Ilustración: Raúl Arias

El terrorismo en la narcoguerra

A pesar de que los cárteles no son grupos esencialmente terroristas, muchas de sus acciones cumplen el propósito de atemorizar a la población civil. El debate acerca de cómo definir los distintos rostros de la narcoviolencia es de vital importancia en estos momentos.
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El primero de mayo de este año, mientras el mundo celebraba el Día Internacional del Trabajo, los residentes de Jalisco fueron testigos del aterrador poder del crimen organizado internacional. En por lo menos 39 puntos del estado pistoleros de un cártel secuestraron y prendieron fuego a camiones y autobuses, en lo que los mexicanos se han habituado a llamar “narcobloqueos”. En un despliegue aún mayor de fuerza, operadores del cártel dispararon un lanzagranadas de fabricación rusa que derribó un helicóptero militar y causó la muerte de ocho soldados y un oficial de policía en una de las peores pérdidas que ha sufrido el ejército mexicano en años recientes. Después de que los noticieros de la tarde transmitieran imágenes de autobuses, gasolineras y bancos envueltos en llamas, el fiscal general de Jalisco, Luis Carlos Nájera Gutiérrez, lanzó una palabra incendiaria: “terrorismo”.

El término terrorismo ha aparecido de manera periódica durante una década de narcoguerra en México. Políticos, periodistas o fiscales lo usan cuando se producen crímenes especialmente brutales: en 2006, cuando miembros de La Familia arrojaron cinco cabezas a una discoteca de Uruapan; en 2008, cuando supuestos Zetas lanzaron granadas contra quienes celebraban el 15 de septiembre en Morelia (y cuando en mayo de este año un juez decidió dejar en libertad a varios sospechosos del crimen porque la policía los había torturado para que confesaran); en 2010, cuando el cártel de Juárez hizo estallar un coche en pleno centro de la ciudad matando a dos policías y dos civiles; en 2011, cuando los Zetas quemaron el Casino Royale en Monterrey con un saldo de 52 muertos; o en 2013, cuando los Caballeros Templarios atacaron dieciocho subestaciones eléctricas, dejando sin energía a medio millón de personas. Estos crímenes no solo fueron atroces: también sembraron el terror entre la población mexicana.

Por otra parte, durante el conflicto, manifestantes en defensa de los derechos humanos han evocado la idea de “terrorismo de Estado”. El sintagma apareció con frecuencia después de que en septiembre policías y narcos secuestraran a 43 normalistas en Iguala. También se empleó el año pasado para describir la supuesta ejecución extrajudicial de veintidós personas en Tlatlaya, o en Apatzingán el pasado enero. Esas atrocidades también propagan el terror a pesar de que se supone que policías y soldados deben mantenernos a salvo.

Tras lo sucedido el primero de mayo, en una serie de entrevistas, Luis Carlos Nájera habló de terrorismo: “Se trata de terroristas que quieren sembrar el miedo, y con base en el miedo hacer que la gente haga cambiar al gobierno en la toma de decisiones; es un terrorismo puro.” La Procuraduría General de la República lo hizo oficial al anunciar que cinco de los involucrados en los acontecimientos del primero de mayo se encontraban sujetos a investigación por su presunta responsabilidad en los delitos de delincuencia organizada y terrorismo.

Pero no todos los funcionarios se mostraron de acuerdo con los cargos. El gobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, ofreció una opinión que contradecía a la pgr e incluso a su propio fiscal. Cuando los reporteros le preguntaron si los ataques constituían acciones de narcoterrorismo, respondió: “De ninguna manera. La gente que los cometió estaba bajo el influjo de las drogas; es gente que, como lo ha confesado, por entre quinientos y mil pesos hacía un acto de esta naturaleza. Son actos vandálicos.”

