Una radiografía de Colombia

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I. Prejuicios
      
     En la revista Time del 28 de septiembre de 1998 se aseveraba que el precio de la paz en Colombia bien podría ser la partición del país en tres. Mientras el gobierno controlaría el centro y las principales ciudades, las guerrillas izquierdistas se quedarían con el sur-oriente y los paramilitares de derecha con el noroccidente. Casi tres años
después, el 1o de julio pasado, en una entrevista para el diario bogotano El Tiempo, Carlos Fuentes dejó bien plantada la duda sobre la existencia misma del Estado en Colombia.
     Estas y otras profecías todavía más estrambóticas figuran en la representación usual que se tiene de Colombia fuera de sus fronteras. Ofrecen una ensalada de datos verídicos y verificables, prejuicios y llana ignorancia que llevan agua al molino de "la colombianización de México". En un artículo publicado en las páginas de esta revista en mayo de 1999 pedimos adoptar una definición limitada de "colombianización". Decíamos que de esta forma se evitaría insultar a los colombianos y podríamos discernir mejor cómo la sumatoria de crimen organizado,  narcotráfico y violencia política endémica, además de corroer el tejido social, suele convertirse en el obstáculo más formidable para la marcha de renovación cultural e institucional hacia la democracia de un país.
      
     II. Las violencias colombianas
     Aparte de las tasas de homicidios, de las más  altas del mundo, asociadas principalmente a los ajustes de cuentas entre bandas criminales urbanas, Colombia padece una de las 35 conflagraciones intestinas existentes, entre las cuales, por cantidad de muertos y refugiados, sobresale al lado de Afganistán, Sudán, Filipinas, Ruanda, Somalia y Angola. En América Latina el colombiano es el único conflicto en expansión después de la paz negociada en Nicaragua y El Salvador, y más recientemente en Guatemala, y la innegable postración de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru en el Perú. Valga comentar en este punto que el fin de las hostilidades no siempre pacifica a la sociedad. El Salvador brinda un buen ejemplo del agudo traumatismo social que suponen las posguerras. Allí los acuerdos de paz, con la súbita desmovilización de guerrilleros, militares, policías y otras fuerzas, ayudaron a disparar los índices delictivos, en particular los de homicidios, que ahora superan, y por mucho, a los colombianos.
     Para tener una mejor perspectiva digamos que el conflicto armado aporta del 15 al 20% de los homicidios de Colombia, proporción equivalente a los muertos en accidentes de tráfico.
     En el conflicto armado pueden expresarse condiciones de la sociedad en el más amplio sentido, así como los procesos de paz revelan condiciones estatales básicas. Aunque en la realidad  la separación Estado/sociedad no es nunca tan tajante, pues  Estado y sociedad están imbricados, la distinción sirve para  propósitos analíticos. La conjetura de este ejercicio en torno a la situación colombiana puede formularse de la siguiente manera: los procesos de paz son una manifestación de la debilidad estatal y hasta ahora no parecen haber servido para fortalecer al Estado ni para pacificar la sociedad.
     La insurrección que plantearon inicialmente las FARC y el ELN tenía por objetivo final la destrucción del orden social dominante y del Estado que lo protege. Los dirigentes guerrilleros aún verbalizan tales propósitos. Pero es más prudente no prestar  demasiada atención al vocabulario de las guerrillas, ora radical y revolucionario, ora mesiánico, ora reformista, ora politiquero. Lo que debemos tener en cuenta es la cultura política y los  comportamientos derivados de ésta. Independientemente de las ideologías y plataformas oficiales de las FARC y el ELN, debe estudiarse con más cuidado la combinación pragmática, asentada en el tiempo, de tradiciones clientelares propias de la política rural colombiana, de un lado, y, del otro, la tradición jacobina en la versión estaliniana y agrarista del Partido Comunista, en el caso de las FARC, y guevarista de pequeña burguesía universitaria, con dejos de teología de la liberación, en el caso del ELN. Aclaremos que el jacobinismo de las FARC y el ELN ya no concierne a una empresa de cambio revolucionario, en el sentido de las grandes revoluciones sociales contemporáneas. Es un radicalismo victimista y absolutista que sirve para justificar el poder fáctico que "nace del cañón del fusil". Este es el sustrato tras  el cual se esconde la creciente militarización de la guerrilla, en  especial de las FARC. Mientras ésta subsista y sea alimentada  por factores económicos, será más difícil alcanzar la solución negociada del conflicto.
