. Un ay. Cierta agonía. Nada más.

C.– Esa masilla imbécil. “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, sin poder para expresar, sin deseo de expresar, junto a la obligación de expresar” (“Tres diálogos”, 1949). Decir para maldecir. Decir para fracasar mejor. Y a pesar de todo, en medio de ese balbuceo fallido, el asomo de cierta nostalgia. En Proust la memoria es detonada por un olor, un lugar, una melodía, involuntariamente, en un acceso que produce una ruptura entre el sujeto y su vivencia inmediata. En Beckett, por el contrario, los personajes hurgan premeditadamente en sus recuerdos, los incorporan al torrente verbal. La memoria, entonces, no es más que una nube inútil de escenas que, inevitablemente, se condensan en vocablos. “Cuando se acerca el fin ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”, escribió Borges. Palabras, palabras, palabras. Y en medio de ellas, como dibujos inciertos, asomos del pasado en los que, al parecer, no hay premeditación. “No son más que voces. Embustes”, dice el narrador de Textos para nada (1955). Patrañas, entonces, aunque, en medio del fango tibio que le sirve de morada, el personaje de Cómo es comente con cierta regularidad escenas de la infancia. Krapp reescribe su pasado en cada nueva grabación, pero al final lo embarga el pathos de la agonía. La resistencia de los narradores de la segunda trilogía –Compañía (1979), Mal visto mal dicho (1981) y Rumbo a peor (1983)–, esa cumbre del arte narrativo, es vencida por el aliento proustiano. En la tercera parte, un Beckett ya anciano vislumbró el fin y, tal vez, recordó a su padre: “La mano niña en alto para alcanzar la mano que la ase. Asir la mano vieja que la ase. Asir y ser asida.” Allí hay un brillo que no pertenece al cadáver. No todavía. Porque no, a Beckett no le interesaba extender el cementerio. No con ese fuego en él.

L.– Un brillo. ¿Dónde? No allá, aquí. Decir: aquí. Esto, ahora. A Beckett no le importa otra cosa. Con ese cementerio en él, pronunciar el instante, balbucear el presente. Decir: humo, polvo, nada. Pero cómo decir. El último Beckett aún se pregunta: “cómo decir – / esto – / este esto – / esto de aquí – / todo este esto de aquí –” (“Cómo decir”, 1988). Él primero aprende en Proust: el tiempo y el lenguaje se contradicen. Aprende: todo reside en el instante y todo se opone a la descripción del instante. Aprende: las palabras, cadáveres. ¿Cómo decir? ¿Cómo decir el instante con un lenguaje que transcurre, que “arrastra tiempo”? ¿Cómo expresar lo simultáneo con una prosa sucesiva? ¿Cómo pronunciar lo material a través de conceptos? ¿Cómo recrear la experiencia con un idioma todo artificio? Nada. Nada con que expresar y, sin embargo, algo que expresar. El instante y, en el instante, lo elemental. El sabor del lodo. La temperatura del viento. El hedor. Para ello, las palabras, sólo las palabras. Imposible huir. “¿Cómo ocultarse”, pregunta Heráclito, “de lo que no se pone?” Una disyuntiva: renunciar o continuar extendiendo el cementerio. Una respuesta: “hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir” (El Innombrable, 1953). Así: despojando esa masilla de todo su artificio. Mondando el idioma hasta volverlo esencial. Descomponiendo la sintaxis. La sintaxis tradicional, el enemigo primero. Un orden, una secuencia, un estado de las cosas. La realidad, otra cosa: un anárquico infecto desorden simultáneo. Eso, todo eso. Tal vez, aturdiendo la sintaxis, un asomo de presente. Tal vez una palabra viva. Tal vez un brillo. De otro modo, la fuga. Posible huir. Siempre. Por eso el teatro, palabra encarnada. Por eso el silencio, un gesto. Por eso la muerte, un acto. Y ya.

C.– Balbucear el presente. Qué más. Ya que les ha sido negada la posibilidad de saber quiénes son, ya que el hallazgo de la identidad es una quimera, los personajes de Beckett –su “familia”– encarnan una subjetividad radical, casi solipsista. En Watt (terminada en 1944, publicada en 1953) está la clave: los protagonistas son Watt (What?) y Knott (Not). Más vale no preguntar, las respuestas están vedadas. “¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis” (El Innombrable). Hay un vacío, y en medio, reptando, un conjunto de existencias divididas. Ellos y sus cuerpos. Ellos y los objetos. Ellos y el mundo. No hay respuestas, pero, en la inmensidad de la nada, ciertas presencias dibujan constelaciones que sirven de guía en la noche primordial. Discurrir, entonces, sobre las cosas alrededor. Malone ha perdido su sombrero, pero pasa sus horas acompañado de un lápiz, del plato de comida que alguien le arroja, del bastón con que se lo acerca, de su bacinica. Mercier y Camier lidian con un paraguas, con una bicicleta, con un sombrero. Molloy chupa guijarros, establece un método para garantizar el desgaste equitativo de las piedras en su boca, coexiste con su bicicleta, con sus muletas y, para variar, con su sombrero. Winnie y su paraguas. Winnie y su cepillo de dientes. Winnie y su revólver. El personaje de Primer amor (escrito en 1946, publicado en 1955), conviene recordarlo, se relaciona de manera singular con determinadas piezas de su entorno, a las que recurre cuando se descubre enamorado: “¿Es posible que la amara platónicamente? Me cuesta creerlo. ¿Acaso habría trazado su nombre sobre viejas mierdas de vaca si la hubiese amado con amor puro y desinteresado? ¿Y encima con el dedo, que luego me chupaba?” Amor. Estiércol. Ay.

