Ilustración: Clara León

Cuando la luz duele

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En 1995 el verano era luminoso. Y dolía. El verano tenía esa luz dañina que rebota en el mar y en el asfalto y en los cristales de espejo de las gafas de sol con patilla fluorescente que llevaban los chicos y desde las que se podía ver, un poco deformado, todo lo que ellos miraban: incluida yo.

Entonces tenía quince años. Durante el invierno me habían salido pelos en las ingles y había tomado varias decisiones definitivas al respecto. 1. Nadie sabría de la existencia de esos pelos. 2. No me los arrancaría pegando cera caliente sobre ellos. 3. No los rasuraría con una hojilla de afeitar de varón porque después crecerían duros como la barba de un hombre. 4 (la más importante de todas). Conseguiría estar preciosa con esos pelos.

En 1995 había tenido cinco veces la regla y entendía las canciones del cantautor Sergio Dalma.

Por lo demás, en el verano más importante de mi vida, el último antes de empezar el instituto, carecía de instinto vacacional. Sabía que, en mis circunstancias, daba lo mismo Asturias, Benidorm, Ciudad Rodrigo o Manchester. Aparte del tema de los pelos, solo me importaba una cosa: enamorarme. Y para eso daba igual una u otra esquina.

La que me había tocado la formaban en ángulo recto el faro de Cabo Menor con la segunda playa del Sardinero. Ese sería el lugar. Y sucedería de madrugada, en la noche de los fuegos. El 24 de julio, a las doce de la noche, para celebrar Santiago, se lanzan fuegos artificiales desde la orilla. El cielo revienta de color y las familias se amontonan en el paseo y en los jardines de Piquío para contemplar el espectáculo mientras se tapan las orejas y lamen sus helados de Regma. Los jóvenes, solo los jóvenes, se tumban sobre la arena a esperar que el fuego les ilumine y les recuerde que están posados sobre su esquina del mundo. Mientras esperan la llegada del temblor del cielo, se saben dioses.

El verano de 1995 fue mi primera vez: bajé a ver los fuegos desde la playa. La arena seca está fría por la noche y el mar parece de petróleo. Raúl me cedió su pierna para que me acomodara mientras aquellas palmeras celestiales caían sobre nosotros. Raúl tenía dieciséis años. Se quedó sentado y yo me tumbé con la nuca apoyada sobre su muslo así que, cuando miraba hacia arriba, veía en primer plano su perfil recortado sobre la noche. Y la pirotecnia solo servía para iluminar en todos los colores los pelos suaves que le nacían sobre el labio superior: rojos, naranjas, morados, celestes. Él sí que debía usar una cuchilla. Merecía que los pelos le creciesen duros como la barba de un hombre.

Esa misma noche tomé algunas notas en mi diario. 25-vii-94: “Lo que definitivamente pienso al respecto (y estoy hablando del amor) –y a lo mejor me equivoco– pero opino que entre los adolescentes no puede existir la pasión. Quiero decir, que mis amigas salen con chicos y creen que va a ser como en las películas. No se dan cuenta de que en las películas son más mayores.”

Decidí comprarme un traje de baño de abuela: el clásico bañador de pata que tapa el comienzo de los muslos. No era una moda de aquel verano, ni siquiera era una opción existente. Creo que fue mi determinación la que cosió aquel traje de baño. Busqué en catorce mercerías, cinco tiendas de deportes y dos corseterías. Busqué en todo lo que había (entonces en Santander no existían centros comerciales ni había Corte Inglés. Zara todavía no vendía bañadores).

Lo encontré entre restos de stock. En una cesta de mimbre sobre el mostrador transparente de la segunda corsetería. Era rosa fucsia de lycra gorda y apretada. La espalda cuadrada y muy baja, con un pespunte blanco que encuadraba la piel.

Me lo probé y me miré en el espejo de mi habitación en todas las posturas. Levanté la pierna hasta la cabeza, me senté a lo indio, me toqué los dedos de los pies con las manos sin doblar las rodillas, me agaché como si fuera a recoger una moneda… Pelos bajo control. Era imposible saber lo que crecía o no en mis ingles. Sin embargo, el espejo escupía otros problemas. Medía 1,67 y pesaba 58 kilos. El pecho nacía proyectado hacia fuera y podía recoger un seno con cada mano (no me sobraba ni un poquito). Tenía la cintura tan fina que casi podía rodearla con las dos manos y para colmo era estrecha de hombros. Nada de eso ayudaba. Las tetas no habrían dado esa impresión en un cuerpo más ancho pero, pegadas al mío, resultaban indecentes y disparadas.

