Ilustración: Katherine Lubar

La literatura carcelaria cubana

La introducción a nuestro número 30 (junio de 2001), que abordó las relaciones entre cárcel y escritura, terminaba con un aserto esperanzador: “no hay cárcel para la imaginación”. En este número, dedicado a repensar las instituciones y los procesos de justicia criminal, elegimos apegarnos a ese dicho, a fin de explorar las distintas maneras en que el encierro ha puesto de manifiesto el poder liberador de la escritura. De Sade a Wilde, de Gramsci a Dostoievski, la literatura que surge del cautiverio no se ha limitado al testimonio de una circunstancia, sino que ha enriquecido distintas tradiciones, lo mismo de la poesía y la novela que del pensamiento político. Esta breve galería de retratos de escritores en reclusión busca evidenciar lo irrefrenable del ingenio y la inteligencia, al tiempo que confirma la derrota de los muros frente a la vitalidad creadora.
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La primera escena de la literatura carcelaria cubana que viene a la mente es la de Reinaldo Arenas (1943-1990), en el castillo del Morro, aferrado a su ejemplar de La Ilíada de Homero, por miedo a que algún preso se la robe para torcer cigarrillos, y escribiendo cartas de amor a los criminales que lo rodean. Arenas narró su experiencia en la cárcel, en 1974, en un puñado de páginas estremecedoras de su autobiografía Antes que anochezca (1992). Por escalofriante que pueda resultar ese testimonio, no es excepcional en la literatura cubana.

Cuba posee una eminente y sombría tradición de literatura carcelaria. El presidio, lo mismo que el exilio y el suicidio, ha sido una constante en la historia insular. La sucesión de regímenes no democráticos en los dos últimos siglos puso tras las rejas a numerosos escritores. Poetas del siglo XIX, como Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) y Juan Clemente Zenea, o del XX, como Rubén Martínez Villena, Juan Marinello, Heberto Padilla y Raúl Rivero, además de narradores de ambas centurias, como Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Alejo Carpentier o Carlos Montenegro, pisaron en algún momento las cárceles de la isla.

El escritor Rafael Saumell, preso en la isla y luego exiliado en Estados Unidos, ha reconstruido la historia de esa literatura cautiva en su libro La cárcel letrada (Betania, 2012). Saumell inicia esta historia con el caso del poeta esclavo del siglo XIX, Juan Francisco Manzano, quien aunque fue siervo doméstico soportó encierros de castigo y torturas terribles, como el cepo, que narró en su Autobiografía. Luego se detiene en dos de las grandes memorias sobre la vida en cárceles cubanas, El presidio político en Cuba (1871) de José Martí yPresidio Modelo (1935) de Pablo de la Torriente Brau.

Con frecuencia se identifican estos dos textos en una genealogía inverosímil, dada la diferencia sustancial entre ambos. Martí grita desde el dolor y la invocación de Dios y Dante, su denuncia contra la España autoritaria y colonial. De la Torriente, en cambio, dejó escrito en 1935, antes de su viaje de Nueva York a la España republicana, donde moriría al año siguiente, una de las narraciones más estremecedoras de la literatura cubana. Martí y De la Torriente, como observa Ana Cairo, hablan de sistemas penitenciarios distintos –el colonial y el republicano–, con prosas también distintas: la romántica y la vanguardista.

Mezcla de ficción real, reportaje periodístico e investigación histórica, Presidio Modelo es un moderno ejercicio de prosa que trastoca los géneros literarios. Todas las modalidades del infortunio de la vida en la cárcel, sus arquetipos y estrategias, sus terrores y sociabilidades están descritos ahí, con la frialdad de la estadística. De la Torriente produjo el inventario exhaustivo de personajes y técnicas de reclusión en aquella penitenciaría de la Isla de Pinos: los carceleros, los presos, el castigo dentro del castigo. Esta radiografía del mundo carcelario cubano se reeditó tres años después en la gran novela del escritor gallego-cubano, Carlos Montenegro, Hombres sin mujer (1938).

El universo carcelario, descrito por De la Torriente y Montenegro, es radicalmente popular: no admite distinción de clases entre presos o entre guardias. Nada tiene que ver ese universo, como observa Saumell, con el presidio de élite que vivieron el joven abogado Fidel Castro y los asaltantes al cuartel Moncada, en el año y medio, entre 1953 y 1955, que fueron recluidos en el Presidio Modelo, bajo la dictadura de Fulgencio Batista. Castro fue el preso político letrado por antonomasia, tratado desde el proceso judicial, en el que se le respetó el derecho a autodefenderse, con todas las distinciones de su rango social y profesional.

La pérdida de fronteras entre el preso común y el preso político es distintiva de la literatura carcelaria cubana. Desde El presidio político en Cuba de Martí, los opositores cubanos encarcelados pierden, junto con su libertad, su lugar en la esfera pública. A excepción de Castro y otros presos políticos del periodo republicano, que llegaron a dar conferencias de prensa desde la cárcel, los intelectuales y políticos recluidos se confundieron dentro de la masa carcelaria. Esta es una de las señas de identidad de la copiosa literatura de presidio producida en el último medio siglo, bajo el sistema socialista cubano.

Perromundo (1972), la novela autobiográfica de Carlos Alberto Montaner, Donde estoy no hay luz y está enrejado (1970) y Veinte años y cuarenta días (1984) de Jorge Valls, Diary of a survivor: Nineteen years in a Cuban women’s prison (1995) de Ana Lázara Rodríguez o Cómo llegó la noche (2002) de Huber Matos, son solo algunos de las decenas de testimonios de la reclusión de opositores en Cuba. Una escena recurrente, en estos relatos, es la resistencia del preso político a ser tratado como preso común, manifestada en el  gesto de “los plantados”, aquellos reclusos que prefieren vivir desnudos antes que vestir el uniforme que les imponen sus carceleros.

En la última de las grandes redadas de opositores cubanos, todos pacíficos, de la primavera de 2003, fueron arrestados y condenados varios escritores y periodistas independientes como Manuel Vázquez Portal, Regis Iglesias, Ricardo González Alfonso y Raúl Rivero. Hoy los cuatro están  libres, en el exilio, pero ahora mismo, en La Habana, está siendo condenado a cinco años de privación de libertad,  por un delito “común”, el narrador Ángel Santiesteban, autor  del blog Los hijos que nadie quiso. El caso de Santiesteban  viene a reeditar, en pleno siglo XXI, la pesadilla cubana de la crítica pública como acto vandálico.

La imagen de Reinaldo Arenas acurrucado contra la claraboya del Morro, el castillo donde también estuvo preso su admirado Fray Servando Teresa de Mier, protagonista de la novela El mundo alucinante, resume la maldición de Cuba como país de escritores presos, de poetas en cautiverio. La claraboya es esa hendija de luz por la que ellos han podido, alguna vez, mirar al cielo. Pero es también, y ante todo, la grieta en las paredes del castillo por la que los libres nos asomamos a ese mundo de “bóvedas oscuras”, a ese “cementerio de sombras vivas”, de que hablaba José Martí. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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