Fotografías: Antonio Gálvez

La herejía de Octavio Paz

¿Por qué Octavio Paz no encontró a los interlocutores que merecía dentro de la izquierda mexicana? Para despejar esta pregunta central, Enrique Krauze vuelve a su vida y obra, al tiempo que hace una interpretación del espíritu intelectual mexicano de los años setenta y ochenta. Acompañan el ensayo fotos hasta ahora inéditas de Paz, tomadas en las ruinas de una iglesia gótica a las afueras  de París por Antonio Gálvez.
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La revista Vuelta se estableció muy cerca  de la “casa grande” de don Ireneo, en el mismo barrio de Mixcoac donde había crecido Octavio Paz. Esa fue por varios años la sede de la nueva revista en la calle de Leonardo da Vinci 17, bis: una casita de dos niveles: uno abajo, minúsculo pero suficiente para celebrar las juntas, y otro arriba, con una soleada  ventana, para alojar al secretario de redacción y al corrector de pruebas. La calle colindaba con un viejo mercado y una pulquería.

El primer número salió en diciembre de 1976. El arreglo, al parecer, no implicaba una estancia definitiva de Paz en México. En sus ausencias lo cubriría Alejandro Rossi, director adjunto, auxiliado por José de la Colina como secretario de redacción. Y buscarían un “gerente o promotor” para llevar a buen término el proyecto empresarial diseñado por Gabriel Zaid. Paz estaba feliz con su vuelta y su Vuelta. Además, a principios de 1977 terminaba de compilar su Obra poética y había escrito un poema significativo. Lo tituló –como en una antología griega– “Epitafio sobre ninguna piedra”:

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.
Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.

Muy pronto, las circunstancias se tornaron difíciles. Paz volvió a Cambridge y en marzo fue intervenido quirúrgicamente de un cáncer en las vías urinarias. La operación resultó exitosa, pero dejará huellas. Regresó a México. Para entonces, Zaid y Rossi habían propuesto a un candidato  para hacerse cargo –con frase de Rossi– del “pequeño barquito”. Paz aceptó la idea y en abril me hice cargo de la secretaría de la redacción y la administración general. Paz saldría del país con cierta frecuencia, pero ya no por largas estancias en universidades del extranjero. Ahora tenía por primera vez su revista; modesta, delgada, sin los suplementos a color de Plural, pero más suya que Barandal, Taller, El Hijo Pródigo y Plural, suya e independiente.

Desde el primer número, Vuelta declaró su lealtad a la poesía y la crítica, y sus principios: “Dejamos Plural para  no perder nuestra independencia; publicamos Vuelta  para seguir siendo independientes.” La independencia tenía que ser, ante todo, financiera. Depender por entero del gobierno (como era la tradición en México) era condenarse a la negociación de una línea editorial. Depender únicamente de los lectores y suscriptores era deseable pero ilusorio: el público lector de Vuelta no rebasaba las diez mil personas. Había que buscar un equilibrio entre ambas fuentes –admitir que el gobierno se promocionara y conquistar  a los lectores–, pero había también que acudir a una  fuente hasta entonces impensable: la iniciativa privada. Plural no lo había necesitado, porque Excélsior financiaba toda la operación. Pero Vuelta no podía darse ese lujo. Y comenzó una labor ardua, prolongada y sistemática de atracción de anuncios privados. Poco a poco varias compañías nacionales y extranjeras empezaron a publicar un anuncio institucional en las páginas de la revista. Los suscriptores nacionales y extranjeros comenzaron a llegar. La revista tenía modestas utilidades. Era viable.