Este desacuerdo subraya la confusión que los políticos han mostrado en su lucha contra los cárteles de la droga. Los presidentes de México han pasado de vestirse con uniforme militar y decir a los soldados que luchan contra “los enemigos de la patria” a afirmar que el crimen es un problema de imagen, que solo involucra a algunas pandillas en unos cuantos municipios. Los aliados que el país tiene en Estados Unidos en su guerra contra las drogas están igual de desorientados. Cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado primero afirmó que México enfrentaba un problema similar a la violencia surgida en los guetos estadounidenses en la década de los ochenta, y luego clamó que los cárteles se habían metamorfoseado para convertirse en una insurgencia comparable a la de Colombia.

El desconcierto, esencialmente, gira en torno a aquello en lo que se han convertido los cárteles de la droga, y el tipo de conflicto en el que combaten. ¿Un escuadrón de cincuenta integrantes del cártel de Jalisco Nueva Generación que organiza un operativo con lanzagranadas es una milicia paramilitar? ¿O solo se trata de un grupo de pandilleros? ¿Los policías que trabajan para los cárteles representan el poder del Estado, o son una parte del Estado que ha sido capturada? ¿Existe un conflicto armado en México o únicamente se trata de crimen? En el corazón de este debate se encuentra una pregunta que resulta particularmente contenciosa: ¿la narcoviolencia es terrorismo?

Intentar responder a esto no es solo cuestión de curiosidad intelectual. Afecta a los casos judiciales, tal y como descubrieron los sospechosos acusados de incendiar los camiones en Jalisco. También tiene un impacto sobre quién persigue a los culpables y con qué presupuesto lo hace. Los Zetas o el cártel Nueva Generación podrían incluirse en la lista que tiene Estados Unidos de organizaciones terroristas al lado de Al Qaeda. Los agentes de la cia que se especializan en terrorismo podrían unirse a sus colegas de la dea para luchar contra esos cárteles.

El término terrorismo es incómodo. Cuando se reporta que hay terrorismo en el lugar en donde uno vive eso puede tener un impacto negativo en la inversión y el dinero que se recibe del turismo. Más que por convicción intelectual, quizás este sea el motivo por el que el gobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, negó los cargos de terrorismo.

Algunos defensores de los derechos humanos temen que evocar la idea de narcoterrorismo aliente a policías y soldados, ya de por sí abusivos, a emplear aún más fuerza. La Guerra contra el Terror que libra Estados Unidos incluye tácticas controvertidas que van desde matar a los sospechosos atacándolos con drones hasta recluirlos durante años en Guantánamo sin juicio alguno de por medio. Así, la guerra se vuelve una cruzada contra un demonio conceptual –el terrorista– en la que debe hacerse cualquier cosa con tal de detenerlo.

El problema del narcoterror en México llevó al presidente Enrique Peña Nieto a presentar una serie de reformas contra el terrorismo, aprobadas en marzo de 2014. Pero en lugar de centrarse en el ataque de los cárteles, las reformas mantuvieron una definición muy amplia de lo que es terrorismo. Grupos de manifestantes expresaron el temor de que, ante acciones como el daño a la propiedad privada, el gobierno pudiera acusarlos de terrorismo.

El debate sobre cómo definir con exactitud los crímenes de la narcoguerra se ha vuelto vital. La incapacidad de comprender lo que ocurre ha llevado a políticas fallidas que se repiten una y otra vez. La sociedad necesita una definición que explique de un mejor modo los tiroteos, las masacres y las decapitaciones para encontrar una solución que detenga esta sangría incesante.

De Espartaco a Bin Laden

Los seres humanos han utilizado el terror a lo largo de la historia. Los aqueos saquearon Troya, masacraron a civiles y profanaron templos para dar una lección a sus enemigos. Cuando los romanos derrotaron a Espartaco, líder de una revuelta de esclavos, crucificaron a seis mil de sus hombres a lo largo de un camino de doscientos kilómetros. Los rebeldes galos, a su vez, decapitaban a los romanos y colgaban las cabezas en sus caballos.

