Rusia: tierra de conspiraciones

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En cualquier sistema político, la conspiración empieza donde la libertad termina. La proverbial opresión del Estado en Rusia delimitó a tal grado la libertad de expresión, que orilló a los grupos opositores a echar mano del único medio a su alcance para conseguir sus fines: la conspiración en la clandestinidad.
La formación de grupúsculos clandestinos tiene una larga tradición en Rusia. Su creador fue tal vez Nikolai Novikov, el portavoz del descontento de la aristocracia frente a la francofilia y la injusticia social durante el reinado de Catalina la Grande en el siglo xviii. Las publicaciones de Novikov fueron los primeros órganos de crítica independiente en la historia rusa. Novikov ligó su talento como editor a la promoción de otras dos instituciones que jugarían un papel fundamental en el desarrollo cultural de la intelectualidad rusa: las universidades y los pequeños grupos de discusión o “círculos”.
     La universidad era, en un principio, tan sólo la Universidad de Moscú: cuna del tradicionalismo y de la “Idea rusa”. Ésta consiste, según Eileen Kelly, en la creencia en que el cristianismo ortodoxo y la añeja cultura del país lo han destinado a seguir un camino superior y distinto al del Occidente materialista. Una fe en la superioridad de Rusia, cargada de xenofobia y mesianismo, que sobrevivió a todos los avatares de la historia del país. Éste era el credo de los eslavófilos. La sede de los occidentalizadores, que deseaban incorporar Rusia a Europa, era la nueva capital fundada por Pedro el Grande en 1703, San Petersburgo. La Universidad de Moscú, suplantada por la creación urbana de Pedro I, se convirtió en el motor del fermento intelectual en el país. Los “círculos” conspiratorios evolucionaron paralelamente gracias a los afanes de una nueva fe: la masonería. De acuerdo con James H. Billington, que ha estudiado como nadie la historia de la conspiración en Rusia, la masonería fue el primer movimiento ideológico y clasista de la aristocracia rusa que se incorporó a sus filas.
     Los ritos y usos de la masonería y la efervescencia intelectual que marcó a la Rusia de Catalina alimentaron a los dos campos en pugna: los tradicionalistas y los abogados del nuevo orden que simbolizaba San Petersburgo, dando una vuelta de tuerca más a la confrontación entre racionalismo y misticismo que alcanzaría su clímax en el debate político entre una infinidad de grupos surgidos de la disgregación de eslavófilos y occidentalizadores en el siglo XIX.
     Ese siglo generaría todo aquello que faltaba para la diseminación de una subcultura de la conspiración. En primer término, el choque con el occidente europeo al final de las guerras napoleónicas dejó de manifiesto, como nunca antes, el atraso económico y político de Rusia. En segundo lugar, el ascenso al poder de un zar reformador —Alejandro II— en 1855, que levantó, al liberar a los siervos, una oleada de expectativas que lo rebasaron y abonaron el terreno para la rebelión violenta y para su propia muerte. Por último, el impacto de las ideas filosóficas y políticas provenientes del exterior. Cada una de ellas,y finalmente el socialismo, dieron por fin a muchos una respuesta a la polémica sobre la “cuestión maldita” de la identidad de Rusia y su futuro: la utopía marxista.
     Los primeros conspiradores en dejar su huella en la escabrosa historia decimonónica de Rusia fueron los Decembristas. El grupo de oficiales aristócratas que marchó sobre la nevada Plaza del Senado, el 14 de diciembre de 1825, para demandar reformas al nuevo monarca Nicolás I, había discutido en la clandestinidad sobre la necesidad de establecer una monarquía constitucional en Rusia y sobre la aplicación de reformas como la abolición de la servidumbre en el campo. Sin un solo canal de comunicación con el poder, estos occidentalizadores recurrieron a la violencia y fracasaron. Dejaron, sin embargo, un legado vivo.
     Entre el ascenso de Nicolás al poder en 1825 y la muerte violenta de su hijo Alejandro II en 1881, la conspiración se convirtió en una segunda naturaleza para los rusos. Los poderosos —eslavófilos desde el poder— conspiraban para mantener el orden tradicional teñido crecientemente de un paneslavismo xenófobo. Conspiraban para encontrar chivos expiatorios y distraer la atención de sus opositores (promoviendo de paso un cruento antisemitismo que osciló entre los pogromos y la producción de manuales para cretinos como Los Protocolos de los Sabios de Sión). Y conspiraban contra los conjurados rebeldes para penetrar las filas de sus organizaciones.
     Conspiraban los occidentalizadores (de donde salieron pensadores tan prominentes como Alexander Herzen —cabeza de la organización revolucionaria Tierra y Libertad), que pronto perderían la partida frente al amplio abanico de otras tendencias políticas infinitamente más radicales. Conspiraban los populistas —eslavófilos que acariciaban ucronías— transformando la historia con el propósito de probar que si el cauce de los acontecimientos hubiera sido otro, el país hubiera desembocado en un sistema perfecto. Pretendían perfeccionar organizaciones del pasado, como las comunidades agrícolas o mir, convertirlas en un futuro radiante y vivir dentro de él. Conspiraban los anarquistas, que buscaban la destrucción del Estado, y conspiraba una multitud de jóvenes en las universidades, que acabó militando en las filas del nihilismo o del terrorismo.
     Los nihilistas eran el producto quintaesenciado de las expectativas no cumplidas y la desesperanza estudiantil ante el hermetismo o las vacilaciones del zarismo. Rechazaban el orden tradicional en su totalidad y su único dios era la ciencia.