     La lucha armada debería librarse entre las organizaciones  guerrilleras, de un lado, y, del otro, la Fuerza Pública y diferentes organizaciones paramilitares. No es así. La guerra se conduce en torno a la población civil, a sus escenarios domésticos, y la aptitud territorial de éstos se determina de acuerdo con las necesidades militares de los contendientes.
     De ahí que no pase día sin que los medios de comunicación traigan esas interminables crónicas de dolor, cada vez más  trivializadas, en las cuales, con el fondo de los espléndidos  paisajes naturales del país, aparecen los dolientes: campesinos inermes, pero también rostros y cuerpos de familias de todas las clases sociales, víctimas de asesinatos en diversas formas, incluidas las masacres; de ajusticiamientos extrajudiciales; de intimidación; de evicción de sus heredades; de secuestros. Y sabemos de reportes veraces sobre la tortura y la desaparición forzada, modalidades históricamente a cargo de las Fuerzas Armadas  y los servicios de inteligencia del Estado imbuidos de las  doctrinas contrainsurgentes del Pentágono de la época de la  Guerra Fría, ahora, al parecer, en discreta retirada.
     Ninguno de los cinco gobiernos que desde 1982 han ensayado fórmulas de "solución política al conflicto armado" ha ido tan lejos en buenas intenciones y concesiones a las guerrillas  como el de Pastrana. Por eso podría sorprender que en los tres años del actual gobierno el conflicto se haya intensificado. Según informes bien acreditados del Codhes (Consultoría para los  Derechos Humanos y el Desplazamiento) y de la Revista Cien Días, entre 1999 y 2000 se incrementaron los combates, ataques a objetivos militares y a las infraestructuras eléctrica y petrolera, incursiones y emboscadas. La víctima principal, empero, ha sido la población civil. Atendiendo a la "violencia político-social en la que no aparece con claridad la presunta responsabilidad pero en la que se evidencia el carácter político, dadas las características y el perfil de las víctimas", en ese bienio se causaron 5,153 incidentes, 4,500 de los cuales por "persecución política" y 692 por "intolerancia social". De este total, 2,303 fueron asesinatos y 1,524 secuestros (de los cuales 531 se atribuyeron a las FARC y 486 al ELN); hubo además 472 heridos, 539 personas amenazadas, treinta atentados, 122 torturas y doscientas desapariciones forzadas. En 1999 317 mil personas tuvieron que huir de sus vecindarios, cuando en 1998 esa cifra había sido de 288 mil. Se estima que desde 1995 el conflicto armado ha forzado el desplazamiento de un millón y medio de colombianos, el 65% en forma familiar o individual y el 35% restante como éxodo colectivo. El 66% de los refugiados son campesinos, pobres en su mayoría; más de la mitad son mujeres y más de dos terceras partes menores de 18 años. En cuanto a los causantes de esta tragedia, en el 43% de los casos son paramilitares de derecha, seguidos por las guerrillas, a las que se atribuye el 35%, el 6% a la Fuerza Pública y el 16% a otros agentes. Pero los colombianos que vivimos en las grandes ciudades apenas empezamos a tener conciencia de la igno  minia que representan para el país estos cientos de miles de  familias campesinas expulsadas de sus hogares y vecindarios por el terror. Somos más conscientes del éxodo hacia el exterior de profesionales y empresarios, menos terrible, pero de efectos  devastadores en el futuro, dada la descapitalización social que entraña.