La palabra “terrorismo” que usamos hoy surgió durante la Revolución francesa como “terrorisme” y se empleaba para describir la forma en que Robespierre y sus jacobinos llevaron a miles de personas a la guillotina en pleno corazón de París. El asesinato en masa se exhibió públicamente e hizo temblar a los espectadores, que se lo pensaban dos veces antes de unirse a la resistencia. Más tarde, el término se aplicó a los rebeldes, desde Irlanda hasta Serbia, que realizaban sus ataques con dinamita. Como fantasmas, salían de alguna parte sin ser vistos y detonaban grandes explosiones que causaban más temor que muertes.

Los historiadores suelen fechar en 1968 la era moderna del terrorismo. Aquel año tres palestinos secuestraron un avión comercial israelí y lo llevaron a Argelia. Pertenecían a un grupo comandado por George Habash, conocido como “el Doctor”: un marxista que provenía de una familia cristiana (no era islamista radical). Él mismo describió cómo empleó esa táctica para causar sensación en los diarios: “Secuestrar un avión tiene más efecto que matar a cientos de israelíes en una batalla”, declaró Habash a la revista alemana Stern en 1970.

Habash entendió que, como los medios difunden la violencia contra civiles por todo el mundo, cualquier persona a punto de tomar un vuelo se vería invadida por el temor. Habash libraba una guerra asimétrica. Sus guerrilleros palestinos no podían derrotar el ejército israelí, pero sí podían ejercer una enorme presión sobre Tel Aviv a través de su violencia pública contra no combatientes.

En décadas posteriores, grupos extremistas nacionalistas y comunistas llevaron a cabo un terrorismo similar. En 1970, el Ejército Rojo Japonés hizo un llamado a la revolución mundial cuando secuestró un avión usando espadas de samurái. En 1974, el Ejército Republicano Irlandés (ira) reivindicó una Irlanda unida mientras hacía estallar un pub que frecuentaban soldados británicos. (La policía inglesa arrestó a los sospechosos equivocados y los torturó hasta extraerles una confesión.)

En la década de los noventa los radicales islamistas ya habían reemplazado a los revolucionarios como los actores principales y lo habían hecho utilizando las técnicas del terror. Con respecto a los revolucionarios, los islamistas dieron un paso adelante. Cuando secuestraron una serie de aviones para atacar el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, llevaron la idea de Habash de causar sensación en la prensa a niveles jamás imaginados. Esto creó el acontecimiento mediático más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Hoy 44 de los 59 grupos que están en la lista de terror de Estados Unidos son organizaciones islámicas radicales; treinta de ellos fueron añadidos después de 2001.

El gobierno de Estados Unidos describe su defensa contra estos ataques como una guerra contra las tácticas del terrorismo, más que contra la ideología del islam radical. Supuestamente, se opone por igual a cualquiera que aterrorice a la población civil, y no solo a aquellos que lo hacen por su interpretación totalitaria del Corán. Esto resulta problemático porque es difícil derrotar una táctica. El código penal de Estados Unidos define terrorismo como “violencia premeditada, con motivos políticos, perpetrada contra objetivos no combatientes por grupos subnacionales o agentes clandestinos, por lo general con intención de influir a un público”.

Esta definición legal resulta controvertida porque sostiene que solo los actores que no pertenecen al Estado cometen actos de terrorismo; está diseñada para atacar la guerra asimétrica encabezada por Habash. Cuando el ejército de Estados Unidos bombardea escuelas en Afganistán no está violando sus leyes sobre terrorismo. Tampoco lo hace el régimen sirio cuando lanza gas nervioso contra el centro de las ciudades. Esto genera muchas críticas. Intelectuales como Noam Chomsky replican que el terrorismo debería describir la violencia de los gobiernos, en especial el de la Casa Blanca. Con este desacuerdo fundamental, no hay un consenso global acerca de cómo definir al terrorismo.

