Reloj de arena: Borges de noche

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Si alguien duda acerca de la palabra escrita y su perduración en la era electrónica, le hará bien asistir a una conferencia, esa actividad que, se ha dicho, tiene quinientos años de retraso porque ya se inventó la imprenta. La mujer habla de pie y rara vez mira sus notas. Es brillante y aguda. Su sintaxis oral parece impecable. Logra mantener nuestra atención durante una hora.
     Más tarde nos muestran la conferencia transcrita. Resulta ilegible, no tiene sentido, se ha vuelto un caos sin nombre. Faltaron los tonos, los matices, los cambios de dicción, los énfasis, los gestos, las sonrisas, los rubores, el intercambio de miradas. Se hallan ausentes también todos los signos —del párrafo a la coma, de las mayúsculas al punto— que se forjaron en la Edad Media cuando se pasó de la lectura en voz alta a la lectura en silencio. La conferencista no puede "editar" su texto: si quiere publicarlo tendrá que escribir de principio a fin un artículo basado en lo que dijo aquella noche.
     La facilidad de la grabación nos ha hecho olvidar que lo oral es habla y lo escrito es prosa. La prosa se puede decir pero el habla no se puede leer. Este olvido es cada día más grave en las entrevistas: no es posible transcribir tal cual lo que dijo una persona, es indispensable redactarlo. Cuanto se expone en cinco minutos se escribe con mayor precisión en un párrafo que leemos en segundos.
     El stalinismo del mercado
     Tan discutible como la tendencia a encuadernar hasta la última reliquia del santo —las notas para el periódico mural de su escuela secundaria, las cartas a la muchacha conocida en un viaje en barco, el prólogo para los sonetos del abogado que le arregló todos sus asuntos, las ingeniosidades malévolas con las que divertía a sus compañeros de mesa— es la proclividad a hacer libros que no son libros a base de las conferencias del escritor célebre.
     Mientras cada vez menos personas están dispuestas a leer, a leer de verdad, a sus contemporáneos, cada vez hay más público para escucharlos, pedirles autógrafos y retratarse con ellos. En las ferias del libro el escritor es como la vaca en la feria ganadera; si bien, apunta Saramago, es el único modo de darles las gracias a quienes tienen la generosidad infinita de acercarse precisamente a esos libros cuando hay tantos, miles de nuevos títulos todos los días.
     Por desgracia, sin feria ganadera ya no existe lo otro. Nunca más se darán casos como el de Arthur Machen (1863-1947), el autor de El gran dios Pan y Los tres impostores, predilecto de Borges. En medio siglo de actividad literaria Machen obtuvo por todos sus libros un total equivalente a quinientos dólares actuales. Fue afortunado; hoy ninguna empresa lo publicaría porque no vende.
     El stalinismo del mercado es tan feroz como el stalinismo de la historia. Para unos cuantos los grandes tirajes, las inmensas regalías, las casas de campo, los bonos de almacenes, comida y bebida, los viajes al extranjero. Para los demás el Gulag o el terror de caer en él. Supongamos que cuando Borges publicó Historia universal de la infamia hubieran estado vigentes los criterios actuales. Entonces jamás hubiéramos tenido Ficciones ni El Aleph. Sin posibilidad de ver impresos sus libros, Borges hubiese muerto como empleado de una biblioteca y autor de reseñas para Sur y La Nación.
      
     Borges precursor de Windows
     Una obra es sólo aquello que su autor determinó que lo fuera, los libros que admitió en su íntimo canon. Todo lo añadido post mortem es marginalia, juvenilia o gerontilia. No podemos responsabilizarlo de que se exhume cuanto en vida omitió o rechazó. La aparición inesperada de otro "nuevo" libro de Borges, This Craft of Verse (Harvard University Press), nos pone en principio a la defensiva. ¿No bastaba con Siete noches, Borges oral y los innumerables libros de entrevistas? ¿No ha dicho todo y lo ha dicho una y otra vez?
     Se alegará que a partir de 1955 Borges fue "el dictador", como lo llamó Emir Rodríguez Monegal, y no "escribió" la mitad de su obra. Pero basta leerlo para descreer de su aparente oralidad. Caminando por Buenos Aires Borges componía un draft, un borrador. Su mente actuaba como una procesadora de palabras antes de que se inventara el instrumento y realizaba todas las funciones que ahora hacemos con las teclas y el ratón: insert, typeover, undo, redo, cut, paste, delete
     Este contemporáneo del entonces futuro Bill Gates también lo era de Flaubert. Hacía un save y ya con el texto en su inmaterial disco duro dictaba verso por verso, línea a línea, y no avanzaba a la siguiente hasta quedar satisfecho con cada unidad mínima tras interminables revisiones y correcciones. Borges se consideró ante todo un…

