Tres moléculas de oxígeno

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¿No ocurrió todo durante el verano? Entendí muy pronto que “verano” no significaba viaje o vacaciones. Nadie me lo explicó, pero fue fácil saberlo. Durante aquellos meses, los hábitos se rompían para los mayores y solo para ellos. Los niños nos abanicábamos con los descubrimientos de la brillante rutina. En cada gesto, en las conversaciones, en las visitas que hacíamos o recibíamos, en cada minuto de cada día del verano daba la hora un reloj parado, con los mecanismos sumergidos en gozo. Pero no nos mientas, porque algo así ocurría siempre. En realidad, en cada minuto de cada día del año la infancia se desarrollaba ante un telón continuamente descorrido. Con ustedes, la vida, aunque no la conozcan y se presente sin avisar.

Y, sin embargo, recuerdas el verano como un resumen o una máquina que condensara en figuras de plastilina lo que ocurrió entonces. Si es verdad que en los meandros neuronales del cerebro perviven intactos aquellos recuerdos que ya han desaparecido, a la espera del invento que los ponga de nuevo ante nosotros a voluntad, quizás algún día explote otra vez aquella felicidad que hoy recuperas a retazos.

Viví de niño en un edificio ocupado por noventa familias, en un barrio de clase trabajadora. Ocho plantas populosas organizadas alrededor de tres patios interiores. Desde la terraza de nuestra casa, en la última planta, se contemplaba una vista única de aquella Almería de los años setenta, caótica y despersonalizada. En la lejanía, el mar semejaba una línea a ras del cielo, el sitio en el que un niño sin colegio deseaba estar a todas horas. La terraza era el lugar preferido para hacerse las fotos familiares, con la playa inapreciable y ansiada al fondo. Aparecemos en ellas como suspendidos en el aire, en mitad de un soberbio desierto de cielo sin nubes. En cambio, si mirabas hacia dentro del edificio y te asomabas por alguno de los patios, apenas protegidos por un murete demasiado bajo del que los adultos querían apartarnos siempre, descubrías en el suelo del primer piso el sentido del vértigo. Te ensoñabas con la posibilidad de volar algún día y ser inmortal. Pasar la vida recorriendo el aire. Aunque es un pensamiento que se desecha con los años, para un niño existía el sueño de volar y la inmortalidad, la posibilidad de teletransportarse y ver a través de los muros o tejidos, como Ray Milland en aquella película que me abrió la boca, la heroicidad de salvar al prójimo expulsando tela de araña de las muñecas o bucear hasta el fondo de la tierra. Todas ellas cosas muy serias, y posibles en lo imaginario.

Mi amigo Dani decidió probar el valor de su salto. Trepó al murete sin dificultad y se dejó caer desde su piso hasta el bajo, donde aguardaba otro amigo, el retador. Por fortuna, Dani vivía en la segunda planta y el incidente se solventó con algunos moratones, un susto espectacular y un castigo sonado. De milagro escapó sin huesos fracturados. No quiero pensar qué habría ocurrido de haberse decidido sus padres a comprar un quinto, aunque quizás el atrevimiento no habría sido entonces tan alto. Muchos vecinos atribuyeron el gesto alocado a los efectos perniciosos de aquella serie nórdica de televisión, en la que Pippi Calzaslargas protagonizaba constantes travesuras. Unos pocos, de boquilla y sin intención de redactar escrito alguno, exigieron el fin de la serie, la censura más expeditiva para aquel desquicie televisivo.