A pesar de la diversidad de opiniones, la mayoría de los gobiernos han aprobado leyes que siguen definiciones parecidas a las del código legal de Estados Unidos: quieren ir tras el peligro de la guerra asimétrica, no tras sí mismos. En línea con este pensamiento, la Corte Penal Internacional, diseñada para combatir los crímenes cometidos por los gobiernos, no incluye el terrorismo dentro de su jurisdicción. En vez de eso, juzga a los gobiernos por crímenes de guerra, genocidio y crímenes contra la humanidad.

Narcoterrorismo

El expresidente peruano Fernando Belaúnde Terry acuñó la expresión “narcoterrorismo” a inicios de la década de los ochenta. La usó para describir la alianza entre los productores de coca y los guerrilleros de Sendero Luminoso, que pasaron a integrar la lista de organizaciones terroristas en Estados Unidos después de bombardear objetivos civiles y masacrar campesinos. La expresión activó las alarmas en Washington en un momento en que la Guerra contra las Drogas estaba en su punto más alto. El narcoterrorismo reunió a la dea –que lucha contra la parte del narco– con la cia –que lucha contra la parte del terrorismo.

Agentes norteamericanos aplicaron el concepto a Colombia cuando el rey de la cocaína Pablo Escobar y su cártel de Medellín realizaban su sangrienta campaña. Entre los crímenes más espectaculares que se le atribuyen a Escobar está la bomba de 1989 en un vuelo de Avianca que mató a sus ciento siete pasajeros y tripulantes, incluidos dos estadounidenses. Al igual que Habash, Escobar libraba una guerra asimétrica. No podía derrotar al gobierno colombiano desde el punto de vista militar, pero podía ejercer una presión enorme sobre él asesinando a los pasajeros del vuelo.

Benjamin Lessing, que desde la Universidad de Chicago estudia la violencia de los cárteles, llama a esto “lobby violento”. “Lo que están haciendo es decirles a los funcionarios: ‘Hablo en serio, puedo causarte muchísimo dolor. Así que más te vale hacer lo que digo’”, explica Lessing. La misma lógica sirve para entender muchos de los ataques perpetrados hoy por los cárteles mexicanos.

Con su mandato de luchar contra el narcoterror colombiano, la cia, la dea e incluso agentes del Pentágono se unieron en su cacería de Escobar, utilizando tecnología de espionaje para ayudar a las fuerzas colombianas a encontrarlo y matarlo en 1993. Al año siguiente, una corte federal en Nueva York declaró al sicario Dandeny Muñoz, de Medellín, culpable de terrorismo por la bomba en el vuelo de Avianca.

Pero la muerte de Escobar no pudo evitar que las tácticas terroristas se extendieran a los traficantes de otros países americanos. En Brasil, el grupo delictivo Primeiro Comando da Capital o pcc las consagró efectivamente en un decreto escrito. “Revolucionaremos el país desde el interior de las cárceles y nuestra ala armada será de terror”, decía en un estatuto hallado en varios de sus miembros. En 2006 el pcc llevó a cabo su promesa. Durante un fin de semana sus operativos atacaron São Paulo, quemando 82 autobuses, once bancos, y matando a 41 policías y carceleros.

Durante el mismo periodo, los cárteles mexicanos también adoptaron tácticas de terror. Muchas se remontan a la narcoguerra en México, que comenzó el 11 de diciembre de 2006, cuando el presidente Felipe Calderón lanzó el Operativo Conjunto Michoacán. Pero la escalada de violencia y el uso del terror ya habían comenzado en 2004 cuando los Zetas atacaron con una potencia de fuego propia de un grupo paramilitar al cártel de Sinaloa en Tamaulipas. Cuando la batalla se extendió a Acapulco, los sicarios comenzaron a decapitar a sus víctimas. Esto sucedió en junio de 2006, seis meses antes de que Calderón asumiera la presidencia.