L.– Ellos y sus cuerpos. Ellos: palabras. Sus cuerpos: basura. En Beckett, como en Descartes, la mente es una cosa y el cuerpo, apenas otra. El cuerpo es prescindible, masilla imbécil. Si tienes dos piernas terminarás, como Molloy, con ninguna. Si andas de pie concluirás, como Bim, reptando. Si deseas hacer cualquier cosa tus extremidades permanecerán laxas, impávidas. El cuerpo no es tuyo: es un dispositivo en tu contra. Por eso el pasmo de los mendigos beckettianos ante sus manos y brazos, ante sus movimientos más elementales, ante el desplazamiento. Sólo la mente es tuya. Ni siquiera eso: tus pensamientos son palabras, cadáveres de todos. Ése, uno de los rasgos capitales de Beckett. Su racionalismo. Su racionalismo tajante. Decirlo así: Samuel Beckett es el más racionalista de los escritores. Nadie más lejos. Ni siquiera Joyce, que con su monólogo interior demuestra la separación entre la idea y la acción. Beckett demuestra un abismo. Ni siquiera Kafka, que en el absurdo planta líneas, jerarquías, cierto orden. Beckett planta un sistema. O mejor: fracasa desopilantemente al intentar plantarlo. Reducirlo a un artista del absurdo es imbécil. Como esa masilla. El absurdo es. Como esa masilla. Cuando Beckett llega ya todo está caído: Dios y el hombre, el humanismo y la razón, el orden y la masilla. Todo salvo un detrito: la inercia racionalista de sus personajes. En medio de las ruinas, ellos y su mente necia. Intentan conocer, organizar las ruinas, fijar secuencias. Molloy y esos guijarros. Murphy y sus galletas. Cómo es y la matemática sucesión de víctimas y verdugos. Indigentes en busca de un sistema. Un sistema que, al atarlos, los extinga. Un orden que, en el silencio de su perfección, asfixie ese último balbuceo. Un fin, por fin. Remata Efrén Hernández, tan próximo a Beckett: “Porque es tanta mi impersonalidad, que casi no soy persona ni sujeto, soy más bien una cosa a la que se le ocurren ideas […] Me parece cosa evidente que si un empresario de circo me localizara, me contrataría para exhibirme en compañía de otras rarezas: el mono que toca el violín, el asno que sabe leer, la cosa que piensa” (“Carta tal vez de más”). Qué pensar.

C.– Un sistema. “No estoy interesado en sistema alguno, no veo rastro de sistema alguno en ninguna parte” (entrevista con Israel Shenker, The New York Times, 1956). En todo caso, un método. El de Molloy para chupar guijarros. El de Malone para acercarse el plato con alimentos. El de Beckett para producir textos radicales. La tarea del artista, declaró una vez, es producir una forma que se ajuste al caos. Una escritura del desastre, que abrace el sinsentido del mundo y nos lo devuelva tal cual es. Si nuestras preguntas no obtienen respuesta es porque Ahí no hay Nadie capaz de responder: “no hubo nunca nada, nunca puede haber nada, vida y muerte y nada de nada, este tipo de cosa, sólo una voz soñando y mascullando alrededor” (“De una obra abandonada”, 1956). Al final esa voz que sueña, que mastica y escupe palabras, toma la forma de la risa, el caos al alcance de cualquier hijo de vecino. En la verborrea prodigiosa de Beckett no escasean los chistes de humor dudoso, las salidas de tono, la vulgaridad que separa a sus personajes de los cretinos que, en un acceso de candor, encuentran algún resquicio para la salvación. No hay lugar para la grandeza. Ya no. Derrotados, esbozamos una sonrisa. La de Watt, concretamente, “se parecía a los pedos”. Es insuficiente: el cuerpo, más allá de cualquier saber, termina por emular el absurdo esencial que yace detrás de la ficción del Universo. Una detonación: “la risa sin alegría es la risa discursiva, directa del hocico –¡ja!–, pues. Es la risa de las risas, la risus purus, la risa que se ríe de la risa, la revelación, la reverencia ante la broma suprema, en una palabra la risa que se ríe –silencio, por favor– de lo desdichado” (Watt). Risa de moribundo. Risa triste. Risa que, a pesar de todo, nos regocija al separarnos del rebaño. ¡Ja! Silencio, por favor.

