Ilustración: Fabricio Vanden Broeck

Historia de una interviú convertida en el anuncio de una conferencia…

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Pedro Rico, el alcalde de Madrid, está en el antiguo Salón de las Diputaciones, en la Generalidad, que ahora tiene las tres arañas blancas de cristal encendidas. Habla Fernando Sasiaín, el alcalde de San Sebastián, sobre “El pacto y la personalidad regional”.[1]

Pedro Rico, sentado al lado de Pere Comes en los grandes asientos ceremoniales ante el manto con las cuatro barras que cubre la pared, escucha con el enorme busto adelantado y los ojos –minúsculos, casi ahogados en la grasa de los párpados– encogidos la emocionante descripción de aquella reunión celebrada en la ciudad vasca, uno de aquellos días de conspiraciones, de heroísmo y de ilusiones, de la que salió el Estatuto de Cataluña.

Hay un silencio absoluto en la sala, que está llena de alcaldes y concejales de todas partes, bajo el gran techo cargado de oro y luces, que parece un altar puesto del revés.

Solo la voz firme y recta, apasionada, de este hombre rubio –con esa cabeza cuadrada y maciza, infantil, de los vascos, que se parece tanto a la cabeza de los alemanes– de ojos azules, de pie en la presidencia.

Y, acompañándolo, el ruidito del surtidor del Patio de los Naranjos, que entra por las puertas del Salón, abiertas en la noche de bochorno.

Pedro Rico tiene calor. Suda violentamente. En el reflejo de las bujías de cristal, se le ven manar, sobre la piel tensa y sofocada, por la frente y las mejillas, unas gotitas precipitadas… De vez en cuando se las seca con el pañuelo, estirando mucho el bracito grueso que no le llega.

Parece un crío, este alcalde de Madrid, tan célebre, tan popular, con su gordura hiperbólica, su madrileñismo desesperado y esa simpatía que dicen… Amadeu Vives, un día que contemplaba una fotografía publicada en Ahora, en la que Pedro Rico, con la capa rumbosa y romántica, la facha edilicia y la vara del Oso y el madroño, posaba en el taller de un pintor, que le hacía un retrato, dijo sonriendo:

–Mirad este hombre, tan rechoncho, con esta cara de ponerse a hacer pucheros, parece un niño disfrazado el Jueves Lardero…

Fernando Sasiaín ha terminado su conferencia. Baja del estrado. El auditorio abandona sus asientos y se le acerca aún aplaudiendo.

Pedro Rico, de pie entre el conferenciante y Pere Comes, sonríe y sigue secándose el sudor.

El primero en abordarle es el fotógrafo, que le pide que mire a la máquina y se esté quieto un segundo.

Pedro Rico mira, efectivamente, a la máquina. Y pregunta:

Oiga, joven. ¿Ya está usted seguro de que voy a caber yo en una máquina tan pequeña?

Se forma el grupo. El alcalde de San Sebastián se da cuenta de que el volumen extraordinario de don Pedro ocupa hasta su puesto, por detrás. Y se aparta, para no tapar a don Pedro.

¿Tiene usted miedo de que luego en la foto parezca que el gordo es usted?–le pregunta el alcalde de Madrid.

Y, cuando el fotógrafo ha tirado el magnesio, explica:

–Una vez se retrataba a una cuadrilla en una feria. Había uno que llevaba un bigotazo enorme. Se puso al lado de otro que no llevaba, y en el momento de tirar la foto, va el que no llevaba bigote y le dice al otro, apartándole:

¡Retírese usted, hombre, que si no va a parecer que su bigote es el mío!

Pere Comes, en ese momento, nos lo presenta.

–Debería dejarse hacer una interviú, don Pedro… –le dice.

Él nos mira atentamente, sin parar de secarse la frente y el cuello y las mejillas. Consiente.

Bueno, bueno. Pero ahora no, ¿eh? Porque me esperan y es muy tarde. Además, estoy muy cansado.

–Entonces, ¿cuándo?

–Mañana… Mañana por la mañana. Aquí mismo, a las diez, que vendré a la conferencia del señor Arnau Cortina. ¿Eh?

