Sergio Pitol: el autor y su biógrafo improbable

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Digamos que Sergio Pitol es un autor ya cercado por la amenaza de la biografía, que esperamos se retrase hasta la publicación de otros cuatro o cinco libros fundamentales. Imaginemos acto seguido un modesto anticipo de biógrafo, por el momento detenido en el papel de comentarista, es decir aquel a quinientas cuartillas de distancia del tratado definitivo, pero ya en posesión de algunos datos sustanciales: el Biografiable nació en 1933, es nativo de Córdoba, Veracruz, para todo efecto de celebración onomástica, y allí estudió hasta la preparatoria (y aquí el Comentarista se disculpa por no añadir sus notas agudísimas sobre la formación provinciana de los años cuarenta en el medio de inmigrantes italianos).
Pitol se instala en la Ciudad de México en 1950, estudia leyes, decisión inevitable para alguien interesado en las humanidades, y se fascina con las mitologías variadas puestas a su disposición por la capital y sobre todo por el Centro Histórico. Conoce entonces a dos maestros fundamentales: Manuel Pedroso, trasterrado español, catedrático de teoría del Estado, enamorado de la cultura de Occidente y conversador notable, y don Alfonso Reyes, escritor excepcional al que visita y escucha en conferencias y del que aprende el placer de la claridad expresiva. Gracias a Pedroso y a Reyes —supone el Comentarista, tan colmado de inferencias que no sé a qué horas dirá algo sensato— Pitol ratifica su pasión por el detalle, reafirmado por lecturas y por su idea de los viajes como cacería de imágenes novelables.
     En los años cincuenta, la Ciudad de México es, simultáneamente, la provincia más divertida que haya conocido la historia de México y la cocina fáustica de la modernidad. De allí, según el Comentarista, tan dado en convertir sus obviedades en intuiciones, extrae Pitol su sentido del espacio protagónico, de las excentricidades felices, del monstruosismo que divierte en primer lugar a los monstruos, del carácter conspirativo de cualquier situación "anómala", antídoto necesario en una sociedad regida por el culto al orden (falso) y las apariencias. Y la alegría inexpresable de esta etapa se cifra en observar, en los ámbitos de la solemnidad, el paso de unas cuantas figuras dislocadas, de aspecto innegociable, de locura semejante al paseo en un campo minado, que por su mera ausencia de fe en el Progreso devuelven el sentido de lo real. (La normalización de los excéntricos será uno de los propósitos de la narrativa de Pitol.) Y en sus incursiones por ese despacho abogadil y cabaretero que es la capital, Pitol se entusiasma. Imposible no hacerlo ante el carnaval donde cada uno se disfraza de su propio mito (Diego Rivera se cree Diego Rivera, Frida Kahlo se considera un cuadro de Frida Kahlo, Doña Bárbara sueña con verse interpretada por María Félix, el poderoso Licenciado se sorprende al saber que un desconocido le regaló una fortuna más terrenos y residencias en Acapulco). Pitol y un compañero suyo de la Facultad, Luis Prieto Reyes, carnavalizan —sin ese término, con esa actitud— lo que ven y viven. El peligro de tratarlos es amanecer convertido en un personaje hilarante, o en alguien sabedor de su condena: en el tour de las metamorfosis uno sólo se reconoce en su parodia.
     Muy pronto, y aquí el Comentarista extravía la lista de viajes y largas residencias en el extranjero de don Sergio, Pitol se inicia en la práctica de los desplazamientos, la otra sustancia de su literatura. Viajar para Pitol es darle oportunidad a su capacidad de pasmo y dicha. (De paso: para seguir viajando sin moverse de su casa, Pitol recurre exitosamente al asombro.) De su ida a Venezuela a mediados de los cincuenta, extrae amistades y notas de lectura, y su encuentro con la obra de Borges. En 1958, su primer texto: "Victorio Ferri cuenta un cuento", resultado de impresiones de Córdoba, y del recuerdo de dos poblaciones complementarias: la Yoknapathowpa de Faulkner, y la Comala de Rulfo. Dirige la revista Cauce, oportunidad de una breve campaña anticomunista en su contra por publicar un relato de Maiakovski de su viaje a México. Más tarde, inicia su periplo. (La palabra es anacrónica, pero el primer viaje de Pitol fue en barco.)
     Algo resentido por su sedentarismo, el Comentarista revisa la bitácora viajera de Pitol, 23 o 24 años de enfrentarse a dificultades, envíos retrasados de pago de colaboraciones, traducciones incesantes (cerca de cien libros en su haber vertidos del inglés, el francés, el italiano, el polaco y el ruso, de autores tan diversos como Henry James, Jerzy Andreievski, Roland Firbank, William Styron, Joseph Conrad, Isaac Babel y Tibor Déry), trabajo en casas editoriales (en Barcelona está muy cerca de Tusquets y Anagrama). Multiplicidad de amigos, museos, cineclubes, paseos callejeros, cafés, librerías. En sus cartas, se queja de la mala calefacción o del verano insoportable, y pide noticias sobre el paradero de la amiga maravillosa que, por otra parte, bien puede ser una invención de la próxima novela, protegida por un alias. Y en un momento dado, entra al servicio exterior: es agregado cultural en Francia, Hungría, Polonia, la URSS, y embajador de México en Checoslovaquia.
     Durante dos décadas, Pitol opta de modo preponderante por el tono dramático, incluso trágico. La soledad es una técnica de esencialización, y desde la soledad Pitol recrea y se apropia de un paisaje europeo del destierro y la reelaboración de la nostalgia, o si se quiere del aclimatamiento de la memoria. Los lectores de Infierno de todos (1964), Los climas (1966), No hay lugar (1966), Nocturno de Bujara (1981), Juegos florales (1982), Vals de Mefisto y muy especialmente El tañido de una flauta (1972), saben a qué atenerse. Pitol —devoto de Kurosawa y Schnitzler, de Mann y Svevo, de Dickens y Pérez Galdós— vive entre atmósferas y personajes a fin de cuentas literarios. Y esta fe en que lo real es novelable y lo que no es novelable es irreal, desemboca en un método incesante de Pitol: los desenmascaramientos. (Aquí el Comentarista le da pistas al Biógrafo.) Nadie como Pitol —más influido por Conan Doyle que por Bajtin— para descubrir en las dulces viejecitas que administran un hotel en Cadaqués a dos monjas húngaras que huyeron del convento por temor a convertirse en santas; nadie como él para concluir del trajín de los meseros de un restaurante en decadencia, su pertenencia a una organización secreta que a la medianoche adora la comida indigerible.
     A propósito de tal convicción (la máscara es el espejo del alma), recuerdo un viaje que hicimos a San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, en febrero de 1995, en medio de diálogos de paz en la catedral, cinturones de seguridad de la sociedad civil, periodistas que se entrevistaban unos a otros, curiosos que recorrían los cafés y recordaban la fábula chestertoniana de El hombre que fue jueves. La situación en San Cristóbal y la constancia de las razones indígenas de la rebelión necesariamente sacudían. En el desayuno en el hotel, advertimos a dos señores con aspecto de jubilados prematuros que tomaban notas interminablemente. A lo largo del día, los vimos embarcados en su obsesión grafómana. Pitol decidió: "No son agentes policiacos, sino la versión chiapaneca de Bouvard y Pécuchet", los gloriosos personajes de Flaubert, que redactan un diccionario de voces apócrifas. En la noche, en la cena, los saludó muy amable y aseguró recordarles: "¿No son ustedes los abogados Bouvard y Pécuchet, que tienen un despacho en la avenida Madero?" Los titulados instantáneos, aturdidos, murmuraron su verdadera identidad, pero Pitol desdeñó su realismo, y los presentó a un grupo amplio como los abogados que llevaban la defensa de los intereses del rey Carol de Rumania que reclamaba la posesión de San Cristóbal, que había sido suya por un convenio con Porfirio Díaz. En los cuatro días siguientes, saludamos con afecto a Bouvard y Pécuchet, que ya no reivindicaron sus nombres originales. Luego resultó anticlimáticamente que eran dos antropólogos de Tuxtla Gutiérrez que intentaban un libro sobre transformaciones de San Cristóbal a partir de la migración masiva de extranjeros.