L.– ¡Silencio! Que se oiga. Que se oiga a Beckett tirarse un pedo. Así. ¡Jua! ¡Cualquier cosa! ¡Pedito de anciano, cascado, sin mierda! Eso: las contenidas flatulencias del viejo. Su minimalismo. Sus prohibiciones. Dice: una forma que emule el caos. Calla: una forma que lo emule con apenas unos medios. En Beckett, como en ningún otro autor, importa menos lo que se dice que lo que se calla. Menos la palabra que el silencio. Menos la tinta que el vacío entre las palabras. Los objetos, por ejemplo. Importan el bombín y el bastón sólo porque destacan en el desierto. Su método, por ejemplo. Si Beckett tiene uno, no está hecho tanto de reglas como de prohibiciones. Es lo que no es. ¡Silencio! ¿Qué se impide? Todo. Nada. Sólo la libertad. De narrar. De crear. De imaginar: “imaginación no muerta, bueno, sí, imaginación muerta imagina” (“Imaginación muerta imagina”, 1965). Aprende en Joyce: que el texto no emerja espontáneamente, que esté atado a otra cosa. En Joyce: a otro texto, a un periplo anterior, a la Odisea. En Beckett: a sí mismo, a sus propios elementos, a sus necias prohibiciones. Eso: Beckett emerge siempre de Beckett. El primero dice: hay un bombín y un bastón, prohibido todo el resto. El segundo obedece: combina el bombín y el bastón, apenas crea nada nuevo. Un Beckett se ata a los elementos del otro. Antes que inventar, repite personajes, perpetra variaciones, crea series. Un ars combinatoria, sólo eso. “El arte de combinar o combinatoria no es un arte mía. Es un castigo del cielo”, dice la narradora de “Basta” (1966). Y basta: todo Beckett es un solo Beckett. Cualquier fragmento, todos los fragmentos. Aquí y allá, las mismas heces, apenas dispuestas de otro modo. A veces un pedo. A veces dos o cuatro. Cascados o melifluos. No más. Terminar

C.– Que se oiga a Beckett. Sí, pero ¿cuál? Los libros anteriores a Cómo es son el último eslabón del alto modernismo. Ahí están sus obras canónicas, las que, en nuestro librero, junto a Kafka, junto a Proust, junto a Joyce, no palidecen. Jamás. Murphy, Watt, Molloy, Malone muere, por un lado. Esperando a Godot, Fin de partida, La última cinta de Krapp, Los días felices, por otro. Sumemos un puñado de relatos, ensayos y poemas. Después de Cómo es Beckett escribió los primeros esbozos de la literatura futura. Los géneros, esos corsés que tanto gustan a las amas de casa y a ciertos escritores, pasaron a mejor vida. Ni poemas ni relatos: textos. Ni verso ni prosa: escritura. Cada vez más escueta, mínima, cruda. Da igual si ésta resuena en las paredes de la mente o en las de la sala de un teatro. “El tiempo pasa. / Eso es todo. / Signifique quien pueda”, rezan los versos finales de la pieza escénica Qué dónde (1983). Una condensación extrema tiene lugar en textos como “Bing” (1966), “Sin”, Yo no (1973), los reunidos en Letanías (1976-1978), “Para acabar aún” (1976), Compañía, Mal visto mal dicho, Rumbo a peor o “Cómo decir”. En ellos Beckett marca un límite. Nos condena a escribir desde ese límite. Pone una lápida y dice: A otra cosa.

L.– Que se oiga. Sí, pero ¿cuándo? ¿Literatura futura? ¡Quisieran! ¡Los bastardos! Beckett es, dijeron, un extremo y nunca, digo, un punto de partida. La literatura actual, una crisis: nace después de Beckett, todo muere con Beckett. Una broma fofa: sin viento, sin detonaciones. Imposible ir más allá. Imposible –¡ja!– regresar. ¿Qué hacer? Extender la agonía. Apagar ese fuego. Arrastrar esa masilla imbécil, insípida, muerta, hasta que pronuncie nuestra impotencia. Nuestro ahogo. Nuestra locura. ¿Después? Cuacuacua. La literatura. Cuacuacua. Mi bombín. Cuacuacua. El pedo cuacuacua que cuacuacua destruirá cuacuacua todo. ¿Fin? (Pausa. Su bombín se ladea hacia la derecha.) Huyamos.

C.– No podemos. Esperamos.

L.– ¿Qué?

C.– No sé.

L.– Me duele el culo.

C.– Tantos pedos. (Duda.) Cuanto antes reventemos, mejor.

L.– ¿Nos vamos?

C.– Vamos.

(No se mueven.) ~

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