Ante semejante panorama, el único clavo al que agarrarse era la literatura. Afortunadamente, a los quince años ya leía y escribía (aún no ficción). Escribía exhaustivamente en mi diario. Un tomo de tapas duras con una rosa roja sobre un fondo sepia en la portada, donde se lee la frase Always somewhere, en cursiva.

Nota de mi diario. 2-viii-94: “Hace poco leí en un libro que escribir era una forma de hablar con uno mismo. Entonces comprendí por qué escribo tanto. En parte porque hablo mucho y en parte porque no me gusta hablar con mi familia de cosas que importan porque no las entienden.”

Tras una revisión profunda de aquel diario creo que las cosas que me importaban y de las que no podía hablar con mi familia podrían resumirse como sigue.

–Fumar o no fumar tabaco.

–Fumar o no fumar porros.

–Beber para emborracharse o para coger “un puntito”.

–Entrar o no en la discoteca donde la gente de quince entra.

–Bailar o no en la discoteca. Bailar delante de todo el mundo.

–Enrollarse con o sin lengua.

–Caer bien a los demás. Parecer cínica o mala amiga.

–Tener buen tipo.

–Salir sola por la noche. Ir a los fuegos con amigos.

–Que los chicos no se fijen en las tetas sino en quién soy.

–Elegir un instituto.

–Decir a mi madre que la odio o pedirle perdón por habérselo dicho.

–Conseguir no tener granos. O tapar los granos. O explotarlos por la noche y que no quede marca por la mañana.

–Conseguir ponerme un tampax.

–Estar cómoda con un tampax dentro.

–Que mi padre entienda que soy una mujer. Y que no deje de darme mi beso de buenas noches.

–Depilarme con cera los pelos de las piernas.

–No aceptar en ningún caso el tema de la cera para las ingles.

Nota: En los noventa se aseguraba a las adolescentes que nunca hay que usar cuchilla porque salen más pelos, duros como la barba de un hombre. (Ojalá la literatura me hubiese ayudado a aclarar este tipo de mentiras de una vez por todas.)

En cuanto a mis lecturas, leía, claro está, sobre la naturaleza del amor. Y lo mejor que se había publicado hasta entonces sobre el tema era una novela de 1979 (año de mi nacimiento) titulada Flores en el ático.

La autora, V. C. Andrews, relata la historia de cuatro hermanos encerrados en un ático bajo la custodia de una abuela malvada. Los dos hermanos mayores, rubios los dos, de ojos azules los dos, se enamorarían en aquel ático, incluso llegarían a tener un hijo incestuoso antes de ser liberados. Y eso a pesar de que la abuela había explicitado las normas de convivencia en el primer capítulo. Norma número diez: “No os tocaréis nunca vuestras partes ni jugaréis con ellas, ni os las miraréis en el espejo, ni siquiera pensaréis en ellas, incluso cuando estéis en el baño y os las estéis lavando.”

En el prólogo, la protagonista compara su voz con la de Charles Dickens.

Norma número siete: “Os limpiaréis los dientes después del desayuno todos los días, y también antes de acostaros, por la noche.”

Norma número ocho: “Si os sorprendo usando el cuarto de baño niños y niñas juntos, os daré tal paliza que os dejaré baldados.”

Norma número nueve: “Los cuatro seréis modosos y discretos en todo momento, tanto en vuestro comportamiento como en vuestras palabras y pensamientos.”

En el verano de 1995 leí la saga completa de V. C. Andrews: Pétalos al viento, Si hubiera espinas, Semillas del ayer y Jardín sombrío. Más de mil quinientas páginas de educación sentimental.