Por los siguientes veintitrés años, Vuelta sería su trinchera pero también su taller literario. Desde su biblioteca, en el departamento del histórico Paseo de la Reforma de la ciudad de México donde vivió durante casi todos esos veinte años, hablaba por teléfono diariamente para proponer artículos, reseñas, traducciones, relatos, poemas, pequeños comentarios. Alfonso Reyes (1889-1959), el prolífico hombre de letras que había precedido a Paz como figura tutelar de la literatura mexicana, lamentaba que “Hispanoamérica hubiese llegado demasiado tarde al banquete de la cultura universal”. Paz, desde muy joven, había decidido incorporarse a ese banquete y los ecos de esa conversación, que duraba ya medio siglo, llegaban a Vuelta donde Ortega y Gasset, Sartre, Camus, Breton, Neruda, Buñuel, eran convidados habituales. Pero no solo se escuchaban las voces del pasado, porque ahora era Vuelta la que convocaba al banquete donde se sentaban animadamente Borges, Kundera, Irving Howe, Daniel Bell, Joseph Brodsky, Milosz, Kolakowski y centenares de escritores de todos los continentes y de varias generaciones. La nómina de Plural incluida y multiplicada.

Por primera vez, a los 63 años de edad, en el ámbito personal parecía tenerlo todo: amor, afecto cercano de sus amigos nuevos y antiguos, estabilidad material, independencia. Las ediciones europeas de sus libros prosperaban. Algunos de sus libros, sobre todo Libertad bajo palabra y El laberinto de la soledad, eran clásicos de México. Y tenía el tiempo y la concentración suficientes para escribir una obra magna largamente planeada sobre Sor Juana Inés de la Cruz, su par literario que vivió en la segunda mitad del siglo XVII.

Su vuelta a México suscitó encuentros felices con su pasado. Un amigo andaluz –el presidente de Pedro Domecq, Antonio Ariza– se dio el gusto de festejarlo en su rancho de Texcoco, cercano a la zona que solía visitar con su padre. La sorpresa fue el manjar que Paz no probaba desde hacía cincuenta años: “pato enlodado”. La mayor parte de aquellos encuentros los provocaba él, en el espacio de Vuelta. Allí volvió a conversar y discutir con sus viejos amigos y con el joven poeta que fue. Así publicó la correspondencia final de Jorge Cuesta antes del suicidio, varios ensayos sobre Villaurrutia (ilustrados por Soriano) y una nueva versión (limpia de ideología y retórica, pero más intensa) de aquel poema que había escrito en Yucatán: “Entre la piedra y la flor”.

Pero su vuelta a los años treinta tenía sobre todo un carácter polémico y combativo con la fe de esos años y, precisamente por eso, consigo mismo. Sin el fervor ideológico de Paz en los treinta, no se entiende el fervor crítico de los setenta. Por eso enlazó a Vuelta con los autores fundamentales de la disidencia del Este (como Bukovski, Kundera, Michnik); dio voz a la Carta de los 77 en Checoslovaquia; publicó unas “anticipaciones anarquistas sobre los nuevos patrones” de la URSS (defensa de Bakunin en su polémica con Marx); reivindicó ampliamente a los primeros críticos del marxismo (Souvarine, Maurois, Serge); desenterró aquel olvidado testamento de la viuda de Trotski que había leído en París en 1951; consolidó la amplia presencia de los contemporáneos que, como él, habían tenido un pasado marxista que revisar y purgar (Kolakowski, Furet, Alain Besançon, Bell, Howe, Jean Daniel, Castoriadis, Enzensberger); atrajo a los críticos de izquierda en habla hispana que criticaban al comunismo (Semprún, Goytisolo, Vargas Llosa); y, para escándalo de la clase intelectual de México, no solo publicó sino trajo a México para conversar por televisión a los “nuevos filósofos” (Bernard-Henri Lévy, André Glucksmann), que en Francia habían roto con Sartre y se proclamaban seguidores de Camus.

Parecía tenerlo todo, pero una sola bendición, inscrita en su nombre, le faltaría, como le había faltado a Ireneo y a Octavio padre: la paz.

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Paz vivía en un estado de constante exaltación. Tenía  la melena de un león y como un león se batió en la querella ideológica que lo aguardaba. Había en ella un eco de las discusiones de Mixcoac entre el abuelo Ireneo y el padre Octavio. Pero ahora los papeles estaban cambiados: él tomaba el sitio de Ireneo y los jóvenes, iracundos o  idealistas, tomaban el del padre Octavio o hasta el  suyo mismo, el del joven bolchevique que había soñado ser héroe o mártir. Había llegado a México a deshacer equívocos pero se encontró con el equívoco mayor: la Revolución, no la liberal o libertaria, ni siquiera la mexicana sino la marxista, había terminado por embrujar a la generación del 68 y a su inmediata sucesora.