     III. El laberinto del conflicto
     La complejidad del conflicto colombiano deriva de una superposición de factores internos y mundiales, acelerada en la última década del siglo XX. Dos conjuntos merecen particular atención. Primero, la dinámica colonizadora que se despliega en la segunda mitad del siglo XX en nueve grandes  zonas del país, nicho de poderes fácticos que tienen base en la ley del más fuerte. En los años noventa se creó un nexo directo entre la dinámica socioeconómica de estas zonas y la globalización de los mercados que puede verse en dos pistas: a) el devastador impacto sociopolítico de la producción, procesamiento, transporte y lavado de dinero del negocio de las drogas ilícitas, que ha llevado la corrupción a las cúspides del poder nacional pero que se arraiga insidiosamente en el mundo local y rural;  b) la descentralización fiscal y electoral, preconizada por los  centros de poder global, como el Banco Mundial, que, además de incrementar los recursos presupuestales que manejan los  municipios, amplía la autonomía de manejo, más acusada en aquellos emplazados en las zonas de colonización. El segundo conjunto de factores concierne a las políticas presidenciales de diálogo y negociación con las guerrillas iniciadas hace más de dos décadas y que en estos últimos años se han convertido en punto nodal de la vida política del país. Veamos sumariamente estos dos aspectos que contribuyen a dar cuenta de la frag  mentación de la sociedad, de una parte, y de la debilidad del Estado, de la otra.
      
     IV. La colonización o el país de los poderes fácticos
     El teatro operacional del conflicto armado se emplaza en zonas de frontera interior, semiselváticas, caracterizadas por bajísimas densidades de población, ubicadas a  menos de ochocientos metros sobre el nivel del mar. El fracaso de las tímidas e intermitentes políticas de reforma agraria de las décadas de 1960 y 1970 lanzó a los campesinos a colonizar selva adentro. En la segunda mitad del siglo XX se consolidaron nueve grandes zonas de colonización: Urabá-Darién; Caribe-Since-San Jorge; Serranía del Perijá; Magdalena Medio; Zonas del Pacífico (Nariño y Chocó); Saravena-Arauca; Piedemonte andino de la Orinoquia; Ariari-Meta, y Caquetá-Putumayo. Estos  frentes colonizadores, que acaso alguna vez fueron tierras de  promisión, hoy son tierras traumatizadas por la violencia. En la década de 1990 Colombia se convirtió en el principal productor de hoja de coca (desplazando a los centros tradicionales de Bolivia y Perú) y de cocaína. El orden imperante proviene de los poderes fácticos, sustentados en la ley hobbesiana del más fuerte: las redes de clientelas políticas tradicionales; la guerrilla y contraguerrilla; los intereses del latifundismo, principalmente ganadero, y del narcolatifundismo; los intereses alrededor de los cultivos ilícitos y el procesamiento, financiamiento y transporte de insumos para obtener cocaína y heroína, lista para ser exportada.
     En muchos lugares de la geografía colonizadora están  emplazadas las rutas del contrabando internacional, incluido el de armas. En algunas de estas zonas hay una economía boyante en torno al petróleo, el plátano y el oro. Zonas de recursos  económicos con demanda mundial, alta movilidad geográfica, arraigo y desarraigo social, en las que el Estado no ofrece a las nuevas cohortes demográficas oportunidades mínimas de educación y por tanto de ascenso social; localismo, alta movilidad geográfica y baja movilidad social, unidos a la disponibilidad de cuantiosos recursos y rentas, facilitan el reclutamiento, la expansión y las operaciones de guerrillas y paramilitares que, de acuerdo con su distribución geográfica y composición social, son organizaciones cada vez más parecidas. Los analistas más perspicaces concluyen que la evolución paramilitar apunta hacia la gestación de unas guerrillas de derecha no sólo autónomas de la Fuerza Pública, sino en abierta confrontación con ésta.

Pero Colombia es un país más complejo. Ni los reporteros de Time ni el novelista Carlos Fuentes parecieron percatarse de la vitalidad de un país de ciudades (de reciente migración) cuyo corazón histórico sigue enclavado en las zonas rurales de viejo asentamiento y alta densidad de población de las montañas y valles interandinos. Si observamos la brecha de actitudes y comportamientos políticos de los últimos años podemos distinguir "tres países": el urbano, el rural tradicional y las nueve zonas de colonización.