Este contemporáneo del entonces futuro Bill Gates también lo era de Flaubert. Hacía un save y ya con el texto en su inmaterial disco duro dictaba verso por verso, línea a línea, y no avanzaba a la siguiente hasta quedar satisfecho con cada unidad mínima tras interminables revisiones y correcciones. Borges se consideró ante todo un hacedor, un maker, un faber. Por buena que haya llegado a ser su expresión oral, seríamos injustos con él y su ética literaria si la pusiéramos a la misma altura de su verso y su prosa.
      
     Arte y oficio del verso
     A las conferencias en memoria de Charles Eliot Norton que organiza cada año la Universidad de Harvard nuestras letras deben libros como Las corrientes literarias en la América hispánica (Pedro Henríquez Ureña), Lenguaje y poesía (Jorge Guillén) y Los hijos del limo (Octavio Paz). Borges fue el invitado en el invierno de 1967-1968. Las grabaciones se extraviaron como había ocurrido con las de Igor Stravinski, leídas en 1939-1940, que no aparecieron hasta 1970 con el título de Poetics of Music in the Form of Six Lessons. Las cintas —aún no había casettes— se encontraron en una bóveda y 33 años después Calin-Andrei Mihailescu, profesor en la Universidad de Western Ontario, se encargó de organizarlas y anotarlas con verdadero acierto.
     Salido de la noche y las tinieblas, auténtico mensaje de ultratumba, This Craft of Verse tiene la singularidad y la importancia de ser el único "libro" que Borges consagró a su mayor pasión, la poesía. 1967 está muy lejos. Quienes escucharon estas conferencias en su mayoría deben de haber muerto y los jóvenes de entonces ya hace mucho que dejamos de serlo.
     Desde ese siglo pasado, para este siglo XXI, Borges habla de poesía a un público que era inimaginable en el año de la muerte del Che Guevara, Vietnam, la guerra de los seis días, la rebelión en los guetos negros de los Estados Unidos, los jipis, Cien años de soledad, el esplendor de los Beatles y también el último gran destello de la colaboración entre Borges y Bioy Casares: las Crónicas de Bustos Domecq, una de las obras que iniciaron la posmodernidad al ser la burla, la parodia y escarnio de aquella misma vanguardia que Borges nos trajo de Europa en 1921. La última conferencia fue el 10 de abril de 1968 cuando ya estaba en movimiento lo que llevó a la rebelión de mayo en París.
     ¿Qué dice Borges? Lo mismo de siempre pero también cosas que no están en ninguna otra parte. Por juego, por burla, por timidez, por aburrimiento, por gratitud, por agresión, Borges jamás negó una entrevista. Fueron tantas que en ellas las ideas fértiles y originales luchan con las barbaridades más ofensivas.
     En las conferencias Borges no dicta, habla. Quien escribe va a lo concreto, el hablante divaga. "El enigma de la poesía" protesta contra quienes la consideran una tarea y no una pasión y un goce. Un libro es un objeto más entre las cosas del mundo hasta que llega el lector y la poesía que yace bajo las palabras vuelve a ser parte de la vida. Importa el poema, no quien lo escribió y da lo mismo que sea un poeta mayor o menor. Si sobrevive —porque el tiempo humilla o enriquece a los versos—, tarde o temprano se volverá anónimo. El toque de la poesía se siente como un estremecimiento. Nadie puede definirla, como es imposible definir el color rojo o el sabor del café. A la pregunta de qué es la poesía sólo se puede responder con lo que San Agustín dijo del tiempo: "Si no me preguntan lo sé; si me preguntan no lo sé".
     Entre los misterios que intrigan a Borges figura el que los poetas empleen siempre las mismas metáforas, basadas en sólo doce afinidades esenciales. Por eso tienen un gran porvenir: faltan muchas que no han sido descubiertas. Hace memorables a las Coplas de Manrique no sus metáforas sino la grave música de sus versos. El arte es artificio y toda literatura está hecha de trucos. La victoria consiste en ocultarlos o justificarlos. Borges rechaza el término "creador": el poeta no es sino el hacedor de algo en que pueden escucharse todas las voces.
      