Más allá de las pulsiones parricidas que muchos jóvenes escritores mostraron hacia él y hacia Vuelta, el rechazo al hombre que los había defendido públicamente en el 68 tuvo un elemento de incomprensión. Paz entablaba su polémica con los representantes de la izquierda mexicana (estudiantil, académica, intelectual, sindical, partidaria) justamente porque seguía siendo un hombre de izquierda y porque seguiría creyendo en el socialismo: “Es quizá la única salida racional a la crisis de Occidente.” Pero ellos no creían ya en esas profesiones de fe: Paz, no ellos, había cambiado.

Octavio Paz, en efecto, había cambiado, aunque no en el sentido de adoptar el capitalismo o la economía de mercado, ni siquiera, propiamente, la democracia liberal. Había cambiado sus creencias de juventud, se había desilusionado del comunismo y, al menos en el ámbito europeo, no estaba solo en ese desencanto. Hacia 1977 lo acompañaba la corriente del “eurocomunismo” francés, italiano y español; lo acompañaban los protagonistas de la reciente transición democrática en Portugal y sobre todo en España, donde el PSOE, Partido Socialista Obrero Español, renunciaría al dogma de la “dictadura del proletariado”. Lo acompañaban los principales intelectuales de Francia (no solo los críticos históricos como Raymond Aron sino muy pronto Sartre y hasta el mismísimo Althusser, padre del neomarxismo latinoamericano). Lo acompañaba Hans Magnus Enzensberger, que publicaba en Vuelta su poema “El naufragio del Titanic” sobre la Revolución cubana. Lo acompañaban los disidentes en la URSS y en Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Alemania del Este, países que Kundera llamaría de la “Europa secuestrada”. Y lo acompañaban finalmente quienes en Occidente comprendían que  la Revolución disidente de 1968 en el Este había sido más riesgosa y valiente que la de París, Londres o Berkeley. Pero los estudiantes y profesores de México no lo acompañaban: solo en México el 68 había desembocado en una matanza. Al agravio de Tlatelolco se había sumado el 10 de junio del 71. Y, en 1973, la juventud universitaria se había cimbrado por el golpe militar contra Salvador Allende, que vivieron como en carne propia. Era la triple evidencia de que la Revolución social era el único camino.

Los textos y declaraciones de Paz en aquel período tuvieron, es verdad, un tono imperativo e impaciente, porque lo exasperaba la ignorancia o ceguera sobre la realidad del orbe soviético y chino (ignorancia y ceguera que habían sido, por mucho tiempo, las suyas propias) pero también porque temía que los países latinoamericanos –y sobre todo México– se precipitaran en un tobogán de violencia revolucionaria que podría derivar en una dictadura militar genocida o en un régimen totalitario como el de Castro. El primer escenario ocurría ya, desde luego, en Chile, Uruguay y Argentina. Y el segundo, al menos en su vertiente guerrillera, estaba ya en Colombia, parcialmente en Venezuela y en otros países de Centroamérica. Ninguno de los dos desenlaces era imposible en México. Si los años treinta no habían podido encontrar un espacio democrático entre esos dos extremos, los setenta debían intentarlo. Esa fue la misión disidente de Paz: rehacer el libreto de los treinta.