Mientras tanto, paseaba por la playa de una punta a otra con el bañador fucsia de pata. En el espigón del Palacio de la Magdalena los chicos (solo los chicos) se tiraban de cabeza cuando la marea estaba alta. Las chicas no eran capaces. Yo sabía hacer la carpa, el ángel, la voltereta hacia delante y hacia atrás. Y me tiraba desde la cuarta escalera del segundo tramo del espigón. Mi padre me había enseñado a hacerlo el año anterior. Aunque estaba indudablemente arrepentido y me había pedido que dejara de lanzarme “delante de todos”. Una vez me tiré haciendo el ángel, con los brazos en una cruz perfecta, volando sobre el agua antes de iniciar el perpendicular descenso y un chico moreno, de más de dieciocho, gritó delante de todos: “Cojonudo, chavaluca”. Cuando salí del agua, él aplaudía. Sacudí la cabeza. Mi admirador tenía una cruz de plata sobre el pecho dorado y el pelo rubio y revuelto como el de Christopher, el hermano mayor y amante de Cathy, la protagonista de Flores en el ático.

Entonces yo sabía que “cojonudo” y “coñazo” eran palabras sexistas y me declaraba feminista en mi diario. Lo de que las cosas buenas las identificamos con la masculinidad y los cojones y las más tediosas con la feminidad y el coño lo había escrito una periodista en El País. Mi padre compraba el Marca y El Diario Montañés, pero yo leía El País cuando iba a casa de Ana Gárate. La madre de Ana era profesora de literatura en un instituto y era culta y leía El País. Yo estaba decidida a ser culta de mayor. Por eso leía mil quinientas páginas de V. C. Andrews aunque fuera verano. Por eso sabía que no tenía nada que hacer ante el comentario sexista. “El amor no llega cuando quiere. A veces surge de pronto, contra la voluntad de uno.” Lo decía la escritora V. C. Andrews y yo sabía que era verdad.

Cuando paseaba por el espigón con la piel grasienta que da el primer acné y la melena encrespada sobre los hombros, estaba segura de que los chicos me miraban con tanta atención para comprobar si de verdad las chicas podían ser iguales a los chicos. En las rodillas tenía dos cicatrices aún rojas de cuando era niña, a los trece.

Hoy han pasado veinte años desde aquel verano de 1995, cuando sabía que veinte años no son nada en cuanto te conviertes en una persona mayor, en una señora mayor, en una yo de treinta y cinco. Volver a Santander no es como retornar a Brideshead y no estoy dispuesta a brindar aquí ni en ningún otro lugar por la cándida adolescencia.

Sin lugar a dudas, los treinta y cinco son más confortables. He crecido, he madurado, soy, como decirlo, una tía que es capaz de usar bikini. A los quince años se carece de perspectiva; en cambio, ahora, las gafas ya no llevan cristales reflectantes. Lo veo todo nítido.

Evidentemente, como todo el mundo a mi edad, conozco la naturaleza íntima del amor. He comprendido cómo funciona el mundo además de los secretos del alma humana y ya solo leo literatura de calidad. De hecho, en el mundo de los adultos, ya no se engaña a los lectores con libros morbosos y baratos y los únicos bestsellers que triunfan son literatura de calidad escrita para lectores cultos y exigentes que leen Letras Libres. Obviamente, la posibilidad de que mis pechos tengan un aspecto indecente ha dejado de ser una preocupación. Y estoy casi segura de que este verano dejaré de fumar. En cuanto al tema de las ingles, estoy terminando ya con las sesiones de láser de diodo así que lo más seguro es que este problema sea agua pasada este mismo verano.

Por lo demás:

–Me gusta emborracharme para coger “un puntito”.

–Tengo claro que es mejor enrollarse con lengua.

–Sé que estar cómoda con un tampax dentro es algo imposible.

–Y, como es natural, no pienso escribir aquí mi peso.

Un secreto para terminar. A los treinta y cinco aún puedes bajar a ver los fuegos artificiales tumbada en la arena. Acostada en la bisectriz de Cabo Menor con el Paseo Marítimo todavía sentirás que eres un joven dios. Entonces todos esos colores estallarán ante ti y apagarán el horizonte y las estrellas. Y, durante un instante, no te importará nada que el cielo enmudezca ante el atronador disparate pirotécnico, que la música de las esferas se apague para siempre y que los tontos abran la boca para dejar paso a sus helados. Porque, durante ese instante, volverá para ti el verano. ~

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