Ilustración: Raúl Arias

El fin de la historia retrocede en Europa

¿Está en riesgo el modelo liberal y la democracia europeas? ¿Quiénes los cuestionan en la derecha política y por qué?, ¿quiénes en la izquierda y por qué? ¿Cuáles serán las consecuencias a largo plazo de la crisis? Guy Sorman responde a estas preguntas urgentes desde el privilegiado mirador de Francia.
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Tras la caída del Muro de Berlín, el economista y politólogo estadounidense Francis Fukuyama capturó el espíritu de la época anunciando el fin de la historia. Su tesis, a menudo malinterpretada, no excluía los conflictos locales ni los sobresaltos en la democracia. Pero Fukuyama pensaba que tras la caída del comunismo solo sobreviviría un modelo de referencia: la democracia liberal, tal como la definía Occidente. Todas las naciones, explicaba, tendrían la democracia liberal como objetivo, lo que no implicaba necesariamente que todas llegaran a alcanzarla. Su fin de la historia significaba por tanto el fin de la competencia entre las ideologías, porque solo quedaría una viva. Pero, con justificada prudencia, no excluía que el juego de las pasiones humanas produjera en un futuro lejano la aparición de una nueva ideología alternativa a la democracia liberal: esa alternativa todavía no se había inventado, carecía de nombre y parecía lejana.

De hecho, después de 1989 hemos visto en las civilizaciones más diversas el progreso de la idea liberal, que ha transformado la forma de los gobiernos y los modos de gestión de la economía: el capitalismo de Estado retrocedía en todas partes –en América Latina, en África, en la India–, en beneficio de un capitalismo de mercado que podríamos llamar democapitalismo, frente al capitalismo de Estado u ordocapitalismo. China resiste prácticamente en solitario ante la llamada de la democracia liberal y el democapitalismo. Pero vemos cómo en esa China surge con fuerza una sociedad civil para la que la democracia de influencia occidental encarna el fin de la historia. Los países árabes oscilan entre su tradición autoritaria y autárquica y la tentación democrática y democapitalista.

Desgraciadamente, en el interior del mundo occidental, e incluso en su misma cuna, no asistimos a la aparición de la ideología alternativa desconocida que señalaba Fukuyama, sino al regreso a formas de pensamiento muy antiguas: el nacionalismo agresivo, la xenofobia, la autarquía económica, el despotismo más o menos ilustrado. Reuniremos todas esas tendencias bajo el término de “tentación autoritaria”. La tentación autoritaria afecta al Estado democrático, a la constitución europea, a la globalización entendida como civilización y al democapitalismo. Por su propia naturaleza, la tentación autoritaria abraza formas nacionales, infranacionales e incluso etnotribales: afecta de forma distinta a las naciones de Europa, según la historia de cada de país. La Alemania actual es el país menos afectado por la tentación autoritaria, porque su pasado nacionalsocialista la ha inmunizado contra ella. Por eso, en Alemania el capitalismo es más democrático, el Estado central más modesto y los partidos políticos menos extremistas. Los nostálgicos del nazismo se limitan a grupúsculos, y los Verdes y Rojos que en las décadas de 1970 y 1980 encarnaban una alternativa autoritaria se han hundido en la democracia dominante. Cuando los alemanes manifiestan algo de nacionalismo, lo hacen para defender sus ahorros y no romper la hucha en beneficio de los derrochadores griegos y portugueses.

En España e Italia, las otras dos naciones europeas poderosamente marcadas por su pasado fascista, la tentación autoritaria solo se manifiesta en la periferia: en el País Vasco e incluso en la Lombardía italiana, donde cierto etnicismo discute la pertenencia a la nación madre. Este etnicismo no es tanto una reacción hostil a la democracia liberal cuanto un último avatar de las aspiraciones nacionalistas que aparecieron en el siglo XIX, la era de los nacionalismos revisados y corregidos por la literatura romántica.

No sucede lo mismo en las naciones europeas en las que el fascismo se impuso desde el exterior, como Francia, Hungría, Bélgica y los Países Bajos. En esos países ocupados por la Alemania nazi hubo colaboracionistas seducidos por la ideología nazi o por las promesas territoriales de los alemanes: por ejemplo a los húngaros (contra los rumanos), a los finlandeses (contra los rusos), a los belgas flamencos (contra los belgas valones). Pero en ninguna de esas naciones subsiste la sensación de un pecado original o el recuerdo de una guerra civil tan atroz como la española como elementos capaces de prohibir la tentación autoritaria en nuestros días.