Sus jóvenes críticos querían justamente lo contrario: revivir ese libreto. ¿Quiénes eran? Sobre todo universitarios, que en tiempos de Luis Echeverría se multiplicaron y radicalizaron. La UNAM de 1977 no era la de 1968. Echeverría había tenido la obsesión de lavar sus considerables culpas en la matanza del 68, y para ello se propuso, como prioridad, atraer a la clase académica y estudiantil en la cual veía, no sin razón, un potencial revolucionario. El subsidio a la UNAM aumentó en un 1,688% (la inflación, presente sobre todo de 1971 en adelante, había llegado al 235%). Tras el doble agravio de 1968 y 1971, un sector de los estudiantes se impacientó lo suficiente como para emular al Che Guevara e incorporarse a la guerrilla en la agreste sierra de Guerrero o practicar el terrorismo urbano. Contra ellos, el gobierno desató una represión feroz, la llamada “guerra sucia”. Otro sector ejerció la militancia en numerosos grupos que apoyaban huelgas obreras, acudían a fábricas o entablaban contactos con la guerrilla guatemalteca que enfrentaba el militarismo más salvaje de la región. La mayoría terminó por incorporarse a las corporaciones académicas, a la propia UNAM y a otras instituciones de enseñanza superior: la Universidad Autónoma Metropolitana, el Colegio de Ciencias y Humanidades, el Colegio de Bachilleres, todas creadas en los setenta.

Al salto de escala en la composición económica, social y demográfica de las instituciones de enseñanza superior (sobre todo de la UNAM) correspondió un ascenso de la influencia del Partido Comunista Mexicano en los campus, no solo en los profesores y alumnos sino en el poderoso sindicato universitario. Igual que otros partidos y sectas de la izquierda, más o menos ligados a Moscú o al trotskismo, el PCM había cruzado las décadas como una organización marginal, con cierto arraigo en sindicatos obreros de empresas del sector público (ferrocarriles, maestros). Pero en los setenta halló en las universidades un ámbito ideal para su consolidación política.

Mientras en Occidente el marxismo iba de salida, en las aulas de México (tanto en la capital como en muchas universidades de provincia) tomaba gran fuerza. Tradicionalmente, el marxismo en México había sido una doctrina de líderes sindicales (Vicente Lombardo Toledano), artistas plásticos (Rivera, Kahlo, Siqueiros), no pocos millonarios excéntricos (Víctor Manuel Villaseñor, Ricardo J. Zevada) y revolucionarios románticos (Revueltas). Pero su legitimidad académica e intelectual era reciente: databa de los años sesenta, debía mucho a la obra de Sartre y al inmenso y continuado prestigio de la Revolución cubana. Numerosos profesores universitarios se habían formado en las escuelas de ciencia política de París, habían ido repetidamente a Cuba y escribían con frecuencia en su defensa. Las revistas y suplementos culturales anteriores a Plural –la Revista de la Universidad y La Cultura en México, entre otros– habían sido partidarios de la Revolución cubana y no dejaron de serlo aun tras las “Confesiones” de Heberto Padilla. Toda crítica palidecía frente a los logros educativos y sociales de la Revolución y al acto gallardo de desafiar al Imperio.

 

 

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Este auge del marxismo se reflejó en los planes de estudio. Aun en facultades o escuelas tradicionalmente “apolíticas” como Arquitectura y Ciencias comenzaron a impartirse abundantes cursos de marxismo. Las carreras de economía y ciencias políticas se volvieron predominantemente marxistas. La Facultad de Filosofía se defendía un poco (había una corriente de filósofos analíticos), pero el marxismo captó numerosos adeptos. Universidades nuevas como la UAM impartían marxismo en la carrera de diseño gráfico. Un brillante alumno de esa carrera se recibió con una tesis sobre Althusser: se llamaba Rafael Sebastián Guillén Vicente, viajaría (como tantos otros jóvenes) a entrenarse a Cuba y a Nicaragua, y en 1983 se adentraría en la selva de Chiapas adoptando el nombre de batalla que años más tarde se volvería legendario: el “Subcomandante Marcos”.