     En el país urbano hay Estado y, bajo una óptica latinoamericana, un Estado de derecho viable. En la mayoría de las ciudades de más de cien mil habitantes la vida política ha ganado en transparencia y rendición de cuentas de los gobernantes y en mayor participación ciudadana en los asuntos municipales. Al mismo tiempo, en el país rural tradicional siguen imperando las lógicas clientelistas de la Colombia liberal-conservadora. En  el nuevo país de las colonizaciones domina un entramado  clientelar de "violencia y legitimidad" al que se han integrado las distintas formaciones armadas que allí operan.
      
     V. El Plan Colombia y la transformación de los paramilitares
     Dos aspectos de la evolución reciente de Colombia son altamente perturbadores. Primero, el nexo directo establecido por el actual gobierno entre la política de paz y la política norteamericana de erradicación de los cultivos ilícitos y el tráfico de estupefacientes de la subregión andina (Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y eventualmente Venezuela). Segundo, el vertiginoso ascenso de las organizaciones paramilitares con un nuevo perfil político. Para el ELN y las FARC ambos aspectos constituyen una nueva amenaza, quizá la más seria que hayan enfrentado desde su crecimiento militar de los últimos quince años.
     El Plan Colombia, presentado como una estrategia antidrogas, es, retóricas aparte, un programa de ayuda militar (principalmente helicópteros) al que se han adosado unos modestos programas sociales para las zonas de cultivos ilícitos, y de derechos humanos y fortalecimiento del aparato judicial. Dados la aprensión y el velado rechazo que el programa produjo entre los países vecinos (Brasil, Venezuela, Panamá, Ecuador y Perú), ahora se ofrece  complementarlo con otros desembolsos (militares y sociales)  conocidos como la Iniciativa Regional Andina. Los críticos  norteamericanos del Plan Colombia usan como argumento el  peligro de que el plan antidrogas se convierta en un plan  contrainsurgente, con el peligro de que escale a una intervención militar directa de los Estados Unidos. Hasta ahora se ha reportado que un contingente de por lo menos trescientos miembros de las Fuerzas Armadas norteamericanas, la DEA y la CIA opera en Colombia en tareas de entrenamiento militar e inteligencia.
     Sin entrar a considerar la posibilidad de una escalada del modo de la de Vietnam, el Plan Colombia ha limitado extraordinariamente los márgenes de acción del gobierno de Pastrana en el  frente de la paz. Por una razón muy sencilla: las principales zonas de cultivo, procesamiento y pistas de aviación del negocio de la cocaína y heroína están enclavadas en territorios de influencia guerrillera que, desde hace unos años, intentan penetrar a toda costa los paramilitares, aparte de que ya tienen sus propias zonas en el Magdalena Medio, el Putumayo y la región de Urabá.
     El negocio, pese a la extinción de los carteles de Medellín y Cali, sigue floreciendo. Poca mella han hecho hasta la fecha los programas de erradicación, y los datos fiables de superficie  cultivada y cocaína transportada dan cuenta de un fracaso.  Desarticuladas las rutas caribeñas, los narcos colombianos han entrado en discretos y diversos arreglos con las organizaciones mexicanas, los carteles de El Golfo, Juárez y Tijuana, que, al igual que las organizaciones colombianas, se han fragmentado, lo que no merma el potencial destructivo que representan para el Estado mexicano, la seguridad nacional y la democracia  provincial y local.
     Los paramilitares, ligados al narcotráfico como fuente de  rentas para sostener la guerra y disputar recursos a sus enemigos de la guerrilla, han emprendido en los dos últimos años una de las campañas más despiadadas y sistemáticas de que se tenga noticia en un país de por sí adormecido ante la crueldad. No sólo crecen sino que se independizan de una Fuerza Pública que escribe una historia negra en asuntos de derechos humanos. Los puntos bajos del actual proceso de paz, o sea el retiro de las FARC o del ELN de las mesas de diálogo, han obedecido a su preocupación ante la expansión paramilitar. Lo paradójico es que esto ocurre cuando la Fuerza Pública, presionada nacional e internacionalmente, da un viraje hacia la profesionalización y el  respeto a la ley en el sentido lato del término.
