Una teocracia caribe

Los voceros repetían: Chávez mejora, Chávez pronto regresará al poder, Chávez está contento. Maduro los superó a todos: Chávez ya trota. La realidad es que Chávez agonizaba. La verdad es que Chávez murió en medio de mil mentiras.
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Al Estado eclesial no le interesa el discernimiento cívico sino la devoción.

Tanto que cualquier mínima duda sobre la divinidad de Chávez es ahora

considerada, de manera instantánea, una ofensa, un sacrilegio.

Alberto Barrera Tyszka

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La sorna de los analistas criollos y extranjeros estuvo atenta, quizá demasiado atenta, a los tejemanejes de la cúpula chavista durante el prolongado tránsito final de Hugo Chávez.

La idea detrás de muchos irónicos comentarios era la de que, pese a la unción de que fue objeto ante las cámaras de la televisión por el mismísimo Máximo Líder, Nicolás Maduro no las tenía todas consigo a la hora de hacer valer su liderazgo por herencia.

El presunto nuevo hombre fuerte del chavismo, designado a dedo por quien, al no alcanzar a juramentarse, habría de morir sin dejar de ser presidente electo, estaría siendo desafiado soterradamente por al menos media docena de aspirantes. Tal era la explicación que aquí quiso darse a los “partes médicos” que, durante las semanas, días y horas finales del líder bolivariano partieron de diversas y, en apariencia al menos, encontradas instancias del poder.

En las salas de redacción de los grandes diarios, en las tascas de La Candelaria (el populoso “barrio español”), en las colas para abordar las camionetas de transporte público, tanto como en las embajadas extranjeras, se instaló desde mediados de diciembre pasado un clima más propicio a la nigromancia, al tablero de caracoles yoruba o a la ouija, que al rutinario pronóstico “de escenarios” del tipo bbc Mundo.

A todo ello contribuía el inexpugnable secretismo del largo postoperatorio habanero que aportó un decidido “aroma Stasi”, un protocolo del trato con la prensa digno del kgb que, gracias a la connivencia del régimen de La Habana, seguía desconcertando a millones de venezolanos, manteniéndolos in albis.

Durante los meses que siguieron a la que sería la última intervención a que se sometiera Chávez, fue únicamente Nicolás Maduro quien, de entre toda la nomenklatura venezolana, mostró aplomo y autoridad a la hora de dar cuenta de los “progresos” del paciente habanero.

“Chávez ya trota”, fue uno de sus más controvertidos anuncios, acaso el que mejor le granjeó fama de mentiroso durante el incierto periodo en que nada salido del pool de médicos tratantes del legendario cimeq (Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas) podía saberse. Maduro haría después otros muchos anuncios.

El tono de los mismos se alejaba progresivamente del testimonio verosímilmente fáctico y pasó a invocar nociones más, digamos, metafísicas: “El comandante me miró”, añadiendo invariablemente que lo hizo con una rara, heroica entereza en los ojos. En cada testimonio el comandante tenía buen cuidado de apretar significativamente la mano de su ahijado político.

Estoy hablando del periodo en que solamente Maduro, Jorge Arreaza, yerno del comandante, y las hijas de Chávez podían ufanarse de haber visto y conversado con el paciente más ilustre e incomunicado de la legendaria medicina cubana.

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Fue un trecho sin duda tenebroso para el doctor José Rafael Marquina, el médico venezolano radicado en Naples, Florida, quien durante más de un año se convirtió en una especie de “segunda opinión” clínica a la que acudían los venezolanos en procura de un diagnóstico (y, desde luego, de un pronóstico) de la enfermedad del extinto presidente.

Marquina alegó siempre tener fuentes muy cercanas al paciente, inconcebibles paramédicos y enfermeras que desafiaban la estrecha vigilancia ejercida sobre el paciente para filtrar de Cuba noticias sobre su evolución.

La cuenta de Twitter del doctor Marquina habría de convertirse en una de las más seguidas por los venezolanos. Fue el primero en desgranar en la red tecnicismos como “rabdomiosarcoma”. Hasta su aparición, el mundo solamente sabía, y esto solo por boca del propio Chávez, que el tumor original que le fue extirpado hace casi dos años “parecía una bola de beisbol”, metáfora muy apta para quien en sus años mozos quiso ser pitcher de grandes ligas.