El terrorismo fue el hermano gemelo del nihilismo: de la iconoclastia teórica a la práctica no había más que un paso. Muchos jóvenes lo dieron. Reunidos alrededor de círculos que eran verdaderas comunas igualitarias, con ritos propios, fondos de ayuda mutua, disciplina militar y un fanatismo exacerbado, los terroristas adoptaron como medio de lucha una violencia literalmente explosiva —su fascinación por las bombas fue proverbial— para eliminar uno a uno a los responsables de los males que aquejaban a Rusia.
     La dinámica de la violencia los rebasó muy pronto. No había concesión alguna que pudiera disuadir a los jóvenes terroristas. De hecho, el reformismo liberal de Alejandro fue erosionado una y otra vez por el terror de la izquierda y el contraterror de la derecha. Y en una de las más tristes paradojas de la historia de Rusia, la mañana de marzo en que el grupo terrorista La Voluntad del Pueblo voló en pedazos al zar, sobre la mesa de Alejandro se encontraba el decreto que acababa de firmar y que otorgaba a Rusia el embrión de un sistema representativo. Uno de los primeros actos de su hijo Alejandro III al tomar el poder fue abrogarlo.


     A la muerte de Alejandro II la violencia institucional devoró a la terrorista. La pasión conspiratoria se trasladó a los grupos socialistas que se consolidaron a fines de siglo. Importantes activistas como Martov deseaban un partido socialista abierto y masivo. Lenin optó por una sociedad de conjurados clandestinos con todas las características de los círculos que lo antecedieron: el Partido Bolchevique, que llegaría al poder a través de la conspiración más amplia y exitosa de los revolucionarios rusos.
     El triunfo bolchevique y el inicio de un experimento utópico han sido calificados por Billington como el rompimiento más notable de la unidad básica de la civilización europea desde Lutero. En Rusia, el establecimiento del comunismo cumplió el destino doble que Ralph Dahrendorf le asignó alguna vez, con toda justicia, a la utopía: “La utopía no es el hogar de la libertad, de ese esquema imperfecto de un futuro siempre incierto, sino el ámbito de la perfección del terror o del aburrimiento absoluto”.
     El sucesor de Lenin, José Stalin, convirtió a Rusia, en efecto, en un universo carcelario donde el terror se convirtió en el instrumento esencial para el control de la sociedad. Y después de su muerte y de un breve interludio, Leonid Brezhnev, que gobernó Rusia desde 1964 a 1982, transformaría al país en el ámbito del aburrimiento absoluto.
     Sin embargo, la tradición conspiratoria no murió. Stalin acusó a sus víctimas más prominentes —de hecho, a toda la vieja guardia bolchevique— de conspirar con una u otra potencia extranjera. El afán conspirativo le sirvió inmejorablemente como elemento de cohesión interna de la sociedad. Donde sí desaparecieron los conspiradores fue en el frente oposicionista. Ante el terror indiscriminado, la clandestinidad cubrió apenas la redacción de unos cuantos poemas y novelas, condenados a permanecer escondidos hasta un futuro e incierto deshielo.
     La descomposición del sistema bajo Brezhnev vio el renacimiento de los conspiradores opuestos al régimen: la intelligentsia occidentalizadora encabezada por pensadores como Andrei Sajarov, y la eslavófila, que contaba entre sus filas a escritores como Solyenitsin, volvió a conspirar en reducidos círculos de debate. No saldrían a la luz, junto con las obras de sus silenciados antecesores, hasta 1986, cuando Mijaíl Gorbachov inició la Glasnost': el verdadero deshielo político y cultural de Rusia.
     Rusia ha ido armando las instituciones indispensables para una vida democrática, hay elecciones a todos los niveles, una separación de poderes imperfecta pero real, una prensa libre, derecho de expresión y manifestación, y un cuerpo de leyes básicas. En suma, una moderna democracia en embrión, un territorio de libertad que el país había conocido tan sólo en unos cuantos meses de 1917, antes del golpe bolchevique. Sin embargo, aunque el fértil terreno del autoritarismo y la represión indiscriminada han desaparecido, la impronta conspiracionista persiste, alimentada por los problemas del país. Todo, desde el florecimiento de la mafia y la corrupción hasta el desplome del rublo, la carestía y los misteriosos catarros de Yeltsin, puede explicarse —dicen los conspiradores de derecha— por las acciones de sus colegas en el exterior o, peor aún, por los que habitan en su seno. Los renovados eslavófilos juran que Occidente ha formado una alianza para destruir a Rusia por medio del sucio manejo de los capitales a corto plazo, de las instituciones multilaterales e incluso de la inversión extranjera directa. (El desastroso estado de las finanzas, la ausencia de un marco legal, de una reforma agraria y hasta de un sistema fiscal, el sistema bancario plagado de malos préstamos, el poder que han acumulado barones rojos y nuevos ricos, no tienen nada que ver, por supuesto, con la crisis económica rusa.) Más fantástica aún es la supuesta conspiración de grupos internos —caucásicos o judíos— en contra de la grandeza del país.
     No es difícil predecir quiénes serán los nuevos conspiradores en la Rusia del futuro. Los occidentalizadores tuvieron el destino de Rusia en sus manos entre 1985 y 1998 y fracasaron. Bien pueden terminar discutiendo en círculos clandestinos sobre la mejor vía para convertir por fin a Rusia en un país moderno en lo económico y en lo político. –

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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