"Uno es una suma mermada por infinitas restas" (S.P.)
En su primera etapa, Pitol ejerce la contención y la desesperación. Produce relatos tensos, colmados de escenarios asfixiantes, del ir y venir entre las penumbras y el regocijo sensorial ante un cuadro o una sonata (la carencia de propósitos de una vida se interrumpe al oír La flauta mágica). En paisajes asiáticos o en vísperas de una ida a Bomarzo, entre pasiones ya sólo activadas por el rencor o entre armonías delatadas por la música y la pintura, los personajes de Pitol eligen el secreto sobre la revelación, la respuesta estética sobre la violencia material. Si existe "la pesadilla serena", uno de sus ámbitos naturales es esta narrativa de Pitol. Y El tañido de una flauta, para mí el mejor libro de una etapa, es la evocación de la voluntad de desastre como creación alternativa.
     Al Comentarista ya le urge ser más específico, así presienta que el Biógrafo revisará sus impresiones y las sepultará indignamente en una nota de pie de página. Qué remedio. (En una ceremonia de premiación, el límite de tiempo es el verdugo de los alcances discursivos.) Es hora de festejar la trilogía carnavalesca, El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991), entronizaciones de la sátira y la conversión del misterio en disparate (al revés del desempeño de numerosos teólogos). El desfile del amor, mitad novela policiaca, mitad recreación fantástica de una época, es una suerte de conga donde el paso tan chévere de un asesinato es el punto de partida no para descubrir a los asesinos sino a los asesinables, los simpatizantes del nazismo, los exiliados y los freaks locales que en un departamento de un edificio falsamente gótico, juegan a ser criaturas de Eric Ambler o de Evelyn Waugh (luego de sus primeros textos, Pitol no adapta técnicas, pero a veces sus personajes carnavalescos presumen de otros linajes narrativos). Lo trágico, en El desfile, sería la imposibilidad de abandonar lo patético, que tanto humaniza. Y la catarsis está a cargo de la ironía.