A decir verdad, Marquina resultó, al cabo, una fuente muchísimo menos confiable que alguien como Maduro, quien estaba ostensiblemente al pie del lecho del enfermo. Para colmo de males, los agentes de la seguridad del Estado cubano se las apañaron para tapiar todas las vías de filtración so pretexto de proteger a sus ya improbables fuentes; fueron tornándose cada día más anfibológicos.

El crédito informativo del dicaz médico floridano se extinguió, sin pena ni gloria, en medio de una copiosa chistología a costa de la calculada vaguedad de sus reportes. Y entonces, una madrugada de fines de febrero, luego de casi noventa días de ausencia del cargo, un avión-ambulancia trajo a Caracas a Hugo Chávez, presidente electo.

El secretista tumbao cubano que había rodeado la convalecencia de Chávez tocaba a su fin. El jefe no habría de morir en La Habana, sino en Venezuela, patria de la teología bolivariana.

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Una vez en Caracas, las canicas de Maduro parecieron desparramarse: ahora no era el único en ufanarse de haber visto con vida a quien ya casi todo el mundo en Venezuela daba por moribundo jefe de Estado. Ahora el canciller Elías Jaua y el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, ofrecían también testimonios de primera mano sobre la buena salud, el estado de ánimo, la capacidad de trabajo y la lucidez del presidente.

La calle especuló que Chávez había regresado al fin a casa para juramentarse in artículo mortis. Se esperaba que, una vez juramentado, y acaso en el mismo acto oficial, el Jefe renunciara para que Maduro pudiera convocar a elecciones. El “proceso” podría entonces recuperar la socarrona pátina constitucional que una tiranía eleccionaria del siglo XXI reclama. El régimen, sin embargo, se demoraba en presentar al comandante ante su pueblo. Fue entonces cuando emergió el mito de un Chávez eterno, con potencialidad de dirigir la revolución bolivariana desde el más allá de los héroes latinoamericanos.

La gente chavista y de a pie dio en murmurar que Chávez ya había muerto en La Habana y que en el seno de sus herederos políticos se desarrollaba lo que el vulgo llama aquí un muy palaciego y desalmado pescueceo: la grosera rebatiña por encarnar al verdadero vicario de Chávez en la Tierra. En esto, Maduro resultó imposible de desbancar: solo él ha tenido redaños para insinuar sin parpadeos que disfruta de una comunicación astral con el difunto.

Sin escrúpulo alguno, la cúpula chavista, con Maduro a la cabeza, se dio entonces prisa en normar la espontaneidad de la masa chavista, sin desmentir explícitamente ninguna conseja sobre el día y la hora de su deceso, aunque dejando correr el cordel del fervor sincrético al que, al fin mayoritariamente afrocaribeños, somos tan dados los venezolanos.

En cuestión de días, la jerga militar y estalinista, tan del gusto de Chávez, comenzó a mezclarse con locuciones de talante magicorreligioso, que habrían sido, también, por cierto, muy del gusto de Chávez. Y ahora, una breve digresión sobre nuestros cultos sincréticos.

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El santo patrono de Venezuela es el doctor José Gregorio Hernández, muerto trágicamente en 1919, arrollado por el único taxi que por entonces circulaba en Caracas. Su reputación de santidad se acendró en los días de la gran Gripe Española que asoló el país luego de la Primera Guerra Mundial.

Paradójicamente, este católico practicante, que llegó a ser postulante en una cartuja italiana, fue también fundador de la cátedra de bacteriología de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Pese a su notoria caridad cristiana, el doctor Hernández no ha sido nunca canonizado por el Vaticano: su expediente de postulación al santoral católico fue engavetado hace décadas.

Sin embargo, los venezolanos no necesitaron de canonizaciones para hacer de Hernández el santo de los casos desesperados, segundo solamente tras san Judas Tadeo.

En nuestros altares, el doctor ocupa un lugar eminente junto a deidades yoruba que nos llegaron de Cuba y junto a María Lionza, la diosa de los bosques occidentales que vaga desnuda a horcajadas sobre un tapir. Junto al “Negro Felipe”, el Ánima de Taguapire y el mismísimo Simón Bolívar. El penúltimo miembro del panteón venezolano es un delincuente llamado Ismael Sánchez, muerto en un enfrentamiento con la policía. Su figura de yeso rige una insólita “corte malandra” de santos facinerosos a la que se encomiendan los violentos barrios caraqueños.

Y digo el penúltimo porque, sin aguardar a Maduro, los pobres de mi país elevaron a sus altares a Hugo Rafael Chávez Frías, supremo valedor de los pobres de América. ~

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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