Nosotros decimos que sí y Rico suspira, descansado. Sale, delante de nosotros, hacia la calle, con Pere Comes y otros municipalistas.

Bajando la escalera, jadea apresuradamente mientras sigue con su eterna operación de secarse el sudor. Alguien le habrá preguntado algo a propósito de su gordura porque oímos que responde:

–¡No! Si el otro día le dije a Marañón: el día que pierda diez quilos, dejo la vara.

Una vez ha dicho esto, vuelve la cabeza y se da cuenta de que le hemos oído. Se queda muy serio.

–Me dais mucho miedo, vosotros –nos dice–. ¡A ver si ahora ponéis esto en el periódico!

 

• • •

 

El día siguiente a las diez, volvemos a la Generalidad. Pedro Rico llega a las once menos cuarto, diligente, risueño, completamente redondo, apresurándose con sus piernecitas pueriles bajo la enormidad del abdomen. Se sienta al lado del conferenciante, en la presidencia y, cuando este ha terminado, vamos a buscarle. Él nos coge del brazo y nos dice que es demasiado tarde, que tiene que ir a buscar a unos amigos para asistir, por la tarde, a una junta masónica; que le hagamos ahora las preguntas que queramos que él, por la noche, nos las llevará contestadas en unas cuartillas. Nos lo promete solemnemente.

Antes de salir de la sala, un asambleísta madrileño nos dice:

–¿Qué queréis? ¿Hacerle una interviú a Rico? ¡No lo conseguiréis! En Madrid los periodistas ya lo han dejado por imposible. Hablar le da una pereza horrorosa, y sobre todo tiene un miedo terrible a comprometerse.

Pero nosotros respondemos, seguros:

–¡Ya le pillaremos, ya!

–¡Venga! ¿Qué os apostáis? Los mejores reporteros se han vuelto locos con él y han tenido que dejarle en paz…

 

• • •

 

Por la noche nos encaminamos de nuevo hacia el salón de actos de la Generalidad. El alcalde de Bilbao empieza una larguísima disertación sobre “La autonomía municipal en las provincias vascongadas”, con una descripción de las obras y servicios municipales de Bilbao.

El carillón de la catedral va cantando los cuartos y las horas sin que don Pedro llegue. No obstante, él es un hombre escrupuloso que cumple siempre sus deberes. Y a las once y cuarto le vemos subir angustiosamente la escalinata central, sudando y sonriendo, como siempre.

–¿Me ha traído esas cuartillas, don Pedro? –le preguntamos.

–Venga, venga…

Entramos en el salón. Se apagan las luces y empieza la proyección de unas diapositivas y de un filme como complemento de las conferencia.

–Esas cuartillas… –empieza diciendo en voz baja don Pedro– tienen que hablar de la asamblea, ¿verdad? De la “Unión de Municipios Españoles”, de la que soy presidente…

–De su opinión sobre los puntos tratados en esta asamblea… –añadimos nosotros.

–Sí, sí, pues eso es lo que tengo que decir en mi discurso de clausura de la asamblea, mañana… Y, realmente, no puedo descabezar ahora el discurso hablando de él por adelantado en una interviú…

–Bien, pero ahora nos puede hablar de cuáles son las obras municipalistas que, a su modo de ver, convienen más a Barcelona…

–¡Sí, sí, sí! Todo eso lo digo en mi discurso del viernes…

–Pues denos su opinión sobre los enlaces ferroviarios, en Madrid y aquí, en Barcelona…

–¡También, también lo digo en la conferencia!

–Así pues, ¿qué vamos a decir nosotros ahora?

Don Pedro nos mira con su inmensa cara de mocoso, compungida y evasiva.

–El viernes pueden tomar mi conferencia taquigráficamente…

 

• • •

 

El asambleísta madrileño escéptico tenía razón. El viernes tomaremos la conferencia de Pedro Rico taquigráficamente. Pero él, por adelantado, ya nos ha tomado el pelo… ~

 

Traducción del catalán de Ramón González Férriz

DeLa fascinació del periodisme: cròniques (1930-1936) (Quaderns Crema, 2003). Edición de Gloria Santa-María.



[1] Las palabras en cursiva aparecen en castellano en el original (N. del T.).

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