Con ese Dani volador descubrió aquel niño que creo que fui el disfrute del arte compartido, la posibilidad de hablar durante horas de algo que nos chiflaba: la música. Las bandas sonoras. A los dos nos encantaban las películas y aprovechábamos el verano, con la luz duradera de sus largas tardes, para acercarnos al cine del barrio apenas estrenaban alguna película nueva. Teníamos ocho años, no más, pero nuestros padres no encontraban peligro alguno en que cruzáramos solos un par de calles hasta el cine Los Ángeles y nos metiéramos a ver la película que hubiese en cartelera, sin selecciones ni distingos: Belmondo o Louis de Funès, clásicos reestrenados de la ciencia-ficción de los cincuenta, policiacos con Alain Delon o chistorradas de Jaimito. A las mejores películas nos llevaban los padres, porque eran proyectadas en los cines del centro, los de auténtico estreno. El formidable aforo del Imperial o los vistosos techos del teatro Cervantes, el cine Moderno, el evocador Listz, el Reyes Católicos o el Emperador, mi preferido por su pantalla curva difícil de abarcar con una sola mirada. Mercadonas, solares, tiendas de regalos o un Chiqui Park. Solo el Cervantes resiste, tambaleándose como un boxeador noqueado. En el hoy Bingo Reyes Católicos el niño contempló el prodigio de una cola de gente, perfectamente organizada, que rodeaba la manzana para entrar a ver La guerra de las galaxias.

Los amigos de clase íbamos juntos al cine Los Ángeles. Muchos vivíamos en el edificio de las noventa viviendas, nos encontrábamos a diario, también en el verano, excepto los pocos que eran de pueblo y se marchaban fuera hasta septiembre. Pero a las grandes películas acudíamos por separado, cada uno con sus padres, y un día después nos las contábamos, escenificábamos las secuencias preferidas, pamplineábamos como pedantes críticos de cine –con la voz nasal de Alfonso Sánchez– denostando alguna de ellas para jugar a ir contra la opinión común.

Aunque con Dani hablaba, sobre todo, de las bandas sonoras. Steven Spielberg era Dios y John Williams su profeta. Los ahorros se iban en vinilos con la música de Tiburón, Supermano En busca del arca perdida. Su único hermano, varios años mayor que él, vivía en Londres. Nunca tuve la oportunidad de verlo, porque jamás vino a Almería para visitar a la familia. Eso me obligó a imaginármelo como un tipo irreverente y hippieque detestaba a sus padres. Dani me contó que había vivido en una caravana, lo que contribuyó a la imagen bohemia que te formaste de él, aunque cada vez que lo nombraba, nunca supe por qué, al pronunciar la palabra “Londres” te lo imaginabas ataviado con un bombín negro. Disfrutando del swinging London, pero con bombín.

Si el hermano de Dani se adornaba a mis ojos con aderezos mágicos era porque con cierta frecuencia le enviaba paquetes con discos. Bandas sonoras con lo nuevo de John Williams o Jerry Goldsmith, no editadas en España. Las escuchábamos con atención durante horas y escogíamos las mejores piezas, que ambientaban escenas que aún no habíamos visto.

Años después, cuando yo vivía en otro sitio y habíamos dejado de vernos –impulsados por esa facilidad con que en la niñez se olvidan las amistades apenas nos trasladamos de los lugares en que se han desarrollado– escuché a los mayores historias contadas a medias y a medias entendidas sobre un par de veces en que le habían tenido que rescatar del cuarto de baño, forzando la puerta, tras haber “hecho algo” o “tomado algo” que podía ser –aunque probablemente no llegara a tanto– un intento de dar el gran salto sin red. Hoy, por lo poco que he sabido de él, es una persona razonablemente feliz.