      
     VI. Los procesos de paz: la debilidad del Estado
     De las políticas de paz, iniciadas en 1982 (o en 1980, con las negociaciones del gobierno y el m-19 a raíz de la toma de la embajada de la República Dominicana), se han servido las guerrillas para ganar protagonismo y legitimidad. Podría decirse que tales políticas han mermado la gobernabilidad. Hechas rutina, han creado nuevos escenarios, aptos para interpretar una comedia de domesticación de intereses en pugna: los que representan las guerrillas de un lado y, del otro, los que representan los políticos profesionales y los grupos empresariales. En el libreto se generan intercambios discursivos y pactos puntuales y limitados que, eventualmente, podrían desembocar en algún acuerdo de paz. Paz sine die. Después de veinte años de procesos de paz, sigue siendo confuso el significado de "ne  gociación política del conflicto armado". Hay muchas defini ciones disponibles y los negociadores de las guerrillas y del  Estado muestran gran ambigüedad frente a esta cuestión.
     Además de resultados exiguos, los procesos de paz, por su misma prolongación, suscitan incertidumbre y desconfianza y en los frecuentes momentos críticos por los que atraviesan crece el desencanto ciudadano con la política y los políticos y con el talante negociador. Fragilidad, volatilidad y barroquismo podrían describir adecuadamente estos procesos que, desde 1982, se han iniciado periódicamente, con la inauguración de cada uno de los cinco presidentes, tres liberales y dos conservadores, que se han sucedido en el mando. La trayectoria de los altibajos es bien conocida: luego de un optimismo inaugural, entre el  primero y segundo año de gobierno empiezan a percibirse  síntomas de que las condiciones iniciales han cambiado, siendo reemplazadas por tirantez y acusaciones de parte y parte debido a serias dificultades en la negociación.
     ¿Por qué no han sido exitosos los modelos de paz, en el sentido de que los niveles del conflicto antes que abatirse se han ampliado? Incluso si consideramos el caso de los pactos de 1990-91 y de abril-junio de 1994, que protocolizaron la desmovilización de unos cuatro mil guerrilleros, ¿por qué el resultado fue, a la postre, tan limitado? Tres elementos ayudan a responder  estas preguntas.
     a) El objetivo explícito de los gobiernos ha sido pactar  con las formaciones insurgentes su transformación en fuerzas políticas capaces de operar y competir dentro de los marcos del orden constitucional y legal. Para que las guerrillas piensen  seriamente transformarse en movimientos políticos legales son indispensables dos condiciones: que el liderazgo insurgente  perciba que la oferta gubernamental representa una mejoría  indiscutible de estatus político en relación con la posición presente y que las fuerzas políticas y sociales reconozcan la validez de la oferta.
     Aquellas condiciones casi nunca van juntas. Salvo los acuerdos de 1990-91 y 1994 con el m-19 y el EPL, las guerrillas no han visto "buena voluntad" en los gobiernos y, por otro lado, cuando ésta pareció sincera, las fuerzas sociales locales (incluidos los narcolatifundistas) decidieron armar bandas paramilitares. Tal fue la experiencia de las FARC con la Unión Patriótica, UP, un frente legal que creó conjuntamente con el Partido Comunista a raíz de los acuerdos de paz de 1984. La UP fue diezmada por los paramilitares en complicidad con latifundistas y comandantes del ejército y la policía y ante unas autoridades nacionales impasibles. Por eso los acuerdos del m-19 y el EPL se transformaron en un ejemplo negativo para las FARC que venían de esa experiencia. A esto debe añadirse otro elemento que no puede anticipar ninguna negociación: qué suerte correrán en la  arena electoral los movimientos desmovilizados. El ingreso del m-19 a la política legal marcó un éxito electoral impresionante: en 1990 bordeó el millón de votos en la elección de Constituyente (27% de la votación). Convertido en AD-M19 al juntarse el EPL (como Esperanza, Paz y Libertad) y el prt, soñó en construir y mantener una base electoral de votantes independientes, lo que se llama un electorado de opinión. Pero el sueño se redujo a una breve parábola. AD-M19 desapareció en las elecciones  locales de 1997, cuando apenas obtuvo sesenta mil votos, el 0.6% de la votación.