Para alimentar los planes de estudio hacía falta una oferta editorial pertinente. Esta oferta la proveyó la editorial Siglo XXI. Su director, Arnaldo Orfila Reynal (viejo arielista argentino que había dirigido con gran tino el Fondo de Cultura Económica entre 1948 y 1965), estableció desde 1965 un vínculo cercano con Casa de las Américas en Cuba y se propuso la edición sistemática de la vulgata marxista. Se tradujo la obra completa del Che, Marta Harnecker vendió centenares de miles de ejemplares y el neomarxismo francés (Poulantzas, Althusser) encontró decenas de miles de lectores. Otro factor que contribuyó al proceso de radicalización fue la inmigración del Cono Sur. Varios ameritados profesores e intelectuales provenientes de Chile, Argentina y Uruguay –perseguidos por sus gobiernos genocidas y agraviados profundamente por la intervención de Estados Unidos en el golpe contra Allende– se incorporaron a la universidad. Eran los nuevos transterrados de México, y alentaron la radicalidad ideológica. Finalmente, fue decisiva también la nueva actitud de la Iglesia católica, que desde el Concilio Vaticano Segundo experimentaba un corrimiento a la izquierda. Muchos jóvenes que habían estudiado la escuela secundaria o preparatoria con los jesuitas veían con entusiasmo que su orden renunciara a la labor tradicional de educar a las élites y concentrara sus esfuerzos en atender y ayudar a los pobres de México.

A partir de 1977, el boom petrolero favoreció aún más el crecimiento de las universidades, que comenzaron a volverse fuentes de trabajo muy bien remunerado. Esa incorporación masiva a las instituciones académicas atenuó la violencia revolucionaria pero no el “espíritu contestatario” presente en las aulas y los cafés, las publicaciones y el arte, la canción de protesta y los mítines. En 1978, Zaid comprobó estadísticamente que el radicalismo político e ideológico aumentaba con los ingresos. ¿Por qué? El propio Zaid, en la revista Plural, había delineado una primera respuesta. Los universitarios mexicanos vivían “en socialismo”. Criticaban a una burguesía inconsciente del modo en que su posición material determinaba sus ideas, pero eran a su vez inconscientes de la manera en que su propia posición material en la academia (una posición alejada de la producción de riqueza, y dependiente por entero del Estado) se proyectaba en su visión de mundo, hasta hacerlos imaginar que esa posición particular era generalizable. Esta condición los llevaba a esperar demasiado del Estado o de un futuro Estado revolucionario que volvería a todos los mexicanos… universitarios.

Frente a este universo, Octavio Paz fue el hereje favorito. Esa posición lo ofendía profundamente y también lo mantenía en un estado de alerta y exaltación. Desde su regreso a México vivía con la espada desenvainada.

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En septiembre de 1977, con ocasión de una huelga promovida por el sindicato universitario (cercano al PCM) que paralizó a la UNAM, Paz tachó al PCM de ser solo un “partido universitario”, le sugirió dejar su conducta “provocadora” y abrirse a la competencia en la plaza pública, como hacían sus homólogos en España, Francia, Portugal y, más cerca, en Venezuela, con el ejemplo del Movimiento Al Socialismo (MAS) de Teodoro Petkoff. Pero su cargo más reiterado contra la izquierda fue la “esterilidad intelectual”. Y en este ámbito la responsabilidad era de quienes con sorna llamó “ulemas y alfaquíes” (dogmáticos y jurisconsultos del islam): los intelectuales.

A su caracterización dedicó varios textos. Lamentaba su “extraño idealismo: la realidad está al servicio de la idea y la idea al servicio de la Historia”. Todo lo que confirmaba la idea era bienvenido. Todo lo que la contradecía o matizaba era negado. La izquierda practicaba una evidente doble moral: justificadamente indignada y entristecida por los crímenes de la dictadura en Brasil, Argentina y Chile, callaba inexplicablemente ante lo que sucedía en Checoslovaquia, Bulgaria, Cuba o Albania. ¿Por qué, si intelectuales de izquierda intachables como Juan Goytisolo, Jorge Semprún o Fernando Savater se atrevían a abjurar de sus antiguas creencias o a retractarse de ellas, en México la ortodoxia seguía intocada? “El silencio y la docilidad de los escritores faccionarios –sentenció– es una de las causas del anquilosamiento intelectual y de la insensibilidad moral de la izquierda latinoamericana.”