En casa de esos amigos que eran además compañeros de clase y vecinos descubriste otra faceta de la naturaleza encantadora del verano. En el octavo estábamos un tanto aislados del resto del edificio, pero cuando visitaba a Dani o a Pepe o a Donato, que vivían en las plantas más bajas, el verano incluía el saludo al mundo de los sonidos, la invasión a través de las ventanas, abiertas para aprovechar resquicios de fresco, de las sintonías de la radio, con sus novelas o el consultorio de Elena Francis –en sus últimos años– de coplas cantadas por Antonio Molina, Concha Piquer o Marifé, del gorjeo insistente y atonal de los numerosos pájaros que se criaban en los balcones del edificio y que algunos vecinos de unas casas de planta baja, en la calle de enfrente, tenían a docenas en enormes pajareras que invadían los terrados. Te parecía insoportable el castañeteo de los pájaros perdiz, su cuchichiar sin gracia, torturados en jaulas que no les concedían el mínimo esparcimiento. Los ruidos de la calle trepaban hasta arriba y las casas generaban sus propios sonidos; organizados en una débil frecuencia traspasaban las paredes de papel y aprovechaban las puertas abiertas para ingresar con sordina en tus recuerdos y modelarlos de un modo que entonces no te planteabas.

En aquel tumultuoso edificio de clase obrera se enseñaban también instructivas lecciones sobre la muerte. Cuando bajabas al portal y te topabas con el atril negro y el libro de condolencias abierto, firmado por vecinos que no eras capaz de reconocer por sus letras, sabías que la muerte andaba por allí. Los padres se acercaban a descubrir quién había muerto y mentalmente le daban de baja en la lista de habitantes del edificio. En esas ocasiones no era raro toparse al personal de la funeraria bajando el ataúd, ya cargado, por las angostas escaleras. Siempre había un jefecillo que indicaba a los otros cuál era el movimiento idóneo para aprovechar los ángulos y deslizar la caja hasta el portal. Los niños nos juntábamos a mirar y apostábamos varias canicas a que ahora sí, esta vez sí, en un mal giro el ataúd se abriría dejando al aire el gran estropicio de la muerte.

Sin embargo, no recuerdo –y seguramente te engañes, me engañes– haber encontrado ningún atril negro durante los veranos. Asocio el libro de condolencias a los jerséis de cuello vuelto y los pantalones de invierno. Un modo muy particular de sentir el frío.

Aunque sí fue el verano el momento que aprovechó un antiguo habitante del edificio para despedirse. Era un militar amargado que pretendía manejar aquello como un cuartel y que se oponía a cualquier decisión de la comunidad. Llevaba a cabo pequeños actos de sabotaje –romper bombillas, mearse en los rellanos, romper cerraduras de los buzones– de los que luego acusaba a los demás para buscar bronca. Cuando se fue a vivir al otro extremo del barrio todos respiraron. Se envaneció ante los demás con la mejora de su fortuna. Su nuevo piso tenía las mayores comodidades y unos vecinos civilizados.

No le duró demasiado su flamante estatus, porque la mañana de un 18 de julio, domingo, regresó al antiguo campo de batalla. Subió a la séptima planta, la última desde la que se podía acceder a los patios interiores, y se tiró al vacío. Se estrelló en el mismo suelo que Dani, pero con peor fortuna. Ráfagas salvajes de sangre y de sesos decoraron las puertas de varias casas y durante todo el día los vecinos del primero permanecieron encerrados en el interior de sus viviendas, sin atreverse a abrir las puertas mancilladas. Dani y yo alcanzamos a ver las montañitas de serrín y las puertas recién fregadas. Nadie lloró al militar. En opinión de todos, aquella última maldad demostraba su naturaleza bestial.

Pero no has contado lo más cierto de cada verano, no has alabado el poder del agua, la persistencia de su contacto, el recuerdo de los domingos de playa, lo que para ti era lo mejor y más noble de aquellos meses de vacaciones. Podrías recordar que al entrar en el agua, al bañarte en la playa de una ciudad que aún no conocía aquella palabra clorada, “piscina”, te sentías absolutamente feliz. Te daban igual las playas abarrotadas del Zapillo o las excursiones al Cabo de Gata, la belleza esplendente de Mónsul, Genoveses o San José, que parecían pensadas para los niños porque en ellas siempre se hacía pie por mucho que te alejaras de la orilla. El agua de las playas de tu infancia estaba compuesta de tres moléculas de oxígeno. Era solo vida.