Cuando aparecieron las primeras cabezas, Genaro García Luna (entonces director de la Agencia Federal de Investigación) señaló que los sicarios se habían inspirado en los videos de decapitaciones de Al Qaeda en Iraq. Algunos noticieros de la televisión mexicana habían mostrado los videos en su totalidad. A medida que las decapitaciones se extendían, los cárteles mexicanos llegaron a tener más videos de ejecuciones que los islamistas radicales. Ambos grupos subieron estos videos sensacionalistas a internet. Cuando en 2011 el régimen sirio quiso mostrar por primera vez las atrocidades de los rebeldes contra los que luchaba, mostró un video horripilante que presentaba a los terroristas como extremadamente sádicos, pero el video era en realidad el de un cártel mexicano. (El régimen sirio cuenta ahora con una buena cantidad de videos brutales que mostrar.)

Las oscuras similitudes continúan. En 2012, cuando los talibanes escandalizaron al mundo decapitando a diecisiete personas en una boda, los Zetas dejaron los cadáveres decapitados de 49 víctimas en un camino en las afueras de Cadereyta. Un caricaturista resumió este terreno común en un cartón tras los ataques a las oficinas de Charlie Hebdo en París. La caricatura muestra la imagen de un hombre embozado con una Kaláshnikov. “Ahhhh. Es un terrorista islámico”, dice una voz. “Tranquila, tranquila –responde otra–. Nada más es un sicario del cártel del Golfo.”

A pesar de las tácticas compartidas, Estados Unidos no ha puesto a ninguno de los cárteles de la droga en su lista de grupos terroristas. Y desde el caso de Avianca, casi nunca ha empleado cargos de terrorismo contra miembros de los cárteles. En ocasiones algunos funcionarios estadounidenses llaman terroristas a los cárteles, y ciertos legisladores estadounidenses han solicitado que se defina como tales a los Zetas y otros cárteles, pero el Departamento de Estado se ha mantenido firme en su negativa de incluirlos en la lista.

Uno de los principales motivos es que los servicios de inteligencia de Estados Unidos miran hacia el este, no hacia el sur. Cuando la cia fue tras Escobar en 1993, la agencia se encontraba en un periodo de calma. La Guerra Fría había llegado a su fin y el radicalismo islámico aún no había alcanzado su punto álgido. La cia buscaba nuevos enemigos y Escobar cubría los requisitos. Pero a partir del 11-los recursos se han canalizado a combatir a Al Qaeda y sus aliados. Es posible que el número de cuerpos decapitados que dejan los Zetas sea más grande que el de los islamistas radicales, pero su ideología no representa una amenaza para Estados Unidos. La Guerra contra el Terror es en realidad una guerra contra el radicalismo islámico.

Otro argumento para no incluir a los Zetas en esa lista es que la definición que usan los estadounidenses de terrorismo afirma que se trata de una “violencia por motivos políticos”. A los Zetas lo único que les interesa es el dinero. Un contraargumento es que la narcoguerra no solo trata de narcóticos. Los cárteles atacan a los políticos y tienen nexos con ellos. Controlan aspectos de un territorio, incluidas todas las extorsiones, así como quién entra y sale. Su motivación para matar y aterrorizar a la gente ya no es puramente criminal, ahora también es política.

¿Terroristas o paramilitares?

El último secretario de Gobernación de Felipe Calderón, Alejandro Poiré, es uno de los políticos que mayor esfuerzo han hecho por encontrar una lógica intelectual al derramamiento de sangre. Cuando le faltaba poco para abandonar el cargo en 2012, le pregunté cómo definía la lucha y si los cárteles eran como los terroristas, los paramilitares y los insurgentes. “Hemos tenido algunos ejemplos de actos de terror, no me cabe la menor duda –respondió–. No creo que haya evidencia contundente para utilizar alguna de las otras caracterizaciones.”