A fines de 1977, uno de los exponentes más destacados de esa izquierda intelectual se sintió aludido (justificadamente) y publicó un artículo contra Paz. Era el escritor Carlos Monsiváis, hombre de aguda ironía, gran cultura y formidable arrastre entre los estudiantes. En términos formales le reprochaba su tendencia a la “generalización” y la “pontificación”. En cuanto al contenido, argumentaba: Paz era suave con el PRI, la derecha y el imperialismo, y desdeñaba los movimientos sindicales y populares de izquierda; Paz encomiaba sospechosamente al tradicionalismo religioso mexicano; Paz pretendía sustituir el concepto de “lucha de clases” por la lucha entre el México “desarrollado y el subdesarrollado”; Paz pedía al escritor una inadmisible “desvinculación” de la ideología; Paz estaba obsesionado por su crítica al Estado; y Paz se negaba a reconocer “el esfuerzo épico para construir la República Popular China, el heroísmo que creó la identidad del pueblo vietnamita o la suma de significados que en América Latina acumuló y acumula la Revolución cubana. La crítica a las deformaciones del socialismo debe acompañarse de una defensa beligerante de las conquistas irrenunciables.”

 

 

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Su réplica fue feroz: “Monsiváis no es un hombre de ideas sino de ocurrencias.” En su prosa –agregó– aparecen “las tres funestas fu: confuso, profuso, difuso”. En el método de Monsiváis, Paz advertía una retórica de la descalificación: torcer los argumentos, omitir lo que no convenía, hacer insinuaciones y exclamaciones, todo para mejor colgar en el opositor el sambenito de representar a “la derecha” o ser “de derecha”. En vez del análisis de hechos concretos, la discusión de posiciones ideológicas abstractas. Paz respondió a las críticas puntualmente: señalar la debilidad de los partidos políticos, sobre todo los de la izquierda, no equivalía a una congratulación sino a una crítica que buscaba reparar ese hecho, acercar a la izquierda mexicana a sus homólogos en España o Venezuela. Consignar la fidelidad del pueblo mexicano a la Virgen de Guadalupe no significaba que él mismo fuese un tradicionalista. Las consideraciones sobre el México marginal y el desarrollado (comúnmente utilizadas por los sociólogos del día, incluso los marxistas) no implicaban una negación de la lucha de clases. A los escritores nunca les había pedido una desvinculación ideológica sino la responsabilidad de escuchar la voz de su conciencia, como Gide y Orwell. Era penoso tener que recordar a Monsiváis las diversas críticas de Plural y Vuelta contra las burocracias privadas, los sindicatos y otros monopolios políticos y económicos que no “cuadraban” con su descalificación. ¿Por qué omitía esas críticas? Porque el objetivo era descalificarlo. Finalmente, agradecía a Monsiváis su franqueza al referirse a los países “llamados socialistas”:

Me acusa de autoritario en el mismo párrafo en que se atreve a imponerme como condición de la crítica al socialismo burocrático “el reconocimiento de sus grandes logros”. ¿Se ha preguntado si esos “grandes logros” se inscriben en la historia de la liberación de los hombres o en el de la opresión? Desde los procesos de Moscú –y aun antes– un número mayor de conciencias se pregunta cómo y por qué una empresa generosa y heroica, que se proponía cambiar a la sociedad humana y liberar a los hombres, ha parado en lo que ha parado. El análisis y la denuncia de las nuevas formas de dominación –lo mismo en los países capitalistas que en los “socialistas” y en el mundo subdesarrollado– es la tarea más urgente del pensamiento contemporáneo, no la defensa de los “grandes logros” de los imperios totalitarios.

El intercambio tuvo una ronda más. Paz formuló su deseo para la izquierda mexicana: “Tiene que recobrar su herencia legítima.” Esa herencia legítima provenía del siglo XVIII, se llamaba crítica, empezando por la crítica de sí misma. Estas eran las posturas de Paz. ¿Cabía encasillarlas como “de derecha”?

