Francisco Tario, el fantasma que ríe

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¿Cómo quieres negar que hay seres –ni hombres ni animales–, extraños seres, que surgen del placer malvado de absurdos pensamientos?

Hanns Heinz Ewers

 

El sabio por excelencia, el Verbo Encarnado, nunca ha reído.

Charles Baudelaire

 

Francisco Tario es un fantasma. No es una metáfora truculenta que recurre al imaginario de su obra, no. Francisco Tario en verdad es un fantasma: el fantasma de Francisco Peláez Vega, nacido en la ciudad de México en 1911 y muerto en Madrid en 1977. Francisco  Peláez Vega era un demiurgo que creó el fantasma de Francisco Tario para firmar la obra literaria que le habría de sobrevivir. Francisco Peláez Vega descansa merecidamente en paz y nos ha legado ese espectro incómodo que se ríe mordazmente de nosotros detrás de sus páginas y se divierte importunando a académicos de manera insolente.

En 1943, Francisco Peláez Vega alumbra a Francisco Tario con dos libros insólitos para el panorama de las letras mexicanas de la época: los cuentos de La noche  y la novela Aquí abajo. Como si fuera una provocación, Tario pone sus primeras palabras, aquellas que habrían de presentarlo en sociedad, en la boca  de un féretro. Sí, en boca de una caja de muertos animada que narra las desventuras de la jornada en la que por fin le será adjudicado un muerto. Y ya desde estas líneas se adivina lo que será un rasgo permanente de su obra: el humor irreverente al abordar la escatología, ese mundo de ultratumba que será su gran tema. “Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel”, nos relata el féretro antes de descubrir que su triste destino será cargar a un hombre, a un padre de familia “gordo, hinchado, pestilente y rubio”. “Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.”

 

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Poco hay que reseñar sobre la vida de Francisco Peláez Vega. Los testimonios construyen la imagen de un padre de familia ajeno a los círculos literarios, casado con una mujer hermosísima, propietario de salas de cine, que vivió entre la ciudad de México y Acapulco hasta que se trasladó a Madrid en 1960, donde habría de radicar hasta su muerte. Como detalle pintoresco se dice que en su juventud fue portero del club Asturias, un legendario equipo mexicano de fútbol, ya desaparecido. El Asturias, un fantasma de equipo. Pero no hablemos de la vida de los hombres, hayan sido futbolistas o empresarios de cine. Hablemos de fantasmas.

 

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La biografía de Francisco Tario, que no es otra cosa que la cronología de su obra, muestra las vacilaciones propias de los exploradores, de aquellos que buscan sin saber si habrán de encontrar, preocupados únicamente por decir algo nuevo. Mario González Suárez, en el excelente prólogo a la edición mexicana de los Cuentos completos (Lectorum, 2003) –que también se reproduce en la antología publicada recientemente en España por la editorial Atalanta–, apunta la existencia de tres etapas en las que podría clasificarse la obra de Tario. La primera estaría constituida por el libro de cuentos La noche  (1943), la novela Aquí abajo (1943), el libro de anotaciones (o aforismos, si queremos simplificarlo) Equinoccio (1946) y el inclasificable La puerta en el muro (1946). La segunda etapa abarcaría las publicaciones de los primeros años de la década de los cincuenta: las alucinaciones amorosas de Yo de amores qué sabía (1950) y Breve diario de un amor perdido (1951), un libro sobre Acapulco, ilustrado con fotografías de Lola Álvarez Bravo, Acapulco en el sueño (1951), y el libro de cuentos Tapioca Inn. Mansión para fantasmas  (1952). A esta etapa le siguen dieciséis años de silencio, marcados, justo a la mitad, por la mudanza de Francisco Peláez Vega a Madrid en 1960. En 1968 Tario publica su libro más conocido, Una violeta de más, donde se incluyen algunos de los cuentos que le han dado fama: “El mico”, “Ragú de ternera” y “Entre tus dedos helados”. También a esta última época, aunque publicadas de manera póstuma, corresponden las tres obras de teatro de El caballo asesinado (1988) y la novela Jardín secreto (1993).

 

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Francisco Tario pertenece a la estirpe de Isidore Lucien Ducasse, el fantasma conocido como Conde de Lautréamont. En Los cantos de Maldoror, Lautréamont se plantea la escritura como una violenta tarea de desacralización: “Mi poesía consistirá, solo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura.” Ni Lautréamont ni Tario son ateos, no pueden serlo, ambos necesitan a Dios para abominarlo. En “La noche de los cincuenta libros”, Tario nos deja un manifiesto, un programa al que dedicaría su escritura, encubierto en la perorata de Robertito, un niño que delira con encerrarse en una cueva para escribir libros terroríficos y letales:

 

Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas… Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor.