     b) Las iniciativas de paz aparecen como si fueran eminentemente presidenciales. Aunque los presidentes colombianos  están acostumbrados a operar en el entorno de un Estado débil, son conscientes de que poseen más recursos y un mayor grado de legitimación que cualquier otro actor alternativo. Quizá por esto los procesos de paz quedan amarrados al ciclo y a las prácticas personalistas de la política colombiana; al tornadizo estado de ánimo de la opinión pública; a los cálculos electorales de los contendientes; al cambiante cuadro partidista y faccional en el Congreso; a las presiones de la Iglesia, los grupos empresariales y las ONGs que pontifican en nombre de la sociedad civil. Por lo que hace a los cálculos electorales, puede sustentarse que la  política de paz del presidente Pastrana ha gravitado bajo los  compromisos de la campaña presidencial que armó dos coaliciones informales: los liberales oficialistas y el ELN, de un lado y, del otro, las FARC y la campaña de Pastrana. Esta última ha  durado más de lo que se hubiera pensado.
     c) Al no ser una amenaza revolucionaria para el sistema, los procesos de paz se han transfigurado en un teatro normal de  negociación del conflicto político, un campo más de la competencia por la distribución del poder dentro del sistema, de la  competencia por fuera del sistema entre las guerrillas rivales y del juego de los paramilitares y sus patrocinadores de extrema  derecha dentro y fuera del sistema. Por eso son frecuentes las  tensiones que diálogos y negociaciones producen en el seno de las organizaciones insurrectas y el cruce de alianzas implícitas de guerrillas y grupos políticos legales. De este modo los diálogos gobierno-guerrilla navegan en un curso incierto: la táctica electoral de los grupos legales; la táctica militar de cada una de las agrupaciones guerrilleras, participen o no en diálogos con el gobierno; la táctica de los paramilitares. Además de todo esto intervienen los juegos florales de la llamada sociedad civil. Aquí surgen distintos planteamientos sobre objetivos, trayectorias y escenarios de las políticas de paz que, bajo el manto del pluralismo y el libre juego de opiniones, cuecen una sopa de letras espesa y más bien indigesta bajo los lentes de una "paz televisada" que hace del proceso una telenovela que no tiene fin. Algo que conviene al gobierno en turno, pues tiende una cortina de humo para no desarrollar políticas sociales o para no rendir cuentas acerca de problemas sustanciales del país.
      
     VII. Debilidades del actual modelo de paz
     El modelo proseguido por el presidente Pastrana recoge elementos del pasado y muy sucintamente puede caracterizarse por los siguientes rasgos:
     1. Es de agenda abierta. En el caso de la negociación con las FARC se acordó una agenda sustantiva de "doce puntos", pero desde el comienzo fue claro que había una especie de agenda paralela cuyos puntos, que podemos llamar procedimentales, entran y salen o interfieren con los estipulados en la agenda de doce puntos. Esos puntos, cuya iniciativa proviene de las FARC, son:
     a) Negociar en medio de la guerra.
     b) Negociar en una zona de distensión y establecer taxativamente sus condiciones y prórrogas. Desde el 7 de noviembre de 1998 las FARC disponen de ésta en el territorio del Caguán, unos cuarenta mil kilómetros cuadrados.
     c) El "canje", que ahora se llama "intercambio humanitario de prisioneros".
     d) Compromisos del gobierno  en la lucha contra los paramilitares.
     Por presiones de la llamada sociedad civil, el gobierno ha  planteado a las FARC el "cese al fuego" y la terminación de la  extorsión y del secuestro extorsivo, asuntos que no han sido  considerados seriamente por los guerrilleros.