La corriente central del pensamiento revisionista y socialdemócrata –de entonces y después– diría, por supuesto, que no, pero muchos universitarios de izquierda y sus voceros intelectuales se empeñaron en hacerlo ver como tal. El historiador y ensayista Héctor Aguilar Camín publicó un artículo titulado “El apocalipsis de Octavio Paz” en el que simplemente reproducía varias de las afirmaciones de Paz como si se refutaran solas. El problema de Paz, explicó Aguilar Camín en ese texto, era que envejecía mal:

[…] del poeta adánico de sus años veinte y treinta, al desolado clarificador de su pasado en sus años sesenta; del nacionalista sano, fundador, de El laberinto de la soledad, al juglar de mitos socialmente vacíos y de imágenes circulares de Posdata; del intelectual indisputado y deslumbrante de apenas el decenio pasado –escuela y signo de una generación– al Jeremías de las últimas épocas. Paz es sustancialmente inferior a su pasado y está, políticamente, a la derecha de Octavio Paz.

Al paso de los años, Monsiváis se acercó a las principales posturas de Paz. Héctor Aguilar Camín las haría suyas, aún más.

Los ataques, en fin, se sucedían por escrito y en persona. Un grupo de escritores llamado “Infrarrealista” gustaba de boicotear a Paz en presentaciones públicas. Eran jóvenes iconoclastas que amaban genuinamente la poesía. De origen modesto algunos de ellos, su poeta predilecto (con buenas razones) era Efraín Huerta, el viejo compañero de Paz, hombre de izquierda que, a pesar de las diferencias ideológicas, nunca rompió con él. En una ocasión, Paz recitaba poemas junto a David Huerta, excelente poeta también. En su lectura, Paz reiteraba la palabra “luz”, y un joven “infrarrealista” comenzó a repetir con sorna “mucha luz, cuánta luz, demasiada luz”. Estaba bebido. “Venga para acá y hable”, le dijo Paz. “¿Qué trae usted contra mí?” “Un millón de cosas.” Paz le indicó que eso lo discutirían afuera del recinto público. El “provocador” salió de la sala. “El alcoholismo –sentenció el poeta– no disculpa la estupidez.” Entre los infrarrealistas destacaba el escritor chileno Roberto Bolaño, que en Los detectives salvajes dibujó el retrato de un Paz egolátrico.

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Pero no todos los malquerientes de Paz y Vuelta eran literarios. El 29 de agosto de 1978 la guerra de las generaciones alcanzó al círculo cercano de los colaboradores de Vuelta pero no con la violencia verbal sino con la violencia real. Uno de esos colaboradores frecuentes, el joven filósofo Hugo Margáin Charles (que había ganado el cuadro de Tamayo en la rifa organizada para la fundación de Vuelta) fue secuestrado por un comando guerrillero y apareció muerto, desangrado, con un tiro en la rodilla. El crimen nunca se aclaró ni apareció el culpable. Días después llegó a la redacción de la revista un sobre anónimo con un escrito firmado por “J. D. A. Poesía en armas”, que incluía una amenaza: “Se volverá a saber de nosotros.” El texto se titulaba “Epístola en la muerte de Hugo Margáin Charles”. Condenaba la protesta pública de Vuelta por la muerte de Margáin: a diario, en América Latina y México, morían campesinos “ametrallados en su milpa o en camino a casa” y obreros “destrozados en una alcantarilla con veinte puñaladas”. Enseguida justificaba el asesinato: Margáin era el perro que había que matar para seguir con el proceso de acabar con la rabia.

Octavio Paz sintió que había llegado su hora final, y la encaró con valentía. Escribió un poema en que desafiaba al autor del anónimo y casi convocaba su propia inmolación. El Consejo de redacción, en particular Gabriel Zaid, lo disuadió. El poema no se publicó, pero en el número de noviembre apareció una nota de la redacción titulada “Los motivos del lobo”, que recogía buena parte del texto anónimo y, a partir de él, señalaba:

Más allá de las amenazas y de la cobardía de embozarse en la sombra para escupir sobre un cadáver, el mensa- je es patético por su lógica circular y necrofílica: predica el asesinato de inocentes, porque si bien “la rabia purulenta la engendra el capitalismo y no el perro” (“este es solamente transmisor de la rabia”), “acabar con los perros a la larga va a traer como consecuencia que la rabia se quede sin defensa”. El lobo cuida así la pureza del rebaño; mata para acabar con la muerte: “condenar la muerte lleva implícito el hecho de acabar con ella aunque sea con ella misma”. No hay que condenar el asesinato, sino comprender los motivos del asesino: “Jehová condenó el acto de Caín” pero “jamás investigó los motivos del acto de Caín”, que eran, naturalmente, acabar con la rabia.