Aunque mi madre nos acercaba a mi hermano y a mí a la playa algunas tardes, en autobús o andando un largo trecho con dos niños pequeños –solo ahora sé el mérito de ese gesto–, el domingo era el día grande. Mi padre cerraba el negocio que le consumía las horas de la semana y nos íbamos fuera, buscando cada domingo una playa distinta. Discusiones sobre si el viento venía de levante o de poniente, el sabor especial de las comidas, las sandías enterradas al fresco en la arena –con una calva acariciada por el agua y el enigma de si saldrían buenas después de tan pesado traslado o solo servirían para refrescar las gargantas secas–, las sombrillas voladas, las avionetas tirando al agua balones de Nivea y los padres nadando, compitiendo para hacerse con alguno de ellos, las plantas de los pies con manchas de alquitrán, las lascas que aprendíamos a lanzar para que saltaran tres veces sobre el agua antes de hundirse, las espaldas despellejadas. Eran rituales cotidianos que hoy agradezco. Cuando veo a mis hijas riendo en la playa sé que nada se ha perdido, que la danza sigue, que tragan el agua que yo amé, en los mismos lugares en que aprendí a nadar, y creo que hay algo de valor en ese retorno inocente al pasado, tantos años después.

Sentados en la orilla, mi padre y yo nos calzábamos las aletas y escupíamos en los cristales mojados de las gafas. Aprendí a respirar a través del tubo sin que el agua se metiera en la boca. Después nadábamos hacia dentro, muy lejos de la orilla. Él llevaba su escopeta. Le había visto tensar la goma y encajar el arpón. La proximidad de aquel peligro era excitante. Cuando ya habíamos salido varias veces a bucear, mi padre me dejó llevar un pincho con el que me limitaba a revolver en la arena del fondo. Perseguíamos peces y me quedaba absorto en los sonidos extraños que genera la presión del agua cuando buceas. Me giraba hacia la superficie para comprobar el modo en que la luz del sol se refractaba hacia abajo. Adoraba los huidizos lenguados. Si había suerte, mi padre atrapaba algún pulpo. Disfrutaba luego contemplándolo en el cubo. Sus ventosas aún se te pegaban a la piel pese a que el animal ya estaba muerto, ejecutado con el método expeditivo de volverle la cabeza del revés.

A última hora de la tarde, de regreso tras un largo día de playa, me adormecía sobre la ventana del coche y me dejaba atrapar por fantasías: volaba desde allí hasta casa, como los superhéroes de los tebeos. Mi camino no era entorpecido por señales de tráfico.

Con el tiempo, la clase obrera llegó al paraíso y tuvimos nuestras primeras vacaciones viajeras. Recorrimos el Mediterráneo en un sentido: Valencia-Barcelona-Francia, y al año siguiente en el contrario: Málaga-Cádiz-Huelva-Sevilla-Portugal. En Lisboa me sentí por primera vez fascinado por una ciudad. No sabía entonces quién era Pessoa pero me encantaron aquellos barrios y plazas, así como la imponente visión del Tajo. Mi hermano y yo nos divertimos con los tranvías y con el elevador de Santa Justa, en la Baixa. La ciudad era como un gran edificio de juguete y aquel monumento su ascensor particular.

Un año después de aquel viaje nos fuimos a vivir a una casita de tres plantas en Ciudad Jardín. El día de verano en que nos trasladamos mi padre no tardó en conectar la televisión para que pudiéramos ver la inauguración del Mundial de España. El primer partido lo jugó Argentina, ¿recuerdas, niño? Perfectamente. Se pasaron los noventa minutos mientras papá ajustaba la antena para evitar la nieve. Cuando al fin la imagen se hizo nítida, el partido ya había acabado. Argentina, sí. No recuerdas cuál era la otra selección, aunque seguro que, si hago memoria, te viene el nombre a los labios. ~

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