Domar a la divina garza: vencer el asco a nombre del mal gusto
Pitol varía su horizonte temático sin modificar un punto de vista esencial: sin la presencia o el hálito de lo grotesco, la normalidad no tiene sentido. Domar a la divina garza es la historia de un pobre diablo, Dante C. de la Estrella, pícaro y fariseo, ligado a Maritsa Koprovitza, la suma sacerdotisa de un culto coprófilo, que surge de las entrañas de la tierra mexicana entre los devotos del Santo Niño del Agro. Estrella, histérico y denunciatorio, le refiere su horrible estadía en Estambul a la familia Millares, que lo oye con indiferencia, repulsión y entrega hipnótica. En la primera parte, percibo semejanzas con Crónica de Bustos Domecq de Borges y Bioy Casares, el descuartizamiento entrañable de la retórica neoclásica, la burla de los estilos culturales de una época, cuya ridiculez de alguna manera redime la parodia.
     En el largo monólogo que es el todo de Domar a la divina garza, el lenguaje crispado, extenuante, torrencial, es el personaje más verdadero, que exalta el desencuentro y la coprofilia, ese refugio y esa atalaya diáfana de Dante C. de la Estrella. No tanto despliegue humorístico como escenario del grand guignol del lenguaje y de los caracteres, Domar a la divina garza contiene la prolongada imprecación de un personaje contra la vida, y, también, la furia de las situaciones contra los personajes. Y al ser la mierda la gastronomía inconcebible y real, se le exige al lector ir más allá del mal gusto proclamado en los diálogos del machismo y admitir que a la escatología se llega también por la exasperación retórica. Es tan pormenorizado el delirio de Dante C. de la Estrella por la materia orgánica que identifica el excremento con su frustración y su liberación, en un salto que en el cine lo acercaría más a John Waters que al Pasolini de Saló. "Ampara a tu gente, Santo Niño Incontinente".

La vida conyugal: la mejor Compañía es una víctima
Jacqueline Cascorró y Nicolás Lobato son la pareja perfecta. Viven para destruirse y ninguna unión es tan sólida como la del asesino premeditado y su víctima huidiza. "En tu ausencia de hoy perdí algún muerto", podría decirle Jacqueline a Nicolás. Ella se sacrifica por amor a la venganza, y contempla aterrada el deterioro y la ridiculez del hombre que detesta y cuya vida se salva a costa del naufragio de la Cascorró. Sin el delirio coral de El desfile del amor y sin la feligresía del auto excramental de Domar a la divina garza, la tercera novela de Pitol es un homenaje al secreto vislumbrado: así que por eso perduran las parejas.

El arte de la fuga
El más celebrado al instante de los libros de Pitol, El arte de la fuga, libro de ensayos, crónicas, relatos, diarios, memorias, se evade de las ataduras del sedentarismo y el nomadismo, y emprende la travesía donde las ideas son formas de vida y reminiscencias, las admiraciones son también presagios, y las amistades resultan, entre otras cosas, el festejo común de la excentricidad. Viaje a través de lecturas —de Antonio Tabucchi a La Familia Burrón a Faulkner a Thomas Mann—, de ciudades, de películas, de cuadros y grabados, de recuerdos dolorosos, de hipnosis y de sueños, El arte de la fuga alía densidad cultural y vigor autobiográfico ("Mi relación con la literatura que ha sido visceral, excesiva y aun salvaje"), integrados en un paisaje, clásico, melancólico, irónico, animadísimo.
     Le agradezco al Comité del Premio Internacional Juan Rulfo la oportunidad de refrendar mi admiración por una obra y su autor. Gracias a su tratamiento del extravío dramático, hemos conocido una versión magnífica de los exilios internos; su descripción ácida de la inmensa galería de retratos de Dorian Gray que llamamos sociedad, nos ayuda grandemente a ejercer los poderes vindicativos de la risa. Se ha escrito que se escribe para exorcizar a los demonios; Sergio Pitol lo hace también para tomarse con ellos una foto de generación que incluye a sus lectores y su Comentarista. –— Leído en la entrega del Premio Juan Rulfo de 1999
en Guadalajara, 27 de noviembre

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