     Cantar, contar, traducir
     "La narración del cuento" es una conferencia valiente en una época en la que estaba prohibida la poesía narrativa. En principio verso y cuento eran la misma cosa. Se narraba una historia al mismo tiempo que se cantaba un poema. La humanidad necesita de la épica y la épica requiere de un héroe. El siglo XX no cree en la felicidad ni en la victoria. Por tanto las dos guerras mundiales no produjeron ningún poema épico. Queda la novela, que Borges considera su degradación y supone destinada a morir, mientras que el cuento es inmortal porque nunca nos cansaremos de escuchar ni de leer relatos.
     Al escribir The Canterbury Tales Chaucer no sintió la obligación de inventar nuevas historias. Su originalidad consistía en el modo de recontar las antiguas. La invención de tramas empezó en el siglo XIX con Hawthorne y Poe y ha llegado al exceso. Borges piensa que volverá un momento en que el poeta y el narrador no se distingan, como no podemos diferenciarlos en Homero y Virgilio.
     En aquellos años Borges trabajaba en su admirable versión de Whitman y en traducirse al inglés con Norman Thomas Di Giovanni. Acerca de las traducciones poéticas, piensa que la literalidad no existe: Good morning no se traduce como "buena mañana" sino como "buenos días". En las lenguas romances no decimos It is cold. Hablamos de que Il fait froid, Fa freddo, "hace frío". A nadie se le ocurriría trasladarlo al inglés como It makes cold. Los traductores clásicos pensaron en la lengua vernácula y en el poema en sí mismo, al punto de que los lectores de su idioma no necesitaran del original.
     El literalismo, piensa Borges, es herencia de las traducciones bíblicas. Seguros de que se enfrentaban a la palabra de Dios, sus intérpretes no osaron modificar nada. El alemán distingue entre la simple traducción (Übersetzung), la versión poética (Nachdichtung) y el poema tejido en derredor de otro poema (Umdichtung), como los que hizo Stefan George en torno a Les fleurs du mal.
     Las conferencias pueden ser oscilatorias y divagatorias, a diferencia de la concisión y velocidad del texto borgeano. La abundancia de citas y referencias es tan notable como el poder de hablar sin notas en un idioma que, por íntimo que le resulte, no es su lengua materna. El ultraísta de 1921 reaparece cuando Borges se atreve a decir en una ciudadela del puritanismo que los Evangelios son un poema épico como la Iliada y la Odisea, a descreer en pleno Harvard de la teoría, la historia literaria, las perspectivas biográficas, las escuelas, las influencias: medios de impedir que hable la música de las palabras, símbolos de las memorias compartidas. This Craft of Verse, como toda la crítica de Borges, defiende la libertad del lector contra las pretensiones de los autores y sus intérpretes. El poder está en otra parte. Porque, después de todo, uno lee lo que quiere pero escribe lo que puede.
      
     Corrección: El artículo acerca de Zorrilla [Letras Libres, marzo de 2001] contiene un error imperdonable: el verso en que está escrito casi todo el Tenorio y que Alfonso Reyes, en La experiencia literaria, considera el único que el oído popular en español reconoce como poesía es, desde luego, el octosílabo. No, como erróneamente se dice allí, el endecasílabo. Hay un mundo de diferencia entre las ocho y las once sílabas. –

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