El Consejo deVuelta clarificaba: no era cierto que todas las muertes tuvieran la misma significación: por algo la represión y el terrorismo escogían a sus víctimas y “el asesinato de un hombre cualquiera” no causaba la misma conmoción que la muerte de Federico García Lorca, el Che Guevara u Osip Mandelstam; además, hubiera sido monstruoso que el asesinato de un hombre valioso no doliera especialmente a sus amigos. Vuelta no acusaba a nadie porque no tenía pruebas contra nadie. Pero condenaba el asesinato, viniese de donde viniese: los terroristas o las autoridades, la izquierda o la derecha, la estupidez aventurera o el cálculo:

El nihilista Nechaev nos repugna tanto como […] todos esos intelectuales –filósofos, profesores, escritores, teólogos– que, sin tomar las armas, asumen posiciones equívocas que, tácitamente, son una justificación de asesinato. En fin, por condenables que sean los motivos de los ángeles exterminadores (trátese de los de Somoza y Pinochet o de las Brigadas Rojas) hay que condenarlos en primer lugar por sus actos.

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A la guerrilla en México no la venció finalmente el  ejército: la doblegó la reforma política que ideó e instrumentó en 1978 un notable político liberal, Jesús Reyes Heroles, que durante los primeros años de la administración de José López Portillo (1976-1982) ocupó la Secretaría de Gobernación. Desde allí pactó la apertura de la vida parlamentaria para el Partido Comunista y otras formaciones de izquierda. A partir de ese momento, la izquierda empezó a tomar vuelo, aunque su verdadera consolidación llegaría hasta 1988, cuando un grupo disidente del PRI –encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del legendario presidente– se desprendió del partido que su padre había contribuido a fundar para postularse a la presidencia y crear, el año siguiente, lo que don Lázaro hubiera podido pero nunca se atrevió: un partido que unificara a la izquierda, con las banderas de la Revolución mexicana pero sin filiación comunista.

A pesar de que la reforma política correspondía a la idea democrática que Paz venía proponiendo a la izquierda y al gobierno desde Posdata, la guerra ideológica no amainó. En 1979, Vuelta dio la bienvenida al sandinismo y en ningún momento dejó de publicar textos críticos y analíticos sobre las dictaduras genocidas en Argentina, Chile y Uruguay. De hecho, a partir de 1980, su circulación estaría prohibida en Chile, Argentina y Uruguay. Pero los denuestos contra Paz y su revista fueron constantes. A fines de los setenta (luego del asesinato de Margáin), sintiéndose acosado y aislado, Paz respondió a las críticas ampliando su presencia en los medios. Ya no solo  publicaría en Vuelta sino en las páginas de El Universal, diario donde dos amigos suyos –José de la Colina y Eduardo Lizalde– empezaron a dirigir un suplemento literario semanal: La Letra y la Imagen. Al poco tiempo, Paz comenzó a aparecer también, con comentarios internacionales, en el principal noticiero nocturno de la televisión mexicana: 24 Horas, conducido por Jacobo Zabludovsky. Su decisión era no permitir que lo “ningunearan”. Esa decisión le valió nuevos ataques. Al paso del tiempo, prácticamente todos los que lo deturparon aparecieron en la televisión. ~

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Este texto corresponde al subcapítulo 17 del ensayo sobre Octavio Paz “El poeta y la Revolución”, capítulo central de Redentores, el libro más reciente de Enrique Krauze, que comenzó a circular estos días bajo el sello Debate de Random House Mondadori. Pueden consultarse en línea las fuentes utilizadas para el ensayo: http://tinyurl.com/3de2q7q.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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