Poiré se hallaba en una situación difícil. Aceptar que los cárteles eran actores beligerantes era conceder que México tenía un conflicto armado. Eso habría abierto la puerta para que la Corte Penal Internacional entrara a juzgar la forma en que el gobierno mexicano luchaba contra ellos. En 2011 un grupo de activistas intentó llevar a México ante dicha corte por crímenes de guerra.

En 2011 había poco apetito en La Haya de meterse en el laberinto mexicano. Pero, tras la amenaza, Calderón supervisó la reforma para que los militares pudieran ser juzgados en tribunales civiles. En el futuro, acudir a los tribunales internacionales podría resultar una táctica efectiva para detener el uso de prácticas de terror por parte de policías y soldados mexicanos. Aun si la Corte Penal Internacional u otros tribunales no dictaran una sentencia sobre estos casos, la amenaza podría obligar al gobierno mexicano a tomar medidas drásticas para paliar los abusos que se cometen contra los derechos humanos.

Al igual que ocurrió durante el gobierno de Calderón, el de Peña Nieto no admite que está en un conflicto armado, pero ha fortalecido sus leyes contra el terrorismo. Las reformas al código penal, publicadas en el Diario Oficial en marzo de 2014, contemplan una definición extremadamente amplia del terrorismo. Lo describe como “actos [intencionados] en contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional, o la vida de las personas, que produzcan alarma, temor o terror en la población”.

Fue buena idea actualizar las leyes mexicanas contra el terrorismo (que se hallan dentro de su código sobre el crimen organizado), pero la reforma podría haberse usado para definir con mayor precisión qué es el terrorismo. Los cargos de terrorismo pueden usarse contra los mafiosos de Jalisco que bloquean las calles incendiando camiones o que filman horripilantes videos de decapitaciones, pero también pueden emplearse contra manifestantes que invadan una instalación petrolera o quemen un edificio del gobierno, o contra quienes envíen tuits alarmistas. La ley es lo suficientemente flexible para que los fiscales hagan uso arbitrario de ella. Como resultado, desde 2006 la pgr ha empleado la acusación de terrorismo en más de trescientas ocasiones. A veces, se aplica a masacres horribles; otras, a operativos de los cárteles para bloquear las calles.

Sería mejor que la ley definiera el terrorismo como violencia contra las personas (no contra la propiedad). Y debería estipular, como hace en Estados Unidos, que los cargos de terrorismo se apliquen cuando las víctimas no sean combatientes. El gobierno necesita emplear los cargos de terrorismo para perseguir los crímenes más brutales contra la población civil. Utilizar esos cargos en unos cuantos casos ejemplares resultaría más efectivo que usarlos con demasiada frecuencia y en casos que no llevan a ninguna condena.

Uno de los ejemplos más claros de un acto terrorista por parte de un cártel en México fue el granadazo en Morelia de 2008. Los responsables mataron a víctimas completamente inocentes que se encontraban en el sitio más público de todos. El video de un celular muestra el momento en que esto ocurrió. El público sigue gritando “¡Viva México!”, cuando de pronto se escuchan las detonaciones y los aplausos se convierten en gritos. Muchos se echan a correr y el miedo es evidente en sus rostros. Docenas se acuclillan por el dolor. Como telón de fondo se escucha el himno mexicano a todo volumen. Ocho personas murieron y más de cien resultaron heridas.

Esto crea una psicosis que se extiende por toda la sociedad. Nos preocupa que nosotros, o cualquiera de nuestros seres queridos, podamos estar en el lugar equivocado en el momento equivocado y convertirnos en víctimas. Si las leyes contra el terrorismo sirven de algo es para tratar de poner fin a este temor. ~

 

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Traducción del inglés de Laura Emilia Pacheco.

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(Brighton, Reino Unido) es periodista, escritor y productor de televisión. Su primer libro es El narco. En el corazón de la insurgencia criminal mexicana (Urano, 2012).


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