 

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El “problema” de Francisco Tario, que lo ha condenado a la marginalidad, es que no parece un escritor mexicano. No lo parecía en los años cuarenta, cincuenta o sesenta del siglo pasado, y sigue sin parecerlo hoy en día. Más allá de las discusiones sobre la identidad mexicana o sobre las instancias legitimadoras de la literatura nacional, hay una innegable cuestión de estilo. Christopher Domínguez Michael lo resumió a la perfección: “la originalidad de Francisco Tario es la de aquellos escritores que pudieron haber nacido ahora o hace cinco siglos y escribir en nuestra lengua o en cualquier otra”.

En lo mejor de su obra narrativa, los libros de cuentos La noche y Una violeta de más, no hay una sola referencia a México. De hecho, los cuentos en los que establece claramente los referentes geográficos transcurren en el extranjero, “La noche de Margaret Rose” entre Nueva York y Londres, “El éxodo” entre Inglaterra e Italia. No es de extrañarse que el lector se descubra pensando en Poe o Maupassant, incluso en Bécquer. A este último Tario le hace un guiño de complicidad en uno de sus cuentos más extravagantes, “La noche de la gallina”: “llegó el cocinero y me fue persiguiendo taimadamente por la vereda de las coles”, narra la gallina. “Tan pronto llegamos a la tapia –¡oh, perfumada muy lindamente por las enredaderas de Bécquer!– me atrapó con sus manazas de simio.” Como era de esperar, si la gallina ha leído a Bécquer es normal que termine envenenando a sus comensales.

 

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Más que de la fuente del nihilismo nietzscheano, Tario bebe en las aguas del fin-de-siècle: la pérdida de fe en los valores tradicionales, el fracaso de las instituciones, la desconfianza en los ideales del positivismo, la exaltación de la marginalidad, el culto a la vida interior. Fantasma de extrema literatura, de extrema civilización, tampoco es ajeno al decadentismo.

La pulsión suicida y el permanente diálogo con la muerte nunca son de naturaleza negacionista: “Recuerda bien ¡oh, dulce Muerte! que aún no me habías requerido y acudí. Tan grande, tan ciega, tan descomunal era mi fe en ti”, dice el suicida en “Mi noche”.

Un fantasma no puede ser nihilista. El fantasma necesita de alguien que recuerde, de alguien que crea. “Casi nadie la recordaba; era lo cierto. Y por eso moría”, escribe Tario en “La banca vacía”, el relato de la agonía de un fantasma. “Solamente un último recuerdo, desesperado y preciso, la sustentaba de lejos. ¿De quién podría ser aquel recuerdo?”

El fantasma necesita de alguien que lo lea.

 

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Por encima de todas las cosas, Tario huye de la solemnidad y ríe: se ríe de sí mismo, se ríe de los hombres, se ríe de Dios. Su obra encarna –hasta donde es posible para un fantasma– la idea de Baudelaire de que la risa es satánica, producto del sentimiento de superioridad y símbolo al mismo tiempo de grandeza y miseria infinitas. Grandeza respecto del hombre hijo de la modernidad, ingenuo, crédulo, representado de manera insigne en la figura del burgués –el fantasma de Tario responde vehementemente a la consigna de los fantasmas decadentes: épater la bourgeoisie–. Miseria respecto del Ser absoluto, de ese Dios que es el blanco preferido de sus imprecaciones.

Tario ensaya las vertientes más oscuras del humor, desde el humor macabro de sus cadáveres animados, el humor extravagante de sus locos, el humor negro de sus criminales, el humor fantasmagórico de sus espectros, el humor de los suicidas, hasta el exabrupto procaz, “¡Langostinooos! ¡Langostinooos frescooos!”, es el absurdo lamento que grita uno de sus espectros desde ultratumba.

“No es el hombre que cae quien ríe de su propia caída”, escribió Baudelaire, “a menos que sea un filósofo, un hombre que haya adquirido por hábito la fuerza de desdoblarse rápidamente y de asistir como espectador desinteresado a los fenómenos de su yo.” El lector que se atreve a reír con Tario ríe carcajadas breves, no hay lugar para la autocomplacencia. El lector, y el fantasma de Tario con él, calla con la sonrisa todavía colgando de su rostro, porque intuye el vacío y no encuentra asideros.

El lector descansa en la banca de un parque en una tarde de neblina. Francisco Tario se acerca para hacerle cosquillas, pero descubre que el libro está flotando en el aire y la banca está vacía. ~

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(Guadalajara, 1973) es escritor. Es autor de la novela Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010).


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