     En el caso del ELN, la agenda será elaborada por la sociedad civil y no por el Estado-guerrilla. Con el espejo del Caguán, el ELN escaló la violencia, principalmente en forma de secuestros colectivos, para exigir su propia zona de distensión. Pero el  lugar elegido está dominado política y militarmente por los  paramilitares, de suerte que con esta guerrilla todo, lo sustantivo y lo procedimental, está por resolverse.
     2. El cronograma es indefinido, el corolario de la agenda abierta. De este modo, las precisiones vienen dictadas por las FARC: cuando se haya acordado el 70-80% de la agenda de doce puntos, entonces y sólo entonces podrá empezar "la negociación"  (a diferencia del "diálogo") de paz. Hasta ahora las "mesas  temáticas" han evacuado sólo uno de los doce, después de  prolongadas "audiencias públicas" en el Caguán.
     3. Ya que las negociaciones no están reglamentadas, padecen el síndrome televisivo. Lo negativo de esta situación no se  refiere a la necesidad de transparencia de la información o de debate pluralista sobre proyectos y metodologías de paz, sino a que los actores del diálogo manipulan y se sirven de los medios para avanzar sus posiciones ante la opinión pública nacional e internacional. Aunque sería ingenuo suponer que la opinión es una suerte de plastilina, el carácter mediático del proceso  empuja a los actores a crear "hechos de opinión" que enredan las situaciones en lugar de allanarlas. Por otra parte, los medios, librando sus guerras de rating, responden favorablemente a la necesidad propagandística de guerrillas y gobiernos.
     4. La participación de la llamada comunidad internacional, bastante fragmentada, es meramente testimonial. Aparte de los Estados Unidos, con su Plan Colombia, los europeos, en particular los escandinavos, han aportado buenos oficios, modestísimos fondos financieros para programas sociales en las zonas de trauma y críticas veladas al componente militar de la política antidrogas de Washington. En cuanto a los países latinoamericanos, hay varios campos. Los vecinos de Colombia temen que el éxito eventual del Plan Colombia exporte el problema y por eso el Departamento de Estado diseñó la mencionada Iniciativa Regional Andina, que está en curso en el Congreso norteamericano. Cuba, que tiene sus propios intereses en juego, no tiene más que ofrecer que La Habana como centro de eventuales  reuniones con el ELN.
     Según la experiencia internacional sobre resolución de conflictos armados internos, un país está en una vía firme de solución cuando las partes acuerdan institucionalizar las agendas y procedimientos, incluido un itinerario probable, y demuestran voluntad de paz, por ejemplo, mediante un cese de hostilidades verificable y el respeto a las normas del Derecho Internacional Humanitario. En estas condiciones las partes pueden acordar una agenda que contenga explícitamente asuntos como el desarme, la desmovilización, reincorporación, verificación y garantías de los alzados. Esta fase de madurez está lejana en Colombia. ¿Se llegará a este punto prosiguiendo los actuales modelos? Por otra parte, ¿cuál sería el costo de desmontar el actual modelo? ¿Cuándo podría llegarse a esa eventualidad? ¿En qué condiciones?
     Por lo dicho hasta ahora, una condición para replantear el modelo actual sería que las principales fuerzas políticas y sociales del país llegaran al convencimiento de que el esquema abierto e indeterminado se agotó. Eso no puede ocurrir en el lapso del actual gobierno, porque sería un suicidio político.  Para que el próximo gobierno se decida a dar un paso de tal trascendencia se necesitaría un mandato político muy claro en esa dirección, un sistema político-electoral fortalecido, renovado, y una Fuerza Pública mucho más competente y legitimada  nacional e internacionalmente.
     De buenas intenciones está empedrado el camino a los infiernos. El actual esquema tiende a disminuir los grados de gobernabilidad más que a aumentarlos. A no ser que la transacción sine die, con altos niveles de violencia, sea una forma aceptable de gobernabilidad. Pero, además, disminuye de manera extraordinaria los márgenes de autonomía nacional al ligar explícitamente la paz interna a una política militar norteamericana  antidroga en el ámbito subregional andino. –

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Historiador. Profesor-investigador de El Colegio de México.


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