Este resurgimiento ideológico resulta especialmente perturbador en Francia porque allí convergen todos los factores necesarios para el rechazo a la democracia liberal, a la globalización y al democapitalismo. En la tentación autoritaria que encarnan el Frente Nacional y la cuarta parte de los electores franceses que lo sostienen, la nostalgia es un factor determinante: nostalgia de un tiempo en el que Francia fue el centro de un imperio territorial y cultural. La historia de Francia que se enseña a los niños en el colegio sustenta esa idea de un pasado grandioso: en vez de exaltar una Francia que participó en la fundación de un nuevo orden europeo, pacífico y próspero, los estudiantes retienen imágenes estereotipadas de gloria napoleónica y “misión civilizadora” francesa en el África negra. Por tanto, el discurso nacionalista parece legítimo. Se ve reforzado por lo que se interpreta como una pérdida de valores nacionales: estos parecen diluidos entre la anomia europea, la americanización cultural y la inmigración.

Esa inmigración africana, frecuentemente árabe y musulmana, provoca reacciones xenófobas en toda Europa. Pero la xenofobia –que resulta tentador llamar banal– solo se transforma en Francia en un partido grande y estructurado a través de la razón histórica que lo legitima. En Alemania, en Suecia o en el Reino Unido, una inmigración numerosa, turca, marroquí o india, también provoca actitudes xenófobas: pero en estos países la xenofobia no se ha convertido, como en Francia (y en menor grado en Bélgica, Finlandia y los Países Bajos), en la base de un partido autoritario. Antes de volver a esos países de Europa del Norte, estudiemos un momento más el caso francés, porque en él opera un último factor relacionado con la naturaleza del capitalismo francés. Este está dominado por un pequeño número de enormes empresas que, históricamente, en la mayoría de los casos dirigen antiguos altos servidores del Estado. Por su concentración y complicidad con la política, el capitalismo francés se opone al capitalismo alemán e italiano, descentralizados y ricos en pequeñas y medianas empresas. Al Frente Nacional le resulta más fácil en Francia de lo que le resultaría en Alemania o en Italia oponerse al capitalismo de los grandes y de la globalización, y proponer como alternativa un ordocapitalismo: ese ordocapitalismo, autoritario y autárquico, estaría además anclado en un pasado lejano y mítico, el del colbertismo. Convendría añadir que la “tentación autoritaria” solo es fuerte y estructurada si se articula en torno a la personalidad de un líder carismático: esto es evidente, ya que el autoritarismo expresa el deseo de un líder, mientras que la democracia liberal desconfía de él. Sin la dinastía Le Pen –desde el padre viril a la hija dominante– en Francia, sin Viktor Orbán en Hungría, sin Geert Wilders –fundador del Partido por la Libertad– en Holanda, sin Umberto Bossi –fundador de la Liga Norte– en Italia, o sin Timo Soini –fundador del partido de los Auténticos Finlandeses–, la tentación autoritaria no llegaría a cristalizar. El autoritarismo exige un líder, pero también una historia que le confiera una legitimidad y finalmente circunstancias adecuadas, como una inmigración mal aceptada y una crisis económica mal gestionada. La conjunción de todos esos elementos es indispensable: uno solo no es suficiente para plantear una alternativa ideológica a la democracia liberal.

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Raúl Arias

Con demasiada frecuencia, se reduce únicamente a la economía la aparición del rechazo a la democracia liberal. Esa interpretación de tintes marxistas no resulta convincente: la ansiedad económica favorece la tentación autoritaria, pero esta última es autónoma de la primera. Sucede lo mismo con la inmigración, que beneficia a los ultranacionalistas como el invierno favorece a la gripe: el virus está latente, pero no es una creación del invierno. El Partido por la Libertad holandés de Geert Wilders no podría explicarse únicamente por la inmigración si no existiera un sustrato xenófobo en Holanda. Puede resultar sorprendente, porque identificamos a los holandeses con la tolerancia, pero la compleja historia de los Países Bajos está llena de guerras religiosas. Por motivos difíciles de comprender, la Holanda ocupada por los nazis tuvo el porcentaje de judíos deportados más alto de Europa. El populismo nacionalista de derechas tiene éxito en Holanda en un período de prosperidad económica, no en circunstancias en las que los inmigrantes vendrían a despojar a los ciudadanos nativos de sus empleos. Sin duda, se podría aplicar un esquema interpretativo cercano a Finlandia, a Hungría y a los flamencos de Bélgica: todos son países donde progresan los movimientos antidemocráticos y antiliberales. Esos pueblos han conquistado su independencia recientemente. Bélgica se creó hace dos siglos, pero hasta la década de 1970 los flamencos eran una minoría económica y culturalmente colonizada por los valones. ¿La verdadera autonomía de los flamencos no tiene cuarenta años y se pretende, en nombre de Europa o de la libertad de circulación, lesionar su nuevo orgullo nacional? De esa historia nace el partido Vlaams Belang. Los finlandeses solo se sienten libres desde 1989, tras el fin de sus luchas contra Suecia y Rusia. Pero, en nombre de Europa y del nuevo orden democapitalista, ¿se atacan su homogeneidad nacional tan costosamente adquirida y su reciente prosperidad? ¿Tendrían que redistribuir (a los griegos, a los españoles) incluso antes de haber disfrutado de su nueva riqueza? La crisis europea desatada en 2008 no ha encendido el fuego que calienta a esos países, pero, evidentemente, lo alimenta.

En los movimientos autoritarios, esta crisis no se interpreta como uno de los contratiempos que el capitalismo liberal sufre de vez en cuando, sino como un fracaso de todo el sistema capitalista. Existe una coincidencia en los análisis de los arqueomarxistas y los ordocapitalistas. Por ejemplo, el Frente Nacional en Francia o el partido de Viktor Orbán en Hungría no buscan suprimir el capitalismo sino nacionalizarlo, sustituir el democapitalismo –que se considera estadounidense y globalizador– por un ordocapitalismo que seguiría el modelo de Colbert o incluso el chino. De forma caricaturesca, los partidarios de este nuevo despotismo ilustrado oponen al “consenso de Washington”, que la crisis financiera habría vuelto caduco, un “consenso de Pekín”, donde el Estado central sería el garante del crecimiento. Evidentemente, esta oposición ideológica no tiene en cuenta las diferencias entre civilizaciones y entre los niveles de desarrollo.

Desafortunadamente, en apoyo de esa recuperación del despotismo ilustrado, la clase política ha abdicado de sus responsabilidades en Grecia y en Italia: tras gestionar mal el Estado y la economía nacional, esa clase política electa –por tanto, la representación democrática– ha abandonado el poder frente a tecnócratas no elegidos. ¡Qué ganga para los partidarios franceses, húngaros, belgas, holandeses y finlandeses del despotismo ilustrado! Puesto que incluso los italianos y los griegos reconocen la incapacidad de las instituciones democráticas para resolver una crisis banal de deuda pública, ¿no es el principio mismo de la democracia representativa lo que habría que cuestionar?

Esta impugnación “populista” de la democracia liberal, un término que provoca desconfianza porque deriva más del insulto que del análisis, no es exclusiva de la extrema derecha nacionalista o étnica. Recordemos que el rechazo de la democracia y el capitalismo está tan arraigado tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda y que la democracia liberal solo se impuso en Europa después de 1989, tras un largo combate con la Unión Soviética en el exterior y con los partidos comunistas en el interior. ¿Acaso se han volatilizado estos últimos? La hostilidad de la izquierda hacia el democapitalismo se ha transformado en otras utopías que reciclan antífonas marxistas en un decorado moderno: los militantes han pasado de la crisis final del capitalismo a la crisis final de los recursos naturales. En el ecologismo profundo se descubren las mismas aspiraciones teológicas que en el marxismo, el mismo deseo de utopía y el mismo deseo de autoridad que ya no liberarían a la humanidad de las garras de los burgueses, sino que salvarían a la Santa Naturaleza de la opresión industrial. Las técnicas de movilización de los ecologistas profundos y sus manifestaciones violentas los sitúan en el campo del populismo antidemocrático. Lo mismo ocurre con los movimientos altermundistas hostiles al democapitalismo y a veces violentos (como en el caso del francés José Bové, que destruía campos de maíz transgénico o “desmontaba” los establecimientos de McDonald’s), que sin duda consideran que el futuro de los árboles debería primar sobre la felicidad de los hombres.

¿Deberíamos clasificar en la misma categoría de adversarios de la democracia liberal a los indignados españoles? Frente a la imagen que a menudo se tiene, los indignados no participan en un movimiento estudiantil, al estilo del de Mayo del 68, sino que reúnen una población de edad similar y marginalizada, una mezcla de lumpen intelligentsia y parados de larga duración. Con su propia existencia, los indignados muestran cierta incapacidad de las sociedades postindustriales a la hora de integrar a quienes no comparten los códigos sociales y culturales que exigen las economías complejas. También se observa que el objetivo directo de los indignados españoles es la propia democracia: las instituciones democráticas y los partidos políticos españoles les parecen incapaces de responder a sus exigencias, unas exigencias que no siempre están claras. El “sistema” –expresión de los indignados– debería ser reemplazado por una utopía alternativa, de la que las interminables discusiones en la Puerta del Sol constituyen un bosquejo posdemocrático.

La democracia liberal en Europa sufre el asedio de un populismo de izquierda que se suma a los populismos de derecha. Esos ataques que convergen contra el democapitalismo revelan cómo sufren la democracia y la economía de mercado ante la ausencia de una sólida legitimación intelectual: podría decirse que los pueblos toleran la democracia liberal en razón de su eficacia, pero no en razón de su virtud intrínseca. El hecho de que la democracia liberal haya sustituido la guerra civil y las guerras religiosas que fueron la norma del pasado, el hecho de que la Unión Europea haya puesto fin a mil años de conflictos territoriales, el hecho de que el democapitalismo haya aportado a Europa una prosperidad material y una esperanza de vida (que sigue creciendo) sin precedentes e incluso inconcebibles hace cincuenta años (basta con recordar la pobreza de España, del sur de Italia o de Irlanda en torno a 1950), todo es desechado cuando la tasa de crecimiento, convertida en la medida de todas las cosas, se debilita y pasa del 3% al 0% al año. ¿A quién o a qué atribuir una legitimidad tan débil de la democracia liberal, que hace que una simple crisis coyuntural produzca un cuestionamiento fundamental? Sin duda, la desesperación que suscita el estancamiento económico hace que los más jóvenes pierdan todo sentido común, especialmente cuando estaban acostumbrados a crecer en sociedades en paz y siempre prósperas. Sin duda, la gestión de los Estados por parte de una clase política uniformemente mediocre siembra dudas no sobre esa clase política sino sobre el “sistema” que les ha conferido una autoridad superior a su capacidad. Pero ¿no es la virtud de la democracia confiar el poder a los mediocres con la única condición de que ese ejercicio del poder esté limitado en el tiempo? Sin duda, y en último lugar, la defensa y la ilustración intelectual de la democracia liberal dejan mucho que desear: nos faltan los Karl Popper, los Friedrich Hayek, los Raymond Aron, los Milton Friedman, los Octavio Paz que afirmen la superioridad espiritual y operacional de la democracia. Esa generación, que había vivido el despotismo y el totalitarismo, demostraba un conocimiento interiorizado y una fogosidad polémica al servicio de la democracia liberal que no era, ni es, solamente instrumental, sino también espiritual y humanista. Del mismo modo, la creación de la Unión Europea tras la Segunda Guerra Mundial fue un acto espiritual y humanista. En lugar de esa defensa escuchamos los gritos de los populistas, que encuentran eco en unos medios contemporáneos más ávidos de sensaciones fuertes que de razonamientos sutiles, más perseguidores de apocalipsis que de progresismo. Además de los populistas étnicos y revolucionarios inquieta el espacio mediático y político que han conquistado los “tontos útiles” en tiempos de “crisis”. Recordamos que la expresión remite a Lenin, que calificaba así a los aliados “objetivos” del bolchevismo, empresarios capitalistas dispuestos a vender la cuerda con la que serían ahorcados e intelectuales seducidos por las maravillas soviéticas. Esos tontos útiles han vuelto y como siempre andan en busca de paraísos exóticos: hoy, China. El mito del emperador filósofo viene de China, a través de las narraciones jesuitas que Voltaire y Leibniz transformaron en la teoría del despotismo ilustrado. La China real nunca ha tenido nada que ver con esta China soñada y los dirigentes chinos, como en el pasado, explotan a su pueblo más que lo ilustran. Pero poco importa lo real: aquello a lo que incesantemente se enfrentan la democracia liberal y el democapitalismo pocas veces tiene que ver con la realidad. La democracia liberal y el democapitalismo son reales y por tanto no hacen soñar. Los populismos son míticos y por eso provocan pasiones: la tentación autoritaria resulta más amenazante cuanto más irreal es. La democracia liberal es tanto más frágil y digna de ser defendida en la medida en que es verdadera. Sería oportuno que esa verdad de la democracia liberal quedase inscrita lo antes posible en una Constitución federal europea. ~

 

Traducción de Daniel Gascón

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(París, 1944) es economista, ensayista y editor. En español publicó recientemente 'La economía no miente' (Gota